Luis Jaime Cortez, Jorge Bustamante. Las calles de las ciudades ajenas

Luis Jaime Cortez, Jorge Bustamante. Las calles de las ciudades ajenas

31 de octubre 2018. Por: Luis Jaime Cortéz.
En La Otra.

Músico y escritor, Luis Jaime aborda la primera novela del colombomexicano Jorge Bustamante: Las calles de la ciudades ajenas. Al mismo tiempo, el autor nos brinda un fragmento de su obra en la que reaparece la ex Unión Soviética y la violencia colombiana.

Las calles de las ciudades ajenas

Las cosas sólo vividas se esfuman sin la tinta

Luis Jaime Cortéz*

Cuando Jorge Bustamante me contó que escribía una novela, me llené de curiosidad, pues tengo bien arraigado el prejuicio de que rara vez funciona la narrativa de un poeta. Los poetas se entretienen en cosas más densas y minuciosas, cuando menos en apariencia. E incluso hay los poetas que se declaran enemigos de la novela. Por ejemplo, Paul Valery, autor de la famosa crítica en la que resume el uso del lenguaje de la novela a aquello de “la condesa salió a las cuatro”. O más cercanamente, Octavio Paz, que ignoró completamente, al menos hasta sus últimos años, toda forma narrativa, a la que consideraba incluso una de las posibilidades de la incultura (y hay que reconocerlo, en muchos casos tenía razón).

Pero además hay los géneros mixtos, o metamorfósicos, poemas que tienen delirio de narración o narraciones que tienen densidad de poema (como La muerte de Virgilio, de Broch). ¿Qué novela estaría concibiendo Bustamante? Mi curiosidad era extrema. Aposté porque sería un trabajo de lenta filigrana, una plena novela de poeta. Aunque pensé también en el otro poeta novelista, Álvaro Mutis, que saltó a la prosa con una madurez repentina que no requirió ejercicios propedéuticos. De pronto surgió el narrador que había estado agazapado entre la orfebrería poética.

Ese es el caso de Jorge. Pero me adelanto. Durante el proceso, tuve vagas esperanzas de que me mostrara algún fragmento, pero no. Al contrario, se volvió huraño con su criatura. Cada vez que le pregunté, despachó el asunto con rapidez sospechosa. Creí incluso que las dificultades ajenas a su oficio probado podrían haberle amedrentado. Así que me sorprendí intensamente cuando me dio la noticia de que había aparecido el libro, y me apresuré entonces a conseguirlo y a leer a mi nuevo amigo. Quiero decir, mi amigo Jorge el poeta ya era mi amigo, pero Jorge el novelista era otro, por completo distinto. Desconocido y lleno de secretos y sorpresas. ¿O me engañó con tal acierto su novela que me lo creí todo?

Tuve el libro en mis manos varios días, saboreándolo sin emprender la lectura, sólo atento a su dimensión de objeto. Bien impreso, bien encuadernado, breve, prometía un viaje de lector, y los viajes de lectura suelen ser más intensos que los otros. Pensé largamente en la foto de portada. No resistí y fui a la página legal, para leer que se trata de una calle de la ciudad de Ebaluga, República de Tartaristán, al sur de Rusia. Se agrega el dato de que ahí murió Marina Tsvietáieva en 1941. La foto fue tomada por la gran traductora del ruso Selma Ancira, quien la cedió amablemente para la portada del libro de su colega. Pensé que era no sólo un homenaje sino una clave del tono y del tema. Esa foto era la primera calle de una ciudad ajena, el primer signo.

Así que empecé. Jorge otorgaba consistencia con su libro a una imaginación de mis tiempos juveniles, en la que Morelia respiraba con la saudade de Dublín o Lisboa. Al tener su libro en mis manos pensé que Morelia era un lugar mejor, más rico y misterioso, porque una novela de esta calidad fue escrita aquí. Para encender mi imaginario que hermana Morelia y Dublín debe haber escritores verdaderos vagando anónimamente por las calles. Y Jorge apareció en la ciudad para cumplir ese papel, junto a un puñado de otros. Un escritor de verdad que, por ser de verdad, no tiene tiempo ni ánimo de andar en las farándulas de sabios, ni para construir con relaciones un prestigio artificioso. Parece recién salido de la pluma de Joyce, bien diseñado para echarse a andar por las centenarias calles de Morelia. Pero cargando un bagaje ruso, con la melancolía rusa de la era soviética, la melancolía gris de un modernismo viejo, que es otra forma de la melancolía.

