3 de noviembre de 2014. Por: El Mundo.
En El Mundo.
El escritor Darío Ruiz Gómez presenta “Aspasia tiende una trampa”, capítulo 1 de su libro Cuentos de la Estación Villa. Esta obra fue editada por Sílaba Editores y se contó con la aprobación de su directora Lucía Donadío para publicar este aparte…
Aspasia tiende una trampa
Ella tiene el pelo rubio. Cuando era niña lo tenía largo y le bajaba a las caderas. Ahora lo tiene corto, recogido atrás con un peine ancho. El cuello largo y blanco le resalta con el escote no muy amplio de su ligero traje. Camina despacio, echada un poco hacia atrás, con un gesto lleno de suficiencia y orgullo. Pocas veces sonríe. Cuando lo hace, deja ver sus dientes blancos y parejos, infantiles. Entonces baja la cabeza y su cara se llena de un color rosado, como de manzana. Pero raras veces ríe. Digo, ahora, desde hace poco, cuando de pronto algo sucedió en su vida.
El reloj suena de un modo monótono. Da las campanadas destempladamente como si ya estuviese cansado de estar ahí pegado a la pared frontal del comedor. Es ancho y polvoriento y en otro tiempo los bordes metálicos brillaban, pero ahora el óxido lo cubre y lo consume.
El reloj es casi de su edad, de la de ella, digo. No había comenzado ella a caminar y ya estaba el reloj en la pared. Y ya sus campanadas sonoras nos sobresaltaban de repente, porque no estábamos acostumbrados y su ruido era lo único que rompía aquel silencio fugaz de nuestra casa.
El comedor es pequeño e iluminado. Tiene una puerta ancha y una ventana en arco, pero de ambas solo existe el espacio. Y la ventana da hacia el patio espacioso, pero antes hay un estrecho corredor, embaldosado y brillante. Y el patio está cubierto de piedra menuda y unida, cubierta ahora de un musgo verde, casi negro. Además están las macetas con las azaleas y, exactamente al frente de la ventana, colgada de una de las pilastras, la jaula con el sinsonte. A los costados de la ventana, hacia el interior, dos materas con sendos cactus.
Las carpetas de hilo que hay debajo de las materas son un recuerdo de ella, de sus labores en la escuela. Sobre el diván que está al lado de la ventana y contra el muro inferior, pasaba las tardes zurciendo aquellos trabajos. También están los manteles del comedor y las cortinas de las puertas hechas de hilo blanco y con figuras extrañas bordadas casi siempre con hilo amarillo, su color preferido.
Al otro lado del patio, después de cruzar la puerta que comunica por medio de un corto zaguán con la calle, está su habitación. Incluso los ruidos de la calle parece que allí no se escucharan. La pieza es pequeña. Allí está su cama de madera lustrosa y un escaparate. Sobre la pared lateral izquierda, un cuadro del Corazón de Jesús, debajo del cual arde siempre una esperma. Y el retrato de su primera comunión. Ella toda blanca, con el yugo de flores, pero sin sonreír.
A los diez años comenzó a habitarla. Antes dormía en nuestra pieza, en un catre. Al principio imaginábamos que iba a sentir aquello de dormir sola, pero nunca dijo nada. Parecía muy a gusto entre sus cosas. Cuando regresaba de la escuela se metía allí, después de tomar el chocolate, a garabatear en los cuadernos. Después comenzó a utilizar la tinta y hacía grandes manchones, pero jamás ensució los vestidos. De allí salía cuando yo la llamaba a comer –a esa hora eran ya casi las siete– o cuando le decíamos que fuese a cuidar la tienda, mientras ibas a comer o ibas al inodoro. Pero no dejaba los cuadernos y encima del mostrador continuaba garabateando sus extraños dibujos.
La canción debió aprenderla en la escuela. Ese martes al regreso de la escuela, en las horas del mediodía, comenzó a cantarla. Recuerdo que barría el corredor y el patio. Y el estribillo se repetía una y otra vez: “Arre que llegando al caminito, arre…”.
Sentada sobre los bultos de maíz o de panela le gustaba repetirla para que los clientes la oyeran. Y se ruborizaba cuando le acariciaban la cara y le decían palabras cariñosas. Entonces sólo tenía diez años escasos. Y ya ayudaba en las tareas de la casa como si fuese una mujer. Lo mismo hacía en la tienda.
