19 de febrero de 2021. Por: Nicolás Rocha Cortés.
En Boletín cultural y bibliográfico del Banco de la República.
En la mañana en la que escribo esta reseña me encontró, de la mano de un gran amigo, un texto de Juan Forn publicado en Página/12 bajo el título “Un canon de mujeres para nuestra época”. Allí, el argentino confiesa que en los últimos tres o cuatro años los libros que lo llaman son, cada vez más, de autoría femenina. “Por primera vez en mi vida estoy leyendo a más mujeres que hombres. No fue programático, no me lo impuse: simplemente empezaron a resultarme más nutricios (como a muchas otras personas) los libros escritos por mujeres”, afirma. Y es que con el auge de textos que inundan las librerías sería torpe, si no estúpido, no inmiscuirse de lleno en esos nuevos títulos —muchos no tan nuevos pero recientemente traducidos o reeditados— y propuestas cada vez más abundantes.
Este es el caso de Matar al Buda, primer libro de ficción de la periodista, cineasta y máster en escrituras creativas, Carol Ann Figueroa. Su nombre es conocido en el medio, ha publicado crónicas en las revistas Número, Semana, SoHo, El Malpensante, Don Juan, y crítica de cine en Kinetoscopio y Arcadia. Además, Figueroa ha participado en largometrajes documentales como Paciente, La Gorgona: historias fugadas y 16 memorias. En 2008 ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar y en 2017 publicó su primer libro, Paciente, una serie de crónicas sobre el sistema de salud en Colombia.
Matar al Buda es, sin duda alguna, la obra de una escritora madura y prolija. ¿Cómo describir este libro si no como un viaje intenso a través del cuerpo y la mente de sus personajes? Pocos son los relatos de los que se puede hablar sin parar casi que por cada párrafo escrito. La profundidad de sus reflexiones, superpuestas en el contexto y la historia de cada personaje, hace del texto un mundo único, lleno de contrastes, y al que hay que ir más de una vez para comprender cada detalle de su historia.
Antes de que la Junta Militar subiera nadie sabía de lo que eran capaces. Nadie imaginó la forma que iban a tomar las cosas. Los mismos tipos que se convirtieron en torturadores habían sido estudiantes, pibes de barrio, gente que no soñaba con pasarle corriente en los testículos al pobre tipo que les cayera en frente. Nadie sabe en qué momento se puede convertir en un asesino, un abusador. Por eso tenés que trabajar en purificar tu karma antes de que las circunstancias te lo pongan al frente. Miles y miles de causas y consecuencias están esperando el momento de coincidir para ponerte a prueba. Cuando entendés eso te das cuenta que no existe maldad, que nadie es malo porque sí, que todos estamos atrapados en la misma existencia cíclica y que cualquiera podría ser ese narco que voló un edificio. (p. 33)
Un libro que recuerda al Siddhartha de Hermann Hesse por sus reflexiones y terminología budista, pero que explora en sus páginas un triángulo amoroso entre dos discípulas y su guía espiritual al mejor estilo de Veinticuatro horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig, o de Pura pasión, de Annie Ernaux. Ana, Julieta y Rabten son los protagonistas de Matar al Buda, una historia que durante sus 23 capítulos juega entre la primera y la tercera persona, llevando al lector a recorrer sus líneas con cautela y apego. Uno de los grandes logros de este libro es que, a partir de una construcción meticulosa, los tres personajes tienen una particularidad universal. Todos podemos ser Rabten, Ana o Julieta, dependiendo del momento en el que nos encontremos.
Tres dimensiones de un mismo objeto entrelazadas por la pasión, el erotismo y un humor finamente cuidado. Matar al Buda nos lleva por la vida de los personajes que se conocieron en un retiro espiritual a la cabeza de Rabten, un monje argentino que termina por renunciar a sus votos durante el relato. Lo que viene después es una seguidilla de ego, desapego, pasión y reflexiones colmadas de una dualidad incómoda y, sobre todo, con una narración grácil que facilita la tarea de seguir el hilo de la historia a través del cuerpo y el espíritu de los protagonistas.
Recordé el día en que al tomar la comunión en el colegio decidí lamer los dedos del sacerdote que oficiaba la misa mirándolo a los ojos, y al reencontrar su mirada desconcertada dejé escapar una sonrisa. Nunca nos habíamos confesado tantas alumnas como con aquel español que decía “culo” y “puta madre” escandalizando a las monjas y que más allá de las penitencias solía conversar con nosotras en medio de carcajadas, enamorándonos a todas con su sonrisa. Siempre creí que incluso la madre superiora opinaba que era demasiado atractivo, y la idea de tocarlo de alguna forma que fuera al mismo tiempo prohibida pero inofensiva me vino a la mente mientras hacía la fila que me llevaría a la palma de su mano. (p. 85)
No es un libro que dé luz sobre el karma y el dharma budistas, porque a pesar de que Rabten profesa con una precisión quirúrgica cada principio de la religión oriental, sus instintos y deseos salen a la luz cuando, como él dice, el amor lo desencaja.
Como menciona Forn en “Un canon de mujeres para nuestra época”, Matar al Buda llega en un momento en el que escritoras como Annie Ernaux, Delphine de Vigan, Lucia Berlin, Marguerite Duras, Fernanda Melchor, Camila Sosa Villada, entre tantas más, llenan las estanterías con libros completamente necesarios.
Carol Ann, reconocida también por su canal de YouTube, La Píldora, entrega un libro con una gran curaduría. Se siente el trabajo en cada página, párrafo y oración. No hay frases de adorno, escenas injustificadas o momentos en los que la escritura se sienta forzada. Por el contrario, Matar al Buda es un trabajo con pocos lunares.
Figueroa aporta una mirada reflexiva al poliamor, las relaciones y la desesperada búsqueda de iluminación en la vida. Cada personaje tiene sus propios motivos para acercarse al budismo, ya sea el privilegio incómodo, un pasado lleno de ira o la siempre presente ansiedad ante un futuro en blanco. Sea cual sea la razón, la historia lleva a estos tres seres por un camino que no habían previsto, en el que luchan contra todo lo que nos aleja del nirvana. Mientras, de la mano de este triángulo, el lector explora sus propias relaciones, deseos y miedos.
Su mirada permanecía impávida mientras la veía desencajarse, y cuando ella se levantó al baño para sonarse, quiso compartir conmigo un gesto de desdén. Lo esquivé levantando mi taza fingiendo que bebía, pues lo único que encontré en ella fue restos de hojas húmedas. Cuando la aparté y vi que él atravesaba el colchón para tumbarse a mi lado, no supe qué hacer. (p. 168)