Leí los primeros párrafos. Sin duda, era prosa. El poeta, por fortuna para la novela, se había esfumado. Me encontré incluso con cierto titubeo inicial, como de algo tratando de entrar en sus rieles, que me desconcertó un poco, pero que a la luz del final me parece muy buena idea. Ese titubeo otorga credibilidad y naturalidad. Hace que el fluir de las palabras sea verosímil. Y lo verosímil, según Platón, es la antesala de la persuasión. Cuando un narrador nos persuade, estamos en sus manos. Y eso logra el relato de Jorge. Se me olvidó el poeta. Casi no aparece, salvo en momentos muy afortunados. Por ejemplo, cuando describe: “era un silencio extraño, como cargado de palabras”. O cuando, en el barullo del aeropuerto, olvida despedirse de su madre y de pronto la ve a lo lejos, sin posibilidad de regresar, y escribe: “Nunca había visto ni volvería a ver un rostro más triste. Sus ojos, amarillos y nublados, parecían flotar en el espacio imposible de esa tarde y me decían adiós con un lenguaje definitivo y sabio”. Dicho de otra forma, el poeta está, pero en el reverso, en el cuarto de máquinas, haciendo que los efectos dramáticos ocurran.

Pero quizás cometo un error: ¿habla ahí Jorge de su madre, o el que habla es Eddy, el protagonista narrador? ¿Jorge es Eddy, o Eddy solamente toma algo prestado de Jorge para ser él mismo?

En la contraportada, mientras dilataba el inicio, leí que se trata de unas memorias. Pero creo que se trata de otra cosa. Son unas memorias mentirosas, como todo en la memoria. Pero veamos: el que escribe memorias se compromete de algún modo a decir la verdad, y ese es su modo de mentir. En cambio, el novelista se compromete a inventarlo todo, y es ese su modo de decir la verdad. Jorge procede, a mi juicio, como novelista, pero en su primera novela debe, como la mayoría, hacer un corte de caja de sus recuerdos. Es como el negativo de unas memorias, lo que se dice sirve apenas para configurar el blanco de lo no dicho. Lo menciona en algún lugar: “Pero ese punto final era solo para lo que quise contar, lo demás, lo que callé, era quizás en ese mismo instante lo más importante”.

Una novela con retazos de autobiografía, o una autobiografía que se esconde en la ficción. El personaje es colombiano, estudió en la URSS, es apasionado de los poetas rusos, estudia geología… pero se llama ¡Eddy! Iba a agregar: es mujeriego, pero en ese caso estaría hablando sólo de Eddy y no de Jorge. Porque, además, eso de hacer unas memorias que son pero que no son es un invento buenísimo. Puede darle a uno el remedio a muchas cosas. Me imagino la escena en casa, con el reclamo de lo leído, cuando tu pareja te dice, ¿y esa fulana? Y uno puede responder tranquilamente: no, ese es un cuento de Eddy. Lo que pasa es que empiezo a escribir y me dejo llevar por la pluma, porque ya ves cómo son los personajes, imponen su voluntad sin consultarte.

Las calles de las ciudades ajenas es un homenaje múltiple: a las felicidades idas ya de la juventud primera, al momento de la guerra fría (cuando llegamos a creer que el mundo tenía alguna solución), a las mujeres, que son como apariciones de la verdad, a las lecturas de libros hechos de la materia más trágica (los rusos lograron destilar el elixir de lo terrible). Un homenaje a la música oída, al arte visto, a los paisajes recónditos que son sólo accesibles a los geólogos. Un homenaje a la escritura. Porque, dice, “las cosas que le suceden a uno son las que se escriben”. Las cosas sólo vividas se esfuman sin la tinta. Y las cosas imaginadas o soñadas adquieren fuerza de realidad a partir de la magia de las palabras. Por ello, dice el narrador: “Tenía que volver a inventar lo olvidado”.

La geología no podía faltar en ese ajuste de cuentas, esa disciplina que parece tan lejana de la poesía y del lenguaje, a la que Jorge llegó probablemente por una especie de accidente, pero que lo formó y le dio esa especie de paz sin tiempo que le rodea. Tenía que rendir homenaje también a ella, y lo hace: “¡Ah, la geología! La geología permite leer de otra manera lo que no habíamos tocado todavía (…) La historia no sólo de la tierra, sino de los planetas, las estrellas y todo el universo es la representación de la tan anhelada e inalcanzable novela total.”

Es hermosa cosa. El geólogo lee la novela total, donde los demás podríamos ver apenas unas sucias piedras. “Leer un afloramiento así es traducirlo”. En las prácticas había que ver, y luego pasar a palabras lo visto: “Aprendimos a poner sobre un papel nuestra lectura de las rocas”. Un geólogo es un maestro de la profundidad, de la materialidad, de las densidades que pesan. Es una novela geológica. Jorge aprendió a ver el drama de la vida con metodologías de geólogo, con atmósfera de chelo ruso, con el calado de una literatura experta en eso más profundo que se encuentra en las cosas superficiales de todos los días. No lo dice, pero escribió quizás por la nostalgia de ese mundo que desapareció con la caída del muro. Nuestro momento es, en varios sentidos, ese vacío. Nos comunica una tristeza distópica.

