Muestras del Diablo

El inesperado padrastro del liberalismo.

3 de agosto de 2020. Por: Ernesto Gómez-Mendoza.
En Boletín cultural y bibliográfico del Banco de la República 54(98), 202-203. .

Quien lee este libro lo hace arrullado por la cantilena del “sabbat”. El convite de brujas y demonios es evocado varias veces, las parejas bailan espalda contra espalda desde la medianoche hasta el canto del gallo, en parajes seleccionados por su vecindad a un cruce de caminos. Otro ritual que Muestras del Diablo desempolva del sótano de la historia es la hoguera en que arde la bruja condenada por el tribunal. “Empiezan a nacer en Europa las flores siniestras de las hogueras”, dice el texto en su recuento de “gentes engañosas”; es un ensayo lleno de humo, una hoguera en la cual su autor, Pedro Gómez Valderrama, exorciza el significado cultural de la hechicería.

El estudio de la hechicería se justifica: en los avatares de la hechicería y su persecución de siglos se moldeó la ideología liberal. Dicho de otra manera: el oscurantismo y la arbitrariedad en proceso dialéctico provocaron el liberalismo. En este marco se entiende mejor la necesidad de los papas de condenar la ideología liberal que una vez en pie fue asimilada en todas las esquinas de Occidente. En Muestras del Diablo el concepto viene en muchas fórmulas. Un ejemplo: “El diablo tiene mucho que ver con la libertad. En el fondo Satanás es un modo de buscar la libertad frente al dogma severo de la religión […] va naciendo, por medio de su negación, la libertad” (p. 128).

Gómez Valderrama alude a la danza en círculo celebrada en el cónclave de brujas y brujos. También traza círculos reiterando su motivo más depurado, el de la unión de los contrarios, libertad y arbitrariedad, en esta interpretación de las malas artes o magia negra. El abordaje de la brujería, con un travieso racionalismo, constituyó un claro anticlímax en la época en que apareció el libro; en los años cincuenta del siglo pasado la presunción general era que se transitaba por una era nacida de la Ilustración, dócil a los envites de la razón. Nada menos relevante que los pactos con el demonio o los poderes que este concedía. De modo que Muestras del Diablo ha debido entrar en escena envuelto en el defecto de esoterismo. Más esotérico, sin embargo, era su aparato formal, en un país con poca cultura del ensayo. Es un ensayo que en su exposición densa y en sus figuras retóricas desinhibidas, pero sujetas a un sistema, evoca la vivacidad de un Nietzsche en su comprimir de siglos y en su crítica de las representaciones ideológicas. En el tiempo que ha transcurrido desde entonces, gracias al progreso de la literatura y las ciencias sociales, el ensayo de Gómez Valderrama ha ampliado su público, que inicialmente fue reducido, debido a que en Colombia no se producía esta clase de ensayo sino variedades menos ambiciosas.

Es ensayo en tríptico. La primera parte se titula “Consideración de brujas y otras gentes engañosas”. Agota el tema de la contradicción entre libertad y represión (oscurantismo), así como la unión dialéctica de estos dos contrarios, superadas en el liberalismo garantista que subsiste en la actualidad. En esta parte el autor aparece embelesado por la idea de que la hechicería o brujería parió este sistema liberal. En las quemas de brujas y hechiceros las cenizas fertilizaron el terreno para el brote de la libertad.

Segunda parte, “En el reino de Buzirago”. El demonio finalmente cruza el mar; el medio que le espera en la otra orilla, en América, es propicio: “[…] el paisaje de la brujería criolla, que nace de las sentinas de los navíos negreros y de las ruinas de los ídolos aborígenes, es tan grandioso como el de la brujería de Europa” (p. 72). En el fresco que plasma Gómez Valderrama de la historia del Tribunal de la Santa Inquisición con sede en Cartagena de Indias, las brujas, más que todo, solicitan a su diablo amores y placeres; las más atrevidas quieren un pedazo del poder político. Casi todas las brujerías fluyen hacia un desenlace picaresco. “El diablo de la concupiscencia es el que con más ahínco clava sus garras en estas tierras calientes” (p. 74).

Juan de Mañozca es el inquisidor que deja mayor huella. Su caso cumbre, el de Lorenza de Acereto. En su proceso el fiscal dice que “ha cometido delitos contra nuestra Santa Fe Católica haciendo hechizos, usando de cosas supersticiosas, mezclando con ellos cosas sagradas con profanas, con invocación de demonios y procurando saber las cosas futuras […]” (p. 84).

Finalmente la tercera parte del libro, bajo el título “El engañado”. Gómez Valderrama despliega su talento para resaltar el hilo que enlaza hechos, instituciones e imaginarios, y encuadra la última muestra del diablo, la que corona las anteriores. En el fondo, el engañado es el hombre común de cualquier época, a quien los poderes fácticos enseñan demonios y monstruos para que, sumido en el temor, no se atreva a ejercer la libertad.

A los 60 años de su primera edición, Sílaba Editores presenta oportunamente una nueva, prologada por el reconocido escritor y profesor Pablo Montoya. El paso del tiempo ha respetado el trabajo de Pedro Gómez Valderrama; el libro sigue relevante, sugerente, intelectualmente estimulante.

Muestras del Diablo, dentro de una interpretación alterna, hace parte de la bibliografía colombiana de la hechicería. A pocos años de su aparición, Germán Espinosa publicó Los cortejos del diablo, novela corta en que reencontramos al inquisidor Juan de Mañozca. Con lograda forma barroca, Espinosa recrea la mente distorsionada del némesis de las brujas del Caribe: el celo del inquisidor brota de un venero de parafilias y perversiones. En las sucesivas compilaciones de sus cuentos, Gómez Valderrama retomó el tema con toque de maestro imaginero. Tampoco García Márquez evadió al diablo: su actividad es notoria en la novela corta Del amor y otros demonios. En típico artefacto, en su mejor estilo, Gustavo Álvarez Gardeazábal nos presenta una hechicera en la novela El Divino. En los años cuarenta, brujas y auxiliares suyos asomaron en La marquesa de Yolombó, de Tomás Carrasquilla, y en algún cuento de José Félix Fuenmayor. La figura no faltó en el terreno de la crónica periodística de gran formato, con La bruja, escrita por Germán Castro Caycedo en los años ochenta.