Noche de fin de año en el hospital y otros poemas

Dacia Maraini, la voz de una viajera incansable

22 de julio de 2014. Por: Lucía Donadío.
En Revista Arcadia.

La italiana Dacia Maraini (Fiesole, 13 de noviembre de 1936) es una viajara incansable. “Tenía un año cuando me embarqué en un barco que zarpó para el Japón. Tenía tres años cuando viajaba entre Sapporo y Kyoto. Y después siempre seguí viajando, de un país a otro, de una ciudad a otra” asegura en esta entrevista. Ha hecho una extensa carrera literaria, en la que ha abordado la novela, la poesía, el ensayo y el teatro.

¿Cómo llega la poesía a la vida de una escritora que se ha destacado por ser novelista y dramaturga?

En la poesía hay un silencio de la espera. Un silencio que va revelando una voz. Escuchando esa voz, he logrado pequeñas geometrías, señales de un pensamiento que toma la forma de muchos pequeños cúmulos de vida en una mente adormecida y desnuda. Hablo de ese entrelazarse de palabras que llamamos poesía: que llevan consigo una solemne liviandad de nacimiento, una rebosante libertad. No es que la técnica sea irrelevante en la escritura poética. Todo lo contrario. Incluso la métrica, tan en desuso, es necesaria. Para no mencionar el conocimiento casi carnal de los poetas antiguos y modernos.

¿Cuál es el punto de partida de su poesía?

¿Qué puedo decir? Que estas poesías nacieron como breves coágulos de pensamiento en momentos vacíos de mis días agitados. Sin embargo no están ahí queriendo significar otra cosa o sustituir algo.

¿Fue difícil separar el lenguaje, el ritmo y el tono de su prosa al escribir poesía?

Nunca me ha pasado que hubiera mezclado un género con otro. Excepto con el personaje de mi novela La larga vida de Mariana Ucria, que tuvo la fuerza de pasar de un campo a otro, de la novela al teatro, sin mucho daño. A veces tengo la impresión de que mi trabajo de escritora se parece a la tarea de albañil: limpiar el ladrillo, mezclar la cal, tirar el cable, tomar las medidas, poner un ladrillo sobre el otro. Un trabajo de años y de mucha paciencia.

En la intensidad dionisíaca de la escritura teatral me acompaña la idea de cavar un pozo. Se baja hasta el vientre de la tierra, se trabaja en la oscuridad. Debe surgir algo que asemeje a un cubo de agua potable. En cambio, al hacer avanzar el pie en la danza que es la poesía llevo a cabo gestos precisos y livianos, semejantes al de montar una tienda de campaña frente a un paisaje abierto, a la sombra de un hermoso pino.

¿Y por qué el viaje? ¿Y por qué con paso de zorro como lo expresa en un poema?

El viaje es un amigo que conozco desde que era niña. Tenía un año cuando me embarqué en un barco que zarpó para el Japón. Tenía tres años cuando viajaba entre Sapporo y Kyoto. Y después siempre seguí viajando, de un país a otro, de una ciudad a otra, con la terquedad un poco distraída de quien conoce el sabor agrio e inconfundible del nomadismo.

¿Por qué siente esa fascinación por viajar?

Hay quien piensa que uno viaja para escapar de algo, de alguien, de sí mismo. Para otros el viaje es la esencia primaria del ser humano, la señal de una inquietud que nos aleja del ojo vigilante de los dioses. Viajando mucho se arriesga a perder la estabilidad de los vínculos. Todo afecto tiende a naufragar peligrosamente, a languidecer. Excepto cuando puede provocar el efecto contrario, vivificando con la distancia las relaciones existentes.

Pero el viaje constante implica riesgos y dificultades…

El viajero no tiene una verdadera casa y si la tiene, en su corazón la perdió mucho antes. No se sabe nunca qué se encuentra cuando uno regresa de un viaje. Al volver un pequeño desgarramiento nos dice que somos una cosa distinta de lo que éramos y nos vemos correr batiendo los brazos, pero sin volar. El viajero debe disponerse en todo momento a abandonar las cosas más queridas, más propias, para ir a pescar en otras orillas, respirando el aire de otras habitaciones, hundiéndose en otras camas, buscando los ojos en otras ventanas, otros paisajes, otras naturalezas. Puede volverse dependiente del licor de la movilidad y emborracharse hasta la muerte.

Siendo el viaje una metáfora, la más ambigua y seductora de las metáforas, se nos dice, puede también originarse en la inmovilidad. No hay tanta necesidad de pasear nuestro cuerpo vestido y calzado. ¿No son para esto los libros? Pero un viaje no excluye el otro, que por el contrario lo acompaña con fuerza. Por lo menos eso es lo que me pasa a mí. Nunca leo tan bien como en un cuarto que no es el mío, entre objetos que solamente me pertenecen por una noche, por algunas horas, sin el peligro de que me perturbe una llamada, un reclamo, una visita, un deber. Por lo tanto el placer es doble: moverse con el cuerpo y dejar caminar el pensamiento.

¿Se ha sentido agobiada por ‘el nomadismo’?

El porqué del nomadismo no tiene para mí respuestas certeras. Llevo a mis espaldas este interrogante. De vez en cuando me detengo con el libro abierto, la pluma en mano y me pregunto: ¿Por qué estoy aquí y no en casa? ¿Porque me alegran todas las invitaciones, sea a una conferencia, a un encuentro, a un seminario, por qué estoy siempre lista a zarpar? ¿Tal vez el no haber formado una familia fue la premisa de la dolorosa libertad de viajar? Difícil decirlo. Hubo un momento en que deseé recluirme en casa, bajar las ventanas y abrazar un hijo que tuviera mis mismos ojos claros.