La estrategia narrativa no deja en sí misma de ser un acierto, y habría que desmontar los aciertos de su estructura, de los hallazgos de su ser narrativo. Un policía colombiano con algunos hábitos vagamente soviéticos, que, mientras el narrador está preso, le interroga, le pide que escriba, en medio de la desesperación del secuestro y del futuro incierto. Quizás sin saberlo, le exige al narrador que haga lo que más le gusta, aquello que no ha hecho porque a menudo la vida se atraviesa para interrumpir con sus cosas. El narrador no quiere escribir, pero no le queda otro remedio. Y una vez que empieza, nadie lo para.

Quizás reclamaría algo. Quiero saber el final de muchas historias. Quiero saber más. Quiero saber qué pasó en los conciertos a los que apenas nos permitió asomarnos, qué más escuchó en las lentas tardes del Conservatorio de Moscú, que pasó con Miguel el Chileno, con el Pirata que lo entendía todo al revés. Con Natasha T. ¿Tiene Jorge un hermano? La lectura fluye, y el flujo es la virtud mayor de un narrador. Cuando una historia fluye, podría seguir sin parar infinitamente. Porque además el lector es como un policía: quiere enterarse de todo. Yo me siento ahora como ese policía que quiere decirle al autor de este libro que siga escribiendo, que queremos enterarnos de todo, que apenas ha abierto la caja de Pandora.

Hay en la lectura incluso un ensayo indirecto y sutil sobre la literatura rusa. Una de mis mayores sorpresas ocurrió cuando el policía le pregunta, con esa sabiduría involuntaria construída por la sagacidad policial: Quién le gusta más, ¿Dostoievski o Tolstói? No sé qué respondí; todavía ahora, a la vuelta de los años, no sé la respuesta.

Las calles de las ciudades ajenas de Jorge Bustamante García,

Sílaba Editores, Medellín, Colombia (2018)

* Luis Jaime Cortez es compositor, director y musicólogo, autor de una novela biográfica sobre Silvestre Revueltas titulada Favor de no disparar sobre el pianista. Entre su obra musical se encuentran dos óperas (La tentación de San Antonio, basada en el libro homónimo de Flaubert, y Luna, del dramaturgo Antonio Zúñiga), además de tres sinfonías y numerosas obras de cámara, como Orpheu, dedicada a la obra de Fernando Pessoa (el contacto entre la música y la literatura es, en su trabajo, constante). Es doctor en artes, con una maestría en filosofía. Fue, por varios lustros, Rector del Conservatorio de las Rosas. Se desempeñó también como Secretario de Cultura de Michoacán. Actualmente es investigador del Cenidim (Centro Nacional de Investigación Musical), y miembro del equipo de profesores del Doctorado en Artes del Centro Nacional de las Artes.

LAS CALLES DE LAS CIUDADES AJENAS, de Jorge Bustamante

CAPÍTULO 12

Miguel el Chileno quería ir a Leningrado porque allá estaba de visita Marika Kikas, una estonia de extraña belleza, tan delgada y blanca que parecía flotar entre su ropa liviana. La conoció en una noche de juerga en la taberna El Sótano, en el centro de Tallin, donde ella cantaba acompañada de una guitarra. Ahí, entre el humo de los cigarros y el tintineo de las botellas, entre el carraspeo de los clientes y el vaivén de las luces sicodélicas, el canto le pareció como el trino de un pájaro paradisiaco en medio de una estepa árida. Se enamoró de inmediato y permaneció en una especie de ensoñación mientras bebía pivo contemplándola de la cabeza a los pies. Todo en esa visión le gustaba. Así estuvo durante largo rato, bebiendo y mirando. Esa primera vez, cuando la muchacha dejó de cantar, no se atrevió a acercársele. Regresó cada noche, se acomodaba en el mismo lugar con su jarrón de piva y permanecía embelesado mientras ella cantaba. Al paso de los días Marika se percató de su reiterada presencia, y le dedicó una conocida canción a ese joven, su fiel espectador por una semana. Esa última noche salieron de la taberna juntos y juntos amanecieron enguayabados y ojerosos después de un febril festejo de pasión que los marcó a los dos para siempre.