La tienda está separada de su pieza por el zaguán que da a la calle. Está exactamente en la esquina de la calle. Más allá está nuestra pieza y luego la cocina y el sanitario. El patio lo limita un muro alto y blanco, desconchado por el tiempo. Antes no existía la tienda, digo, cuando aún no te habían despedido del Municipio. Cuando eso ocurrió pensamos entonces en abrirla. Al fin y al cabo aquella pieza no la utilizábamos para nada. Yo le decía: “ese cuarto es el del coco”. Pero no se asustaba. Ya entonces comenzaba a molestarme.
Es tu hermano quien tiene una tienda en Los Ángeles. Fue él quien te ayudó a construir los estantes y el mostrador, y te ayudó a surtir la tienda con algunos productos. El aviso que hay encima de la puerta lo regaló Coca-Cola.
La Estación Villa no me ha gustado nunca. Aquello era un ambiente demasiado horrible por la noche. Aquello, además, estaba siempre muy oscuro. Prefería subir con ella hasta la plazuela de Zea, aun cuando no me gustaba pasar por aquel puente que siempre estaba temblando y parecía en todo instante que fuera a caerse. La quebrada olía mal. Al lado del pedestal me sentaba con ella.
Entonces tenía la manía de leerlo todo. Cuando comenzó en voz alta a decir aquella horrible palabra que terminaba de leer, me di cuenta de que allí no volvería nunca. De que a esta ciudad le hace falta espacio para los niños.
Eso era los domingos por la mañana. Íbamos a misa de cinco los tres, a Jesús Nazareno. Mientras hervía el café, abrías la tienda y yo tendía las camas. A las siete llegaba el muchacho con el periódico. Había que dejárselo leer primero. Lo abría sobre el suelo y tirada encima de él lo hojeaba escrupulosamente. Casi siempre se escuchaba su risa contenida. Los dibujos aquellos le gustaban mucho. Luego los pintaba en las tapas de los cuadernos o en las servilletas que hacía con papel. A las ocho ya había desayunado y entonces la vestía y nos íbamos a caminar. Le gustaba caminar en silencio y nunca decía nada. Siempre he odiado encaramarme en esos horribles camiones de escalera, pero aquel día no sé por qué lo hice. Recuerdo que era la primera vez que íbamos al Bosque de la Independencia. En el lago arrojaba piedrecillas y se quedaba mirando los círculos que formaban al caer en el agua. Y sonreía al ver los patos hundir las cabezas y resoplar y meter ruido con las alas. La única vez que habló esa mañana fue para preguntarme por qué no se ahogaban los hombres que había en las barcas.
Contrariamente a lo que suponía, no le gustaron los columpios. Ni siquiera dejó que la subiese a uno. Cuando iba a hacerlo echó a correr en dirección al lago. Allí continuó arrojando piedrecillas. Tampoco quiso beber algo. En aquellos momentos nada parecía importarle y yo comenzaba a sentir lo mismo cuando caí en la cuenta de que ya era muy tarde. Aquello siempre me dejaba atónita. Cuando le dije que teníamos que regresar, no dijo nada, siguió tras de mí como si no lo sintiese en lo más mínimo.
Era ya tarde y vos estabas rabiando. En la tienda había gente. Y dentro, en la cocina, el almuerzo que había hervido comenzaba a derramarse. Vos le habías hecho una mesa pequeña. Sin decirle nada, se arropaba en un viejo delantal y se ponía a comer cuidando siempre de no manchar el vestido. Vos preferías comer en la tienda.
Yo lo hacía en la cocina. Creo que en los muchos años que llevamos viviendo en esta casa no hemos utilizado más de dos veces el comedor, digo, para comer, ya que los sábados por la tarde es el lugar que utilizo para planchar la ropa. La tarde del domingo siempre era tuya.
Ella encendía el radio y se ponía a escuchar la música, y verla allí, tranquila y despreocupada, me hacía mucho bien. Y yo mientras tanto iba arreglando la ropa que había de zurcir y los calcetines y tus camisas. A esa hora el sol poniente iba adquiriendo una tibieza mórbida y yo pensaba en la gente que había a esa hora metida en los cines, y Medellín así solo me producía una rara sensación de alivio. A veces se escuchaba el runrún metálico de los camiones o la voz estridente de los fogoneros. Pero eso fue antes de que pusiesen la cantina, la que ahora está al frente de nuestra casa. En la otra esquina.
Porque ya no hubo paz y la gramola hacía escuchar su música estridente bajo la tarde. Y los gritos de los ebrios sacudían agresivamente la tranquilidad, ya rota. Y yo seguía pensando en nuestra vieja casa de Belén; antigua y plácida, también, bajo la tarde. Y no me cansaré de repetirte que nunca debimos venir a este barrio. Pero vos con “el pago de pasajes”, “tan lejos”, “este barrio no es tan malo…”. Ahora todas esas razones suenan huecas. Apenas ahora.
