El dolor está ahí, como dormido.

El dolor está ahí, como dormido.

Mayo de 2023. Por: G. Leonardo Gómez Marín. En: Cuevabonita, blog.

Entre noticias con gran despliegue y «tuiticias» de pocos caracteres que hablan de las verdades que afloran en declaraciones de militares y paramilitares, vuelvo a Camposanto de Marcela Villegas, publicada por Sílaba Editores en el 2018. Esta novela corta, distribuida en veintinueve capítulos que ocupan poco más de un centenar de páginas, es tal vez uno de los relatos que más me ha inquietado durante mis últimas lecturas. Si bien en otros momentos he podido apreciar con detenimiento el trabajo fotográfico de tragedias como la de El Salado, en el bello y doloroso libro Postales desde El Salado o los relatos de víctimas que a bien han podido recuperar la profesora Patricia Nieto y Jesús Abad Colorado en diferentes publicaciones, esta novela cumple con una de las máximas artísticas y es que así como lo más importante de un cuadro es «lo que no se ve», en un texto cobra mayor relevancia «lo que no se dice».

Y es que uno de los temas que determinan el eje argumental de la historia no podrían tener mayor peso para el contexto actual del país, donde persiste el absurdo propósito de «defenestrar» los ideales de una paz total o de una paz imperfecta que permita avanzar en el acuerdo promovido y firmado en el 2018. De nuevo parece cobrar cada vez más fuerza la idea de sembrar más muertos, de seguir habitanto un país enfermo que prefiere dejarse auscultar por el médico forense antes que hablar con el psicólogo.

Lo primero que habría que decir sobre Camposanto es que si bien se trata de un texto breve, los principales elementos que conforman la narración (personajes, argumento y punto de vista) están tan bien escogidos que resultan suficientes para pintar con muy pocas pinceladas el momento histórico de Colombia. En un tono íntimo, casi como un susurro, nos situamos entre la historia de Amalia, antropóloga forense experta en reconocimiento de cadáveres hallados en fosas comunes y Elena o «Mayita», su madre, una lúcida curadora de arte que a sus sesenta años ingresa lenta y dolorosamente al abismo del alzheimer. Si bien se develan algunos personajes secundarios, es la voz de estas mujeres la que lleva el relato, como reafirmando aquella sentencia trágica de que a lo largo de la historia han sido (¿serán?) las mujeres las encargadas de lavar y velar los muertos de la guerra.

El segundo elemento que revela la fuerza de la historia es precisamente el de la memoria, tanto en el drama individual de quien padece una enfermedad degenerativa como en el coro de voces e historias conexas de los miles de desaparecidos y el drama que ha representado y aún hoy representa su búsqueda. En ese plano, narrar la enfermedad de la memoria es no solo una perspectiva literaria inagotable que permite ahondar en la constatación de que el amor no es suficiente para acompañar a quienes con el paso de los días se hunden en las sombras, es también la conversación que entabla la literatura con la vida para cuestionar el relato burdo, y a veces simplista o de espectáculo amarillista, derivado de declaraciones como las de Salvatore Mancuso y otros tantos actores que han sido escuchados por la Justicia Especial para la Paz – JEP.

En ese sentido, durante la lectura de la novela surgen preguntas que van más allá del hecho noticioso y ponen sobre la mesa preceptos sociales como «el deber» en cabeza de un personaje que a pesar de los doce años transcurridos desde que dirigió una cuadrilla de hombres armados, recuerda con exactitud dónde están los cuerpos de sus víctimas y coopera con la justicia para quitarse de encima un par de años de cárcel. «Lo hace por eso que llamamos el sentido del deber», dice Amalia en una de sus reflexiones y continúa, «el mismo deber que usó cuando los sacó de su casa para matarlos a machetazo limpio con el fin de ahorrar municiones y cumplir la exigencia del asesino jefe de ensartar la cabeza de uno de ellos en un poste». Es, como dijimos antes, un texto que no solo recrea la realidad sino que además la cuestiona y le propone preguntas que deben hacer resistencia a los nuevos vientos de guerra que se adivinan por el ondear agitado de las banderas.