Llegamos a la estación de tren Moskovski de Leningrado en una madrugada helada de comienzos de diciembre. Salimos directo a la Plaza de la Insurrección donde un majestuoso obelisco indicaba el inicio de la avenida Nevski. Miguel el Chileno verificó en un papel arrugado en uno de sus bolsillos la dirección que le había enviado Marika Kikas. Sólo tenía la dirección, nada más, ni un teléfono, nada. Decidimos caminar por toda la Nevski, a pesar del tiempo glacial, antes de averiguar cómo llegar al lugar donde se encontraba Marika. El día estaba azul, el sol caía intenso, pero no calentaba nada. Al contrario, parecía producir más frío. Pero la curiosidad por ver esa ciudad nos ganaba. Gógol escribió que la avenida Nevski significaba todo para esta urbe. Y nosotros estábamos decididos a recorrerla hasta el final, cerca de tres kilómetros a quince grados bajo cero.

Caminamos despacio mirando deslumbrados para todos lados. Al salir de la estación nos dijeron que si caminábamos derecho por toda la Nevski llegaríamos inevitablemente al Palacio de Invierno. Casas extensas de cuatro o cinco pisos, de fachadas amarillas claras y rosas se apostaban a lado y lado de la avenida; aceras muy amplias donde se podía caminar sin preocupaciones: “¡cuántos pies han dejado en ellas sus huellas!”, pensé. Las panaderías, los almacenes, las farmacias, los oficinas, ya empezaban a abrir. Cruzamos primero la calle Pushkin, luego la Marat, la Fontanka y llegamos casi congelados al parque Ostrovski, donde nos metimos a un almacén grande en una esquina, a un costado del teatro La Comedia. Ahí nos calentamos un rato y Miguel el Chileno aprovechó para preguntar dónde quedaba la dirección que Marika Kikas le envió. Nadie parecía saber. Algunos lo miraban con extrañeza, otros con compasión, pero nadie sabía a ciencia cierta. Una joven de buen ver, metida en un vistoso abrigo y gorra de piel, fue la que mejor lo orientó.

−Me parece que es cerca de la Avenida de los Veteranos, no lejos de la región de Staro-Panovo −y señaló hacia el sur mientras se alejaba.

Bueno, al menos ya teníamos un dato. Salimos y continuamos por la Nevski rumbo al Palacio de Invierno. Yo seguía pensando en Gógol, acababa de leer en Moscú La nariz y me imaginaba al protagonista caminando por estas mismas calles en busca de sus napias sin las que había amanecido. Se lo mencioné a Miguel el Chileno y él sólo sacudió los hombros, con total indiferencia. El barbero que afeitaba al pobre Kovaliov fue el que encontró la nariz de éste metida en un panecillo cuando iba a desayunar y después no supo qué hacer con ella. La envolvió en un trapo, salió a la calle y se dirigió al puente Isaakievski, donde subrepticiamente la arrojó. Yo iba pensando en la nariz del pobre Kovaliov y le dije a Miguel el Chileno que buscáramos el puente Isaakievski, a lo mejor teníamos suerte y la encontrábamos. Miguel el Chileno se carcajeó y me dijo “pero güevón, si eso pasó hace mucho tiempo, además esa nariz ni existe, se la inventó Gógol”.

No le puse atención y comencé a preguntar a los transeúntes por el puente Isaakievski. Nos miraban asombrados, como si fuéramos de otro mundo, de otra época, y algunos apenas acertaban a señalar en dirección de la catedral de San Isaac. Le pedí a Miguel el Chileno nos desviáramos un poco hacia donde nos habían indicado, caminamos unas cuadras hasta el malecón del Neva y ahí encontramos un enorme bloque de granito rojo grabado con la inscripción “Aquí se encontraba el puente Isaakievski, el primer puente flotante de la ciudad que desapareció a causa de un incendio en 1916”. Quedé consternado, el puente donde el barbero había tirado la nariz de Kovaliov no existía ya desde hacía más de 50 años y ya no podría encontrar la nariz del cuento de Gógol. Miguel el Chileno encogió los hombros, se carcajeó y dijo “vámonos güevón, hace un frío tremendo y tú buscando una nariz de hace siglo y medio. Ya ni el puente existe”.

Yo escribía esta historia apoyado en la mesita de la caballeriza, llenaba cuartilla tras cuartilla, el soldado que vigilaba afuera me miraba de vez en cuando como juzgándome, incrédulo, pensando que tal vez estaba delatando a medio mundo. Cuando regresábamos del puente que ya no existía, nos metimos a la catedral de San Isaac para resguardarnos un poco del frío. Descubrimos un lugar insólito. La luz caía oblicua en el interior a través de unas cúpulas indescriptibles, con círculos dorados y figuras áureas de santos y una iconografía de tonos rojizos y azulados que sobrepasaba toda mirada. Delgadas columnas verdes coronadas por chapiteles amarillos sostenían las naves laterales. No se veían bancas, sillas, ni asientos Era un espacio grandioso, de colores múltiples y cambiantes. Nos quedamos ahí embobados, mirando, tal vez media hora. Ya repuestos un poco del frío, salimos de nuevo a la calle y continuamos nuestra incursión por la Nevski.

