Partir para hacer la América

Partir para hacer la América

21 de febrero de 2021 I Por: María Cristina Restrepo I En: Generación El Colombiano

La novela, de especial interés en esos tiempos de desplazamientos y migraciones en el mundo, tiene la virtud de atrapar el interés del lector desde las primeras páginas. Se trata de una saga familiar que por el tono, por el conocimiento del asunto y por los nombres de los personajes, hace pensar en componentes autobiográficos. El relato comienza cuando Bruno, un adolescente del Sur de Italia, mal estudiante, cercado por la pobreza repartida entre varios hermanos, angustiado ante el hermetismo del padre y tristeza de la madre, decide buscar un mejor futuro en América, ese lugar mítico que imagina poblado de altos rascacielos, embellecido por la promesa de riquezas fácilmente alcanzables. Y es que algunos compatriotas han regresado al cabo de los años con los bolsillos llenos, rodeados por un halo de respetabilidad, no solo por haberse sobrepuesto a las penurias, sino por el coraje para desafiar los mares, no temerle a la soledad ni a lo desconocido, por la implícita confianza en sí mismos al momento de abordar una aventura sin saber cómo terminará.

Luego de pasar unos días en Puerto Colombia, en casa de un rico pariente, también exiliado, Bruno sale hacia una pequeña ciudad en el interior del país, donde trabajará como vendedor de telas. Está dispuesto a fare l’America, a hacer la América, es decir, a triunfar sobre lo que pueda sobrevenirle, a crear una familia y a conquistar una nueva patria. Su fijación con las posibilidades que puede brindar el mundo americano recuerda la novela de Carlo Levi, Cristo se detuvo en Éboli. En ella, los habitantes de un pueblo miserable del Sur de Italia, también, donde el autor está confinado por orden de Mussolini, cuelgan de las paredes de sus viviendas una fotografía del Papa y a su lado, otra de Franklin Roosevelt. Ambas figuras, el representante de Dios en la tierra, y el presidente norteamericano, son objeto de la misma reverencia, pues de cada uno se espera el milagro que cambiará la existencia conocida por una mejor.

Es innegable que la autora de esta novela conoce bien los sentimientos que acompañan al desterrado en ese territorio que deberá conquistar sin saber si cuenta con las herramientas para hacerlo. Es tal la veracidad de su escritura, la sensibilidad para contar la manera como se va desenvolviendo la vida, que la fuerza del temor, de la nostalgia, la amargura de la soledad cuando a nadie se conoce, que todo, desde las costumbres, los alimentos, hasta la lengua, se vive a la par con el protagonista. Es así como Bruno, el primero, mas no el único narrador, pues la novela cuenta con varias voces que se van alternando, aparenta despojarse de su primera identidad para hacerse reconocer por una nueva, esa que se irá labrando a medida que aprende una palabra, que es capaz de nombrar y saborear una fruta antes desconocida, hasta crear un nuevo tejido de relaciones, de posibilidades laborales, familiares y espirituales.

El triunfo sobre los obstáculos que podrían haber impedido que esto ocurriera se ven representados de diversas maneras, pero de forma especial en la música y la gastronomía. De la cumbia a la tarantella, de los paisajes tropicales a las ruinas de un castillo en un promontorio frente al mar. Un desterrado italiano ya no lo es tanto cuando puede alternar un plato típico colombiano con uno de pasta, cuando al arroz blanco puede agregarle un poco de salsa de tomate y queso parmesano. Así se fusionan ambas culturas, de esa manera se enriquecen. Al cabo del tiempo aparece otra con elementos de aquí y de allá. Entonces se habrá hecho la simbiosis entre el ayer y el hoy, y el desterrado podrá liberarse de las ataduras del viejo continente para pensar que, de verdad, está haciendo la América.

A medida que Bruno le cede la voz a su mujer, a su suegra, más adelante a su hija, a su madre, el destierro deja de pertenecer a los espacios geográficos para abarcar universos interiores, profundos, incluso más que el océano que debe surcar tantas veces. Entran en juego el desamor, la distancia entre los seres humanos a pesar de los lazos de la sangre, o de las promesas proferidas. En la novela cada cual se debate con su condición de desterrado, incluso los que no han partido. Algunos podrán lograrlo de manera admirable, aceptando componentes de sus dos mundos, embelleciendo la vida con la posibilidad de ser tanto de un lado o del otro, venciendo, o bien entregándose a sus demonios interiores.

Cabe resaltar la belleza de las frases con la cuales Lucía Donadío va recreando la vida exterior de Bruno y sus relaciones, y aquella otra, más compleja, de su ser interior, la de Elisa, la de Isabella, la del padre, la de Aurora. A veces sus frases pueden leerse como un aforismo, como una pequeña sentencia, como un poema en prosa, siempre con deleite. Lo cual no significa que el lector no deba poner algo más de su parte. Al contrario. Mucho del encanto de esta novela se debe al esfuerzo que se le exige, a la atención que debe prestar para participar del proceso creativo. Este mundo de desterrados y de gentes que retornan a sus paisajes exteriores o a sus verdades internas, no permite distracciones, ni olvidos. El libro invita a ser un complemento al trabajo de la autora, y a la propuesta de permitir los múltiples desenlaces. El lector podrá elegir entre las narraciones aquella que pueda llevarlo más lejos, invitarlo a hacer algún descubrimiento, tal como lo hacen los personajes creados por Lucía Donadío, capaces de exiliarse incluso dentro de su mismo entorno.

La cualidad común a las historias representadas en esta hermosa novela, es la fugacidad de lo existente. Los personajes pueden sorprenderse al comprobar lo fácil que se desvanece la importancia de ese sueño tan duramente logrado, la rapidez con la cual están dispuestos a abandonarlo por otro mejor, la velocidad con la cual las vidas se deslizan de un ciclo a otro, la presteza para olvidar de manera voluntaria o involuntaria un afecto, una afición. La vida de los exiliados italianos, y la de los colombianos desterrados, está llena de posibilidades, plagada de sorpresas que pueden traer consigo la felicidad o la desdicha, también ellas transitorias.

El Adiós al mar del destierro cierra hábilmente el ciclo de partidas, de caminos perdidos y otros encontrados, de despedidas, de regresos, describiendo una amplia parábola en la cual el comienzo y el final se abrazan.

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