La vida secreta de los perros infieles

La vida secreta de los perros infieles

1 de julio de 2021. Por: Darío Ruiz.
En La mecánica celeste.

Fernando Cruz Kronfly:

No hay infidelidad, solo afición sinfónica.

No existe la mentira sino la imaginación.

No hay traición, sólo misterio.

No hay engaño sino agonía.

Uldarico sabe que no puede regresar a casa en el estado en que las circunstancias lo han dejado. Exhausto de vida secreta, revivido. En la euforia de haber amado hasta casi tragarse la cabellera de aquella muchacha, que por momentos se presentó a oscurecer la luz de los espejos del cuarto. Que, si no fuera por ella, para siempre se la habría dado. Te regalo lo mejor de mi pelo, le habría dicho, pero a estas alturas nada parecía posible. Hundido, no sabe qué hacer. Encendida, Manzana la Tucupita aún permanece como canoa de marfil encallada en bancos de lodo. Cada vez más lejanas, las sábanas, cada vez más lavables. La chica mujer extendida como un segundo madero caoba, sometida al viento que rueda de filo en el delta y copia su sombra. Sustancia de arena que insiste en cubrir las casacas de los cangrejos, pero que huye espantada. Que traga por lenguas espinazos de mojarras ya limpios de carnes. Pero Uldarico anda en el temblor de volver a casa, de despedirse de aquella cabellera que hasta pasados instantes amó. Cuanto antes mejor. Ella también reconoce que debe regresar a casa corriendo, pero a diferencia de él no demuestra su afán. Son los hombres quienes deben confesar sus afanes, porque para las mujeres los relojes son solo joyas preciosas. Tucupita se niega a mirar el reloj y vive ahora en un tiempo que, por sí mismo y de puro éxtasis, podría parecer suficiente.

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Como en Fabella, en La Ceremonia de la soledad o en su magistral Destierro, a Fernando Cruz Kronfly le interesa en esta novela seguir ubicando a la saga de sus personajes frente a situaciones existenciales límite. En la cárcel de los celos o en las tierras pantanosas de la infidelidad, los personajes se enfrentan a aquel exasperado universo personal, descrito desde Shakespeare hasta Mauriac como algo capaz de destruir, de arrasar, de llevar a la violencia, pues ante ello no hay terapia alguna, y no existe justificación psicoanalítica que pueda explicarlo racionalmente y menos justificarlo. Como el cáncer, la infidelidad está oculta en el organismo y se hace presente cuando confluyen irracionalidades que se mantuvieron latentes hasta que estallara en el momento debido.

El lenguaje en este libro no es el del nihilismo, porque aquí el goce niega la expiación, el cristiano sentimiento de culpa, la bilis del arrepentimiento, el puritanismo leninista. Es ante todo la verificación de una situación existencial donde la carnalidad certifica la falsedad del mandamiento y lo abstracto de la norma que pretende poner coto al deseo, cuando surge y se derrama gloriosamente. Aquí no hay angustia sino procacidad abierta, exultación, inmersión en un escenario particular que huele a jabón de motel, a almohada transitoria. A la manera de una conversación en voz alta los personajes cuentan sus vidas, con sus ritmos particulares, con el tono de la exasperación de quien reclama otro orden amoroso y por lo tanto otro lenguaje. El estilo se adentra sin temor en los húmedos pliegues a donde nos conduce el deseo.

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