Ya era el medio día y a Miguel el Chileno le preocupaba se nos hiciera tarde para buscar la dirección de la chica, pero yo le insistía que debíamos continuar hasta llegar al Palacio de Invierno “no ves güevón que estamos en la ciudad de Pushkin, Gógol y Dostoievski y tú pensando a toda hora en Marika Kikas”, le decía. Ya en la Nevski entramos a una cafetería casi al frente de la majestuosa columnata semicircular de la antigua catedral de Kazán y pedimos café, pan negro y salchichas gruesas o sardelki. Miguel el Chileno adoraba las sardelki, especialmente en invierno, decía que le ayudaban a conservar el equilibrio de la grasa en su cuerpo para aguantar las heladas.

Como a un costado de la cafetería estaba la Casa de los Libros, nos metimos un rato para hurgar entre los estantes. Vi verdaderas joyas ahí, hojeé decenas de volúmenes, pero sólo compré un libro delgado de tapa dura: Los relatos de un cazador de Turguéniev. Sabía que Miguel el Chileno se aburría olímpicamente en esos lugares, así que pagué los 90 kopeks que costaba el tomo y salimos de manera apresurada. Caminamos dos larguísimas cuadras más, cruzamos el río Moika y volteamos luego por un callejón que al fondo mostraba un edificio túnel en forma de arco que desembocaba en una gran columna de granito rojo en el centro de la plaza del Palacio de Invierno. El día seguía brillando azul sin máculas blancas en el firmamento, todo estaba despiadadamente iluminado y el aire parecía más gélido que en la mañana, cada transeúnte expelía de la nariz una breve columna de vapor y parecía que cientos de hilos burbujeantes se alzaran danzantes conformando círculos ondulados alrededor del gran obelisco de granito rojo.

−¡Conchatumadre, qué belleza!… −fue lo único que exclamó Miguel el Chileno y los dos nos quedamos mirando el lugar unos minutos en absoluto silencio. A la distancia se veía un numeroso grupo de personas haciendo cola en la entrada principal del Hermitage.

−Volvemos mañana con Marika Kikas −dijo Miguel el Chileno y me instó a buscar alguna estación de metro cercana para ir a buscar a la chica; ya eran cerca de las cuatro de la tarde y empezaba a oscurecer. En el metro buscamos la línea que nos llevara lo más cerca posible de la Avenida de los Veteranos, en el extremo suroccidental de la ciudad. El suburbio era inmenso, de incontables edificios multifamiliares de donde emanaban miles de luces por los ventanales. El viento frío arreciaba. Un joven a quien le dimos el nombre de la calle nos señaló al poniente y nos dijo que teníamos que caminar como diez cuadras. Cuando llegamos al lugar un viejo nos dijo que era en la dirección contraria. Una mujer nos indicó hacia otro rumbo. Nadie parecía saber a ciencia cierta y el frío arreciaba. Ateridos, casi tiesos, resolvimos regresar al metro. Fue cuando descubrimos que no tendríamos dónde pasar la noche. Sin visa, sin autorización para estar en la ciudad, y lo peor de todo casi sin dinero, sería imposible conseguir hospedaje.

−No nos queda otra que regresarnos a la estación de trenes a donde llegamos en la mañana −dijo Miguel el Chileno mortificado, mirándome con esperanza que yo tuviese una idea mejor, pero yo no podía ni pensar del frío tan endiablado.

En la estación Maskovski al menos no hacía tanto frío, podía uno comer en algún puesto y tomar chái o café. Era una estación inmensa, de paso, donde iba y venía mucha gente. Nos acomodamos en una banca en una de las salas para pasar la noche, junto a viajeros que en cualquier momento tenían que partir. Podríamos descansar ahí, pero no dormir. Continuamente rondaban los milicianos revisando documentos, sobre todo a los que se quedaban dormidos sobre las bancas porque se sospechaba que podrían ser vagabundos, borrachos o delincuentes. No pegamos el ojo en toda la noche por temor a llamar la atención de los revisores. Cuando Miguel el Chileno se dormía y cabeceaba yo me apresuraba a zarandearlo y cuando era yo el que dormitaba él me sacudía, así nos la pasamos hasta la madrugada. Los milicianos pasaban frente a nosotros, a veces nos miraban de reojo y seguían de largo. Nos levantamos de la banca a caminar como a las siete de la mañana, muertos de sueño. A los ojos de los otros sonámbulos de esa hora en la estación, seguramente nuestra mirada parecería la de unos lunáticos vagabundos o la de unos seres destrozados por el abuso del alcohol. Fue algo desesperante, sentíamos que íbamos a desfallecer. Aunque éramos unos mozalbetes, nos dolía todo el cuerpo, el frío nos calaba, parecía que nos hubieran dado una paliza. Empezaba nuestro segundo día en Leningrado, aún estaba oscuro, tendríamos que esperar todavía unas horas más para salir y reiniciar nuestra búsqueda.