Estos barrios bajos nunca me gustaron. Además, tienen mal clima. Esto no estaba construido como ahora. Antes sólo existían potreros vacíos donde hacían su agosto los borrachos. Ahora hay casas nuevas y hasta han pavimentado algunas calles, pero el clima sigue sin gustarme. Cuando llega el calor, llegan las nubes de zancudos. Ha de ser la proximidad del río, no sé. Ahora lo pienso y cuando escucho el ruido del tren que pasa pienso en todo el tiempo que hubo de transcurrir antes de que me acostumbrase a su estrépito. Y pienso en mis noches en vela y sigo pensando que este barrio no podrá gustarme nunca.
A ella nunca ha parecido importarle nada. Lo que le decía, lo cumplía al pie de la letra. Ahora siento su impecabilidad en todo como un terrible peso. A veces me asustaba, le decía: “no te bajés de la acera”, “veníte derecho y rápido sin hablar con nadie”. Y a veces subía hasta la avenida con ánimo de sorprenderla y la veía venir por la acera, callada, con su silencio mortificante. A ratos parecía desconocernos.
Cuando aún no teníamos la tienda, la mandaba a comprar lo que necesitaba para el almuerzo o la comida y nunca le faltaba nada, nunca pedía algo para ella. Parecía que todo lo que hacía no tenía yerros. Sí, parecía complacerse en mortificarme con su buena conducta. No era como las demás niñas, a ella no se la podía regañar, no se la podía zarandear. Nunca hacía nada malo. A veces, el verla ahí en el diván, zurciendo sus monos, callada, llena de dignidad y de silencio, me producía una terrible sensación de malestar. No parecía nuestra, de nuestra clase, como las otras, no. Parecía venir de no sé dónde.
Los domingos por la tarde estabas con tus amigos en lo de siempre. Te ibas a un cafetucho a hablar de política y de dinero. Alguna vez que fui al Palacio Municipal me fijé mucho en el café. Está exactamente al frente del Palacio. Tenía una sola puerta ancha. En los días de pago estaba lleno de trabajadores.
Se sabía entonces que llegabas tarde, con un pesado olor a aguardiente encima y siempre traías un paquete: tortas de carne para mí y pasteles dulces para ella. Los pasteles había que ponérselos con la leche caliente que siempre tomaba antes de acostarse. Pero eso era antes de que te echasen del Municipio. De nada valió que te faltasen unos meses para jubilarte. Y no fuiste vos solamente. Fueron otros muchos.
Por eso he repetido siempre que la maldita política de nada sirve. Pero vos pareces gozar demasiado al hablar de ello, en ponerte insignias, en leer discursos que a nada conducen. A las manifestaciones nunca podías faltar. Y cuando aquello se ponía mal, yo sufría aquí en casa lo indecible. Pero nada se pudo. De nada valieron los argumentos. Vos decías que no te cambiabas de partido y yo repetía que había que comer. Afortunadamente ya teníamos la tienda y no se pasaron apuros. Sin embargo, el sitio de reunión no cambió. Allí te ibas los domingos a seguir hablando tonterías, como si yo no tuviese grabadas aún las caras de aquellos señores que solo sabían decir no a nuestras insistencias.
Por eso sufría al ver que tus ideas no cambiaban, que te seguía interesando aquello que había sido tu perdición. Mucho he sufrido. Aquella noche la recuerdo como si fuese hoy. Tenías la cara descompuesta y el pelo revolcado y la única camisa de cuello, hecha pedazos. Te habían roto la camisa y despedazado la corbata. Luego te abofetearon y despedazaron la cédula; todo, por el maldito color de una corbata. Como si los hombres se midiesen por el maldito color de una corbata. Y ya ves. Lo dicen los periódicos: los muertos se amontonan. Continúan las matanzas. Y yo no entiendo eso.
Hubo que ponerla a estudiar comercio. Era lo mejor y lo más barato. Al poco tiempo ya estaba trabajando. Sin darnos cuenta ella había crecido, era una señorita. Ya se untaba crema por la noche, aun cuando nunca le gustó pintarse los labios. Tenía los pechos crecidos y las caderas amplias. Ya necesitaba sostén y nosotros no lo habíamos descubierto. Lo vimos colgado del alambre, en el patio, entre la ropa de siempre, y creo que nos reímos bastante. Pero en el primer empleo duró muy poco. Tenía que trabajar hasta muy tarde y era un mal sitio, una bodega de víveres cerca de la plaza de mercado. Era peligroso caminar por ahí tan de noche. Y no nos gustó. Estuvo más de un mes sin hacer nada. Pasaba el día en casa ayudándome en lo que podía. A veces salía con una amiga, pero nunca decía a dónde iba. Después contó que había conseguido empleo.
