Sobre Veinte viajes

Sobre Veinte viajes

19 de junio de 2019 I Por: Nicolás Morales I En El Espectador

Se dice que uno de los libros más exitosos en la historia editorial del siglo XX es En la Patagonia de Bruce Chatwin. Este señor, experto en arte, arqueólogo, escritor, seductor y soñador, trabajó en el Sunday Times Magazine. Dicen que un día le envió un telegrama a su jefe que decía: “Me fui a la Patagonia”. Cuando volvió escribió su primer libro, con el que revolucionó el género de los relatos de viajes.

Ustedes dirán que todo libro es un libro de viajes; es decir, que todo libro quiere ser un viaje. En ocasiones un lector, como usted o como yo, quiere salir e irse un poco a la Patagonia, a Nueva York, o a Medellín. Esto ocurre cuando leemos a Auster y quedamos atrapados en un juego de personalidades en La Gran Manzana o cuando caminamos por un camping mexicano si devoramos algún cuento de Bolaño. Leer es intentar olvidar las propias patagonias o, tal vez, revivirlas. Leer es viajar adentro y afuera. Leer es también devolverse en un viaje interior desconocido abocado a sus propios fantasmas.

Casualmente conocí a Julián David en un viaje. Yo trabajaba como editor en el Icanh y él detentaba un cargo en un organismo internacional de fomento a la lectura. Fuimos a almorzar en Guadalajara y después —mala suerte la mía— tomándonos una cerveza, con sumo cuidado, me hurtaron mis pasaportes y algo de dinero. No alcanzamos a hablar lo suficiente esa noche. Mi viaje terminó ahí, aunque ese no sería nuestro último encuentro.

Veinte viajes es el nombre que Julián David Correa le ha puesto a su libro. Vamos con la premisa de arranque: un hombre escribe. Un hombre de mediana edad, de buen capital cultural, estudios y capacidad de observación, escribe. Un hombre que es lector, escribe. Un escritor escribe. Un hombre que va a cine, escribe. Un hombre escribe porque juega. Y escribe porque no hay nada más apasionante que contar —entre otras cosas— el juego mental de lo que se ve: la esquizofrenia de un puesto militar al lado de unas bibliotecas en el Páramo de Sumapaz; la fascinación de Tati en la París de Julián David (un ensayo que sería perfecto para Cahiers du Cinéma) o el día en el que Isabella Santodomingo fue la estrella de una feria perdida en Centroamérica. En solo tres historias tenemos un cuento pulcro, una crítica de cine digna de Cahiers y una crónica cultural del New Yorker.

A la manera de Jan Morris, este libro vuelve sobre un asunto capital: el viaje viene a enseñarnos de alguna forma que la identidad no es estable. Jan Morris lo sabía y, tal vez por eso, con menos de 40 años ya había dado varias vueltas al mundo, había sido militar, corresponsal de guerra y había tenido tiempo, incluso, para subir el Everest. Pues bien, Julián David juega con la misma premisa: él puede ser una chica colombiana invitada a un show de Paquita la del Barrio en un bar popular del D. F., o ser él mismo en un festival de las artes en la bella Belfast.

La identidad no es lo único que es variable en este libro. En él está implícito que los géneros, y en particular el género del relato, también se trasforman, lo que nos dice, entre otras cosas, que Julián David experimenta: es un habitante mexicano de Guadalajara, es una joven en Alemania o es un niño en Medellín. El género cambiante también es una conquista. Correa, entonces, nos muestra que puede y quiere ser un escritor de ficción o un cronista de viajes en clave de ficción. O un ensayista o —y no exagero— un poeta.

John Steinbeck decía que cuando era muy joven sentía una gran ansiedad por estar en otro sitio. Decía que las personas mayores le aseguraban que con el paso del tiempo se curaría de este mal, pero esto nunca sucedió. Julián David va por el mismo lado. Porque sospecho que él siempre está viajando. En su caso hay un imperativo poético, pues intuyo que para él viajar es escribir. Y Julián David escribe bien. Esa es la fortaleza de este libro, que está cargado de imágenes auténticamente poéticas, no populistas, conectadas por cables íntimos con notables juegos de espejos.

En fin, Veinte viajes es un libro bello, probablemente algo triste, que, y esto es lo fundamental, nos impregna muy poderosamente del territorio y de la mirada de este hombre. De Sumapaz a París, de Medellín a Buenos Aires, las ciudades y los países ayudan a construir personajes de una fuerza estremecedora: un maestro de flauta, un vendedor callejero, una estrella de la canción ranchera y un soldado lleno de miedo en un páramo perdido de esta guerra. Las piezas escriturales están ordenadas de tal manera que mantienen una cierta tensión. Hay unas más poéticas que otras; hay unas más ensayísticas. Pero todas comparten un poco de ambos aspectos.

Varías preguntas se me ocurrieron a medida que leía estos Veinte viajes, las primeras: ¿viajar es escribir?, ¿de dónde sale esta colección de relatos?, ¿por qué los escribió?

Tengo un temor profundo: las profesiones de Julián David lo han obligado a viajar, y en los relatos en los cuales hay un supuesto Julián percibo una profunda carga de incredulidad y desencanto de las cosas y de las personas. Pero también hay algunos relatos que son mucho más ficcionales. Mishima decía que a la mirada de las cosas solo la escritura la podía exorcizar en su verdadera esencia.

Escribe Kapuscinski: “Al fin y al cabo, el viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta ni acaba cuando alcanzamos el destino”. Segunda pregunta: ¿Julián David escribe en el momento del viaje o se toma su tiempo y escribe posts?

Con Veinte viajes Julián David Correa ha tomado un riesgo: mezclar géneros. Para mí esto está muy bien logrado. Me gusta. Entre el relato de Belfast y su Bogotá de la séptima hay un encanto en la variación. Tercera pregunta: ¿Qué habrán pensado de ese riesgo sus editores?

Quisiera recordar algunos de estos relatos: me gusta mucho esa Cuba de “Un encuentro”, que se nos revela mediante una historia tan caótica y tan contraria a la de “Die Stolpersteine”, un Chile ordenado que no es capaz de reconocer a sus muertos. Me parece que uno de los escritos más bellos y mejor logrados es “El río del ahogado”, aquel donde Julián David lleva a cabo la descripción de una Guadalajara un poco menos triunfadora que en las crónicas de turismo. Vale la pena leer este libro, estos Veinte viajes de Julián David Correa, antes de visitar esas ciudades. Este libro es una guía de viajes ligeramente triste.

Marta Gellhorn dice que el único aspecto de nuestros viajes que tiene público garantizado es el desastre. Los libros de viajeros están desapareciendo un poco y, sin embargo, son muy poderosos. Contar una historia ubicada espacialmente es un ejercicio muy particular que en el caso del libro de Julián David se ve complementado por la presencia de fotos. Y esas fotos son complejas, pues son piezas en sí mismas de una belleza muy particular.

¿Por qué escribir un libro como este? Una primera pista la da Julián David al comienzo de sus Veinte viajes con la cita de la película Blade Runner: “All those moments will be lost in time, like tears in rain.” (“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como las lágrimas en la lluvia”). Julián David escribe para exorcizar lo que ve cada día y para que todos sepan que él ha sido varios. Julián David escribe para no olvidar, para atrapar la belleza que encontró en medio del desencanto.


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