−Vamos, güevón, a lavarnos la cara en el baño, despabilarnos y echarnos luego una buena taza de café −me dijo Miguel el Chileno y yo lo seguí obediente.

Salimos cuando ya aclaraba a las diez de la mañana. Enrumbamos otra vez por la avenida Nevski, ya parecíamos unos auténticos expertos en esa calle que no sólo atraviesa la gran ciudad, sino toda la historia y la vida de los rusos. Cuánta rauda fantasmagoría deambula en esa calle en el transcurso de un solo día. Caballeros y damas de todas las épocas, carruajes, coches, tranvías puede uno imaginarlos trajinando por ella. Tantas historias cruzadas. Noches extensas en invierno y noches blancas en verano. Ahí todo puede ser ensueño, embeleco, seducción, todo puede ser otra cosa de lo que parece. Ahí se puede sentir el transcurrir del tiempo entre los dos extremos de la vida. La Nevski, la ciudad entera, es una avenida infinita cruzada por una infinitud de fantasmas.

No recuerdo en qué momento nos desviamos hacia el Neva y resultamos caminando a orillas de la fortaleza de Pedro y Pablo. El cielo estaba igual de azul al día anterior, todo resplandecía como sólo sabe hacerlo el sol cuando se estrella contra la nieve y el frío se desata. El Neva estaba congelado, algunas personas pescaban al borde de unos hoyos circulares labrados sobre el hielo que tapizaba el río. En una de las orillas algunos hombres y mujeres se bañaban casi desnudos en un agujero rectangular. Al divisarlos apresuramos el paso para admirar más de cerca esa rareza. Nos quedamos con la boca abierta al ver a esos hombres y mujeres, en vestido de baño a veinte grados bajo cero, sumergirse en el agua. Un vaho gélido emanaba de la aparente alberca, los hombres conversaban, bromeaban, reían. Algunos al vernos ahí parados, envueltos en nuestras inexpugnables escafandras antiinvierno, divertidos nos hacían señales para que nos desvistiéramos y nos lanzáramos. Miguel el Chileno estuvo a punto de hacerlo.

−Quiero ver qué se siente −dijo y se quitó la shapka. Tuve que detenerlo.

−Pendejo, lo que vas a sentir es pulmonía segura −alcancé a gritarle. −Esos tipos lo hacen desde niños −continué con firmeza. Pareció disuadirse y se puso de nuevo la shapka. Nos sacamos fotos con algunas de las focas humanas. Cada vez que miro esas fotos se me eriza la piel al imaginarme a mi amigo de foca, ahí petrificado para la eternidad.

Nos metimos a la fortaleza de Pedro y Pablo en la isla Zaiachi, que antes había sido cuartel y cárcel y ahora museo. Yo escribía y escribía en la caballeriza, anotaba con mi letra menuda bajo la eterna luz de la bombilla amarilla y no perdía detalle de nuestra incursión por la fortaleza. Ahí estuvo recluido alguna vez el escritor Radishev, en tiempos de Catalina la Grande, por haber escrito su Viaje de Petersburgo a Moscú, un libro que despertó la ira de la emperatriz al considerarlo subversivo. Estábamos ya por entrar a la catedral donde está enterrado Pedro el Grande, cuando empezó a oscurecer y Miguel el Chileno recordó repentinamente que teníamos que buscar la dirección de Marika Kikas, su ninfa báltica.

Casi me ordenó que nos fuéramos de inmediato y yo consentí sin chistar, pues no imaginaba pasar otra noche en la estación del tren. A la media hora ya estábamos en la Avenida de los Veteranos de la tarde anterior. Al salir preguntamos por la dirección a un miliciano, a una muchacha, a un hombre medio borracho, a una mujer que vendía pan en un quiosco, pero nadie parecía saber. Cada vez nos entraba más la angustia, estábamos hambrientos y medio pasmados por la baja temperatura.

