Óscar Hernández: la sonrisa del poema

Óscar Hernández: la sonrisa del poema

“Colombia es un país donde todos somos iguales, aunque hay unos más iguales que otros”, se dice por ahí, irónicamente, para significar que, pese a la demagogia de las frases hechas, en este caso la desigualdad está “vivita y coliando”.

Lo anterior viene a cuento porque el poeta Óscar Hernández Monsalve, autor de una obra relativamente extensa en los géneros de poesía, cuento, novela, reportaje y artículos de prensa, y con no pocas páginas memorables en ese conjunto, nunca tuvo trascendencia nacional; muy poco (o nada) se le mencionó en los círculos literarios del país. Y no conozco una antología (tal vez en alguna de las que hizo Rogelio Echavarría) de poesía colombiana donde se le incluya. Un escritor inexistente, inmerecidamente, fuera de Antioquia.

Es probable que a la crítica del país y a los antólogos les hubiera parecido un poeta muy local, de palabras muy comunes y corrientes y muy coloquiales (lo mismo que ocurrió con Tomás Carrasquilla, por ejemplo, y por poco con Fernando González). Aunque otros artistas y otros escritores hayan reconocido su importancia y hayan sido amigos suyos, como el propio Fernando González, Dora Ramírez, Carlos Castro Saavedra, Manuel Mejía Vallejo, Fernando Botero, Fernando Charry Lara, Juan Manuel Roca, Lucía Donadío, Santiago Mutis y Jairo Morales, entre otros.

Menos mal que Hernández Monsalve (Medellín, 1925-2017) tenía magnífico humor y con gran bonhomía le restaba importancia a ese desconocimiento. Nunca le importó la trascendencia y el deslumbramiento. Nunca creyó en los premios y los reconocimientos, aunque recibió algunos. Creyó, con razón, que todo eso era superfluo ante la obra misma, ante lo que realmente significaba la creación. Y era un gran crítico de la realidad que lo circundaba. Basta leer sus columnas periodísticas donde se ocupaba, con excelente humor, de la cotidianidad, de las noticias “trascendentales”. O en las contadas entrevistas que concedía, donde se despachaba contra las “ofensas de la realidad”.

Se desempeñó en varios oficios, como quien baila muy bien y se le mide gustoso al ritmo y a las parejas que vengan. Fue libretista, actor de televisión y de cine, boxeador, tangófilo, futbolista, fundador y director de varios medios, traductor, imprentero, columnista de prensa, escritor. En poesía es el autor de un libro, Las contadas palabras, de 1958, que es como un clásico de las letras de nuestra región (en el resto del país es posible que conozcan ese título, pero el libro, seguro, no se conoce). Y ese poema, que le da título al libro, es como un ABC de toda su poesía y de toda su literatura, a decir verdad. “[…] conocemos apenas muy contadas palabras, / sabemos dos o tres o cuatro… / hombre, caballo, alambre, arroz. / Que digan los poetas: / Atardecer, crepúsculo, navío; / nosotros no entendemos más que cuatro palabras, / la última es arroz. […]”. No conoció las poses de escritor (aunque su elegancia era singular) y por eso su decir era elemental, como el de Castro Saavedra, como el de Neruda, tal vez como el de César Vallejo, a quien leyó y a quien escribió un bello poema.

Sus libros fueron publicados por editoriales independientes (Sílaba editó varios de sus títulos), por la Imprenta Departamental de Antioquia, por la Universidad Nacional de Colombia, por la Universidad Externado de Colombia. Y poco más, aunque no menos importante, porque en algunas ocasiones él mismo armaba sus libros y se los entregaba en la mano a sus amigos. Artesanía impagab
Fernando González dijo que “Óscar Hernández es como casa sin puertas y por eso vive en él la realidad, la vida”. Y por eso no es importante que, cuando murió, casi no fue noticia (ni para los medios ni para otros escritores) que hubiera muerto uno de los poetas más importantes de Antioquia y del país. Es probable que ellos se ocupen de asuntos más trascendentales y de otras famas. Pero en él vive “la realidad y la vida”, qué duda cabe.

Las contadas palabras

Escribe, hermano, escribe
para que hagamos un poema,
pero ha de ser escrito con las manos,
con nuestras manos de hombre.
¿Y por qué así un poema, con tan pocas palabras?
Porque todas las cosas deben hacerse así,
como Dios hizo el mundo,
con su fe, con sus ojos y con su voluntad.
Además, conocemos apenas muy contadas palabras,
sabemos dos o tres o cuatro…
hombre, caballo, alambre, arroz.
Que digan los poetas:
atardecer, crepúsculo, navío;
nosotros no entendemos más que cuatro palabras,
la última es arroz.
Hay que escribir para los hombres,
para el ladrón y para el santo.
Los hombres del mundo dicen sencillamente:
hombre, caballo, alambre, arroz.
Que este poema, hermano,
sea claro a los ojos de los que no comprenden:
atardecer, crepúsculo, navío.
Y es que todos los hombres, iguales a nosotros
entienden solamente:
hombre, caballo, alambre, arroz.
Desde la humilde esquina de mi casa
mi mano grande dice adiós
y se mueve en el aire para todos.
Decid conmigo, amigos:
hombre, caballo, alambre, arroz.