Un elemento que conecta de forma acertada los ejes narrativos de ambos hilos argumentales está asociado al fragmento de epígrafe en el que se cita a Mark Strand con aquello de que «Yo me muevo para mantener las cosas completas». Pues si bien tanto para el enfermo de alzheimer como para los familiares de los desaparecidos nunca es posible reconstruir el orden que tuvieron en su vida, antes de que aparecieran la guerra o la enferemedad, se pierde el juicio más no la voluntad y el espíritu se resiste a creer que todo va a pasar rápido porque solo se trató de un mal sueño. En ese sentido, la novela hace énfasis en imágenes de dispersión con alusiones directas al «¿Cómo se celebra el velorio de un vivo que se muere a pedazos?» que percibe la realidad como un enjambre de avispas o el caminar sobre un reguero de vidrios, uno de los pequeños desastres cotidianos que todos hemos experimentado y, finalmente, la culpa que expresa Amalia en su rol de forense porque «desearía poder usar una superficie diferente para secar sus huesos y no este reguero de noticias tristes» aludiendo al lote de periódicos que se ve obligada a utilizar en su laboratorio, aquel lugar que alguna vez fuera un hospital mental y en el que ahora nadie podría ser feliz, asfixiado por los montones de una cosecha de huesos que parace no acabar nunca.

Camposanto es pues una novela de una honestidad brutal, inquebrantable, que no busca sofismas ni evasiones al hablar abiertamente del dolor. Las expresiones «Aquí no decimos mentiras» y «Aquí nadie se va a vomitar» dichas por Elena, la madre racional e intransigente, parecen un mantra que ayuda a sobrellevar las alusiones continuas a la manipulación de huesos y a ese horror que se desata cuanto Amalia excava en medio de la lluvia, el agua anega la fosa y todo se convierte en un mazacote.

Son conmovedoras las escenas en las que su madre «empezó a llorar suavecito» y su hija se extraña por que Elena nunca lloraba, y en medio de la enfermedad su llanto era ahora tan digno, tan compuesto, que terminó por ablandar su carácter. Y no tanto porque la de su madre fuese una mirada de enojo ni de tristeza, sino porque sus ojos estaban «vacíos de expresión, como los de un pájaro». Hay en ese gesto y en esa alusión al vacío una aproximación a esa especie de yerro de la memoria que esta la culpa, no solo cuando habla de los enfermos de alzhéimer que sufren porque los demás hablan de ellos en tercera persona o en pasado, es también la culpa por un conflicto que como sociedad aún no reconocemos y cuyo recuerdo visual nos resulta cada vez más distante. «¿Cómo saber cuál es el paso siguiente si no recuerda el anterior?» se pregunta Elena mientras oye la risa de Amalia cuando era bebé y está dispuesta a olvidar todos los sonidos del mundo a cambio de ese único sonido.

Finalmente, al describir la etapa terminal de Elena en una bella escena junto a unos sitecueros y luego de relatar la búsqueda que ha dado una madre por su hijo desaparecido en medio del conflicto, la novela deja una ventana abierta alrededor del perdón; un perdón visto con recelo porque indudablemente se desconfía del relato de la memoria y es únicamente desde la experiencia vital que se puede construir ese amor terco y ciego que ayuda a sobrellevar el dolor hasta el punto en el que él mismo nos advierta de sus límites.

Volver a esta lectura de hace unos meses me hace pensar que aunque por momentos se olvide «el dolor está ahí, como dormido» y será necesario repetirnos hasta el cansancio, con la rutinas que adoptan los enfermos de alzheimer escribiendo notas y recordatorios en los objetos que podemos renunciar a cualquier sonido, incluyendo el de las balas, pero jamás podemos olvidar la risa de nuestros niños.

Amanecerá y veremos.


Para leer más reseñas como esta visita la página https://cuevabonita.wordpress.com/2023/05/21/el-dolor-esta-ahi-como-dormido/?fbclid=IwAR352ZVDBl3k-c14BGPPAFJHkM7dy5__QqsejUZAqxIzCzLbsRJ4CK3whiA

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