Casi implorando nos acercamos a una viejecita que caminaba lenta por la avenida y que parecía del lugar. Miguel el Chileno por poco le leyó a gritos la dirección. La vieja pareció no entenderle nada, hizo silencio y siguió su camino. De repente se detuvo a unos pasos, nos miró fijamente, tal vez asombrada de nuestro lastimoso y suplicante aspecto y nos dijo compasiva “hijitos, yo voy en esa dirección, vivo cerca de ahí, si quieren vengan conmigo”. “Puta, qué alegría” murmuró en español Miguel el Chileno, dándome un golpecito cálido en el hombro que me encogió el corazón. Nos fuimos conversando con la viejecita. Al notar nuestro acento nos preguntó de dónde éramos y al contestarle se detuvo y nos dijo poco más o menos al borde del llanto: “pero hijitos, qué hacen por aquí tan lejos, Dios mío todo poderoso, cómo cayeron aquí, están muy jovencitos, se van a enfermar con este clima, ustedes vienen del trópico”. Al llegar a la entrada de su edificio nos señaló al frente un multifamiliar inmenso y nos incitó de inmediato que corriéramos hacia allá, pues ahí quedaba la dirección que buscábamos.

Entramos al edificio, subimos en ascensor al décimo piso y timbramos en el 1004. No se lo dije a Miguel el Chileno, pero el corazón me saltaba al pensar que alguien abriera la puerta y dijera que ahí no vivía ninguna náyade báltica. Sería lo peor, me derrumbaría ahí mismo, ya no aguantaba más, sólo pensaba en comer algo caliente y dormir. Pasaron varios segundos, no abrían, volvimos a timbrar, mi angustia crecía, miraba a Miguel el Chileno y era como verme reflejado. De pronto se escucharon pasos tras la puerta. Una voz de muchacha preguntó “¿quién es?”. “Miguel el Chileno”, retumbó mi amigo. Hubo otro silencio y se abrió la puerta: una joven muy blanca, de largo cabello amarillo y rasgos finos y delicados, nos miró con atención, un poco sorprendida por el aspecto que seguramente presentábamos: nos habíamos quitado la shapka y nuestro cabello largo y negro caía desordenado sobre los hombros. Me auscultó un instante y luego posó su mirada intensamente gris en Miguel el Chileno, abrió sus amplios y delgados brazos, dio dos ágiles pasos hacia él, se colgó de su cuello y lo beso. Yo respiré con alivio. “Pasen, están helados, vine desde Tallin a visitar a mi abuela, pero pasen, pasen” dijo la sílfide y cerró la puerta.

La abuela estonia resultó ser una mujer amable y conversadora. Se interesó por nosotros, por nuestros países. A Miguel el Chileno no cesaba de preguntarle por Allende, a quien habían asesinado tres meses antes. Por Neruda, por Víctor Jara. Nos preparó una cena que nos supo exquisita: tortas de carne, ensalada de berenjena, puré de papá, salchichón, tomates y pepinos curtidos, todo acompañado de copitas de vodka para recuperar el calor, decía. Tras la cena Marika y Miguel se apertrecharon en un rincón de la cocina, tenían mucho de qué hablar, hacía varios meses no se veían. La abuela me acorraló en la sala con historias de su vida. La había pasado en Estonia la mayor parte de sus años, donde enviudó temprano. Luego conoció a un veterano ruso de la guerra con quien se vino a vivir a Leningrado. Al cabo de unos años el veterano murió y ella decidió quedarse.

Noté que no era todavía una mujer vieja, aún conservaba un raro atractivo, sus ojos eran vivaces y en su rostro se asomaban destellos de belleza, especialmente cuando sonreía. Yo la escuchaba cada vez con mayor dificultad. Se me cerraban los ojos, estuve a punto de caer del asiento varias veces, ella lo percibió y llamó a Marika para que me llevara al cuarto. Caí fundido sobre la cama que me asignaron. Un diluvio de imágenes me asedió: vi a mi madre en su abrigo gris levantando la mano en el aeropuerto; me vi en el bosque de abedules de la residencia estudiantil paseando con Natasha T mientras llovía, la vez que me dio pulmonía; y me ví de repente en la entrada del Hermitage con Marika Kikas y Miguel el Chileno haciendo cola para entrar y la hermosa abuela me agarraba firme de la mano y me besaba en la boca, cuando divisé entre el gentío que entraba a una belleza pura vestida de lila.

Me hizo alguna seña imperceptible con los ojos como diciendo que me esperaba dentro. Me alboroté todo, ya no estaba la abuela a mi lado, Marika y Miguel se besuqueaban en la fila, no se dieron cuenta cuando me colé y entré tras la bella del vestido lila. Iba adelante con un grupo de jóvenes, cada rato volteaba a verme mientras subía por la amplia escalera de mármol que conducía a las primeras salas del museo. El vestido dejaba ver sus hombros resplandecientes, la fina y deliciosa curvatura de sus brazos, su estrechísima cintura, sus muslos que se anunciaban jadeantes y que parecían flotar sobre el piso blanco. Me dispuse a seguirla, pero la muchedumbre crecía y se interponía cada vez más entre nosotros. La bella del vestido lila se alejaba más y más y por momentos parecía perderla. Intranquilo me dirigí de una sala a otra, empujando sin miramiento a todos cuantos encontraba. Cuando la volvía a ver sentía alivio.