Cerca al Palacio Nacional, en un almacén. Entonces ya habían comenzado las necesidades, entonces apenas descubríamos con ojos asombrados su trampa. Habíamos cerrado la tienda por física incapacidad para atenderla y ella regresaba tarde y no explicaba nada. Mientras preparaba la comida le metía ruido a las ollas. Y aquel ruido sonaba extrañamente en mis oídos. Apenas ahora descubríamos su trampa. Se escuchaba el sonido en la puerta, el ruido metálico de la llave, y ya estaba ahí. Ella estaba ahí.
Sin embargo era la misma. Vos no te cansabas de repetirlo. Tenía los pechos crecidos y las caderas amplias y su mutismo era el de siempre. Y su risa la misma. Para mis oídos, para los tuyos, su risa era la misma. Pero algo en ella secretamente había cambiado. No sabíamos cuándo pero había cambiado. Primero llegaba temprano, cuando ya estaba todo a oscuras. Nos gustaba estar así en la penumbra. Tan solo la luz que el radio despedía permitía observar nuestros rostros. No hablábamos. Ahora pienso que en todos los años que llevamos juntos nunca hemos hablado mucho. Yo te veía iluminado por la luz amarillenta del radio y casi te veía como a un extraño. No como al compañero de muchos años. Esa sensación de extrañeza se acentuaba cuando ella llegaba.
No decía nada. No contaba algo. Éramos tres extraños. Ella nueva, blanca, vos embebido en tus cosas, inclinado sobre el radio poniéndole atención a las noticias. Yo no me cansaba de mirar aquello. Aquella agria y terrible incomunicación nuestra. Apenas preguntaba: “¿Quieren comer ya?”. Y nada más decía. Parecía muy embebida en algo desconocido. A veces, incluso, desde la cocina, entre el ruido de las ollas se escuchaba lo que cantaba. Era así.
Después comenzó a llegar más tarde. Casi a las siete. Cuando de verdad teníamos hambre. Y después teníamos que verle los ojos brillantes y los labios ansiosos. Y mirarla así, toda alegre y callarnos, solamente callarnos; como si una fuerza poderosa nos impidiese preguntarle algo. Decirle: ¿por qué te reís ahora?
Incluso vestía mejor. Comenzó a traer vestidos que nunca le habíamos visto. Pero también lo nuestro disminuyó. Después yo le decía: “necesito esto” o “tu papá necesita esto”, con una voz que me llenaba de sorpresa. ¿Acaso no era nuestra hija? ¿No la habíamos hecho nosotros? Pero no, yo le pedía las cosas como quien pide un favor, no como quien pide algo que le corresponde. Qué se le podía decir si siempre había sido así. Si su intachable conducta parecía no querer quebrarse nunca. Sí, es cierto, llegaba cada vez más tarde, pero la conocía tanto que sabía que nada malo estaba haciendo. Afortunadamente, cuando le pedía dinero nunca lo negaba. Y si lo negaba sabía hacerlo de tal modo que una se quedaba allí mirándole sus cabellos rubios, como si cada día fuese más desconocida para todos.
Y yo seguía sin comprender nada. Hasta el viejo pájaro que nunca había cantado comenzó a hacerlo un día, mientras le limpiaba la jaula y le ponía un plátano. Habíamos languidecido esperando escucharlo alguna vez, y ya cuando ni siquiera nos habíamos vuelto a acordar de él, ahí está de nuevo toda la mañana, cantando como si nada.
Desde aquí lo veo a veces, pero me gusta más mirarlo desde el corredor y especialmente por la mañana cuando el sol es tibio y una vaga sensualidad la inunda a una. Pero también el cansancio adquiere consistencia cada día. Cada día es más penoso bajar de la cama e ir hasta el corredor y sentarse a mirar el patio. No creas que no me mortifica esto, y verte ya así, inmóvil, me hace pensar en muchas cosas. Pero aún puedo ir hasta la silla mecedora, por la mañana, y aún puedo esperarla ahí y sentirla cuando llega. Y escucho el roce mórbido de sus vestidos y la bulla que mete en la cocina mientras comienza a cocinar. Sí, aún puedo ir a la silla a mirar el pájaro en la jaula. Pero un día ella saldrá por esa puerta y entonces definitivamente se cerrarán para nosotros las otras puertas. Las de la trampa que nos ha tendido Aspasia.