. Por: Marcela Villegas.
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Hace unos años leí un artículo periodístico sobre una antropóloga forense colombiana que ha exhumado cientos de cuerpos de fosas clandestinas. El texto era una suma de descripciones macabras sobre el oficio de esta mujer y mencionaba como al pasar que ella tenía una hija chiquita y un marido. La imagen de esta mujer con su familia me estremeció. ¿Cómo se vive cuando uno le mira la cara al horror todos los días? ¿Cómo se ama, se va al mercado, se pagan impuestos?
En ese entonces trabajaba en un proyecto de escritura didáctica para niños, y aunque en un par de ocasiones me tentara la idea de escribir una novela en torno a esa pregunta, siempre la desechaba. Había llegado a la escritura pedagógica por una casualidad feliz y no pensaba incursionar más allá de ese mundo acotado y tranquilo, muchísimo menos para sentarme por un par de años a ahondar en la realidad tan dolorosa de nuestro país. Pero la pregunta siguió ahí, y en ocasiones me sorprendía componiendo en la cabeza pedazos de una historia. El hecho de que en mi profesión anterior hubiera conocido muchos de los lugares de Colombia en los que ocurrieron y siguen ocurriendo matanzas hacía más sencilla la composición. No tenía que imaginarme los escenarios; yo había estado allí. Y casi sin que me diera cuenta, la mujer que después se convertiría en Amalia, la protagonista, fue tomando forma.
Mientras tanto, mi mamá había sido diagnosticada con enfermedad de Alzheimer y se deslizaba por entre las grietas de su memoria perdida. Y viviendo la enfermedad de mi mamá empecé a hacerme una serie de reflexiones sobre la identidad y la memoria y se me ocurrió que mi antropóloga forense tuviera que enfrentarse a la paradoja de rescatar del olvido a los muertos de la guerra mientras asistía a la pérdida de la capacidad de recordar y la desintegración de su mamá. Fue así como Camposanto se convirtió en una novela sobre la enfermedad del olvido y sus dos caras: ser olvidado y olvidar. Y como solo se puede escribir de lo que se conoce, empecé a investigar.
Perdí la cuenta de los informes, artículos y material audiovisual sobre la violencia, la desaparición forzada y la identificación de víctimas de la guerra en Colombia que consulté. Ha sido el trabajo más doloroso y estremecedor que he tenido que hacer en mi vida; la magnitud de nuestro horror es inabarcable. Sin embargo, entre los relatos del espanto también hallé muchísimos actos de bondad y de decencia de parte de personas anónimas. Pensar en estas acciones me sostuvo en los momentos en los que la escritura se hizo casi intolerable y me ayudó a conservar mi fe en el ser humano a pesar de las monstruosidades que encontré en mi investigación.
Tres antropólogas forenses me concedieron entrevistas sobre su oficio y sus vidas personales: Ana Carolina Guatame, Carolina Puerto y Amy Mundorff. Algo hay de cada una en Amalia, mi sencillo homenaje a su tremenda generosidad y al enorme valor de su trabajo. También, el actuar como intérprete en una serie de conferencias que dictó Amy Mundorff en Bogotá me dio una perspectiva de la recuperación e identificación de restos óseos humanos que ninguno de los libros de texto sobre el tema que leí me habría dado.
En cuanto a lo que tiene que ver con el alzhéimer, el deterioro físico y mental que causa en quienes lo sufren, el impacto sobre las personas que rodean al enfermo y las actitudes de la comunidad médica en Colombia frente a estos, mi fuente no es otra que la experiencia personal y familiar con mi mamá. Sin embargo, escribir cada movimiento, cada gesto de esa mujer con alzhéimer me costó un esfuerzo enorme. Pienso que eso se debe a que como viví en carne propia la torpeza (y muchas veces la crueldad) de la sociedad al tratar con los enfermos de alzhéimer y sus familias, me parecía que mi aproximación nunca era lo suficientemente cuidadosa o compasiva.
Algo parecido sentí al escribir sobre las víctimas: es imposible transmitir el horror sin menoscabar la dignidad de los muertos y sus sobrevivientes. De hecho, al comienzo pensé en contar mucho más de las vidas de las personas que Amalia identificaba, pero abandoné la idea porque no encontré un recurso técnico para darles una voz verdadera. De hecho, pienso que ni el arte, ni las ciencias sociales ni humanas, ni nadie, en realidad, pueden hacerlo. Todas las voces de las víctimas de la guerra en Colombia se han perdido para siempre. Solo podemos reconstruirlas parcialmente o distorsionadas y honrarlas en pequeños ritos, pues como bien dice Doris Salcedo, el ceremonial es el único valor del arte frente a la violencia.