La gente iba y venía por las salas, escuchaba mil conversaciones sobre los objetos valiosísimos y los cuadros expuestos, mil relatos sobre ese palacio formidable que parecía contener toda la historia no solo de un pueblo, sino de toda la humanidad. En algún momento la bella pareció retrasarse del grupo, contemplando una inmensa ánfora de malaquita bajo un baldaquín dorado, se sentó en un pequeño banco para examinarla. Su pecho se bamboleaba con su respiración bajo el ligero encaje de la seda. Dejó caer su mano -¡qué mano tan maravillosa!- sobre sus rodillas, apretujando su vaporoso vestido lila que parecía irradiar música. Pensé, si tan sólo pudiera rozar aquella mano. ¡Nada más! ¡Ningún deseo más! Sólo rozarla. No dijo nada, yo enmudecí. Se levantó y con la mirada me pidió que la siguiera. Se metió entre el gentío y otra vez la fui perdiendo. Sólo veía a lo lejos cómo se desvanecía por momentos la bella del vestido lila y yo corría detrás de ella sala tras sala, no podía acortar la distancia, poco a poco el Hermitage también se desvanecía, ¿dónde está?, no puedo vivir sin mirarla, quiero saber lo que quería decirme…

Un leve golpe en el hombro me rompió las imágenes: “¡despierta, despierta!”. Al abrir los ojos fui reconociendo la blancura de Marika Kikas, a su lado Miguel el Chileno me decía “güevón, levántate, se nos hizo tarde, vamos a ir al Hermitage”. Ese día, camino del Hermitage, pensé todo el tiempo en la bella del vestido lila de mi sueño. Miraba para todas partes por si la veía. Mis amigos se mofaban todo el tiempo: “primero le dio por buscar una nariz de hace 140 años en un puente que ya no existe y ahora busca una hermosa fantasma con vestido lila, nada menos que en el Palacio de Invierno” le musitó socarrón Miguel a su ninfa báltica.

Con sorpresa me di cuenta que ya había escrito varias páginas, llevaba tres hojas por lado y lado que aparentemente nada tenían que ver con lo ordenado por el sabueso petimetre y ya no pude parar de escribir. Era como un torrente de imágenes y recuerdos vaporosos que me aplastaba. El soldado entró al cuchitril con el plato de latón azulado con fríjoles y arroz.

−Coma un poco o se va a poner mal −me musitó sin aparente interés. Caí en cuenta que era la primera vez que escuchaba al soldado.

−¿Qué horas son? −pregunté.

−Como las diez de la noche, ya lleva seis horas escribiendo, ¿necesita más papel?-

Moví la cabeza afirmativamente. Me eché unos bocados del plato y sorbí del agua del vaso de plástico que lucía solitario en medio de la mesa. Releí los últimos párrafos que había escrito. En un momento quise tachar lo de la abuela de Marika Kikas y lo de la bella del vestido lila deambulando fantasmal por los infinitos salones del Hermitage. Me parecía que los de la inteligencia militar sólo se mofarían de la insulsez de esos pasajes, pero después pensé que más bien los desconcertaría al descubrir tal vez que no era un mundo tan plano el que el prisionero les describía, sino algo lleno de aristas que ellos ni imaginaban. Además pensé que con tantos relatos que me bullían en la cabeza, muchos alocados y poco veraces para cabezas cortas, los agotaría, y así dejaba poco espacio para los escasos meses desde que regresé al país. El hombrecillo elegante me pidió que escribiera de todo lo que me había pasado allá, y también de lo que me sucedió aquí, y eso era lo que hacía.

Después de una semana en Leningrado regresé solo a Moscú. Miguel el Chileno decidió irse unos días a Tallin con Marika Kikas. Cuando entré a mi cuarto de la residencia estudiantil casi de inmediato me cayeron Nicolás Azul, El Pirata que todo lo entendía al revés y Miguel Triestes: “Dónde estaban, cabezas locas, los van a expulsar de la universidad, los de la comisión de profesores están encabronados. Los van a citar para que aclaren su situación” –me dijeron. Por alguna razón disparatada pensé que a uno no lo pueden expulsar de sus vivencias, como no se puede echar a nadie de su infancia, ni siquiera de su memoria. Los miré un poco atolondrado, apenado un tanto por su preocupación y les dije que sí, que queríamos aclarar nuestra situación ante la comisión de profesores. Miguel el Chileno regresó a los pocos días, se dejó crecer una barba deshilachada y tenía aspecto de haber dormido poco. Había acabado de llegar y ya extrañaba a su ninfa. Marika Kikas seguía cantando en las noches en la taberna El Sótano y en las tardes tomaba clases en el conservatorio de Tallin.