8 de noviembre de 2016. Por: ÁNGEL CASTAÑO GUZMÁN.
En Revista Arcadia.
Pablo Montoya, ganador del premio Rómulo Gallegos, habla de su libro ‘Adiós a los próceres’, una divertida y feroz diatriba contra los personajes más exaltados de la historia colombiana que busca rescatar el lado humano de figuras que hemos mitificado.
Uno de los beneficios de los premios literarios es que a veces le permiten al público lector descubrir obras y autores que por estar alejados de los centros de poder o de las pasarelas mediáticas son conocidos por pocos. Este es el caso de Pablo Montoya Campuzano, un polígrafo que con disciplina y en silencio ha cultivado distintos géneros literarios: el ensayo, la novela, el poema. El premio Rómulo Gallegos, obtenido por su novela Tríptico de la infamia, despertó interés por el resto de su trabajo intelectual. Adiós a los próceres, conjunto de semblanzas bañadas con ironía de los nombres relevantes de la independencia colombiana, es un libro que señala el lado humano de aquellos a los que nos acostumbramos a ver convertidos en estatuas.
En líneas generales Adiós a los próceres es una divertida e informada diatriba a esos personajes que llevan doscientos años en los altares de la patria. ¿Qué le movió a escribir un libro tan polémico? ¿Qué hay en nuestra cultura que la lleve a mitificar el pasado y sus héroes?
Cuando terminé de escribir Novela histórica en Colombia: entre la pompa y el fracaso, concluí que una de las características de los escritores colombianos frente a los héroes de la independencia es la admiración casi que incondicional que les profesan. Salvo muy raras excepciones, el establecimiento literario colombiano siempre ha caído de hinojos frente a esos personajes que se apellidan Nariño, Torres, Santander, Bolívar, Girardot. Que los militares y los políticos tradicionales y, en general, los ciudadanos comunes lo hagan, me parece un poco lógico, pues somos un país al que se le ha hecho creer, desde la escuela hasta la universidad, desde el hogar hasta la taberna y el burdel, que nuestro pasado independista era majestuoso, ínclito y digno de todo tipo de alabanzas; pero que los escritores, que se supone son la conciencia de un país, se comporten de semejante manera me pareció bastante sospechoso. Adiós a los próceres fue escrito para desmontar, desde la ironía y el humor, ese pedante y militar engrandecimiento de una patria bobalicona y agresiva que ha invadido durante casi 200 años todos los espacios de nuestras vidas. Se publicó por primera vez en 2010 y fue el único libro que no celebró lo que todos los estamentos mandaban celebrar. Y creo que por ello mismo pasó tan desapercibido. Ahora bien, esta mitificación y mistificación de los héroes es la consecuencia de lo que las sociedades latinoamericanas han construido tan maltrechamente y han llamado Estado-Nación. Los héroes de la patria es uno de los combustibles mayores que urge toda nación. Y quienes han contribuido a esta idealización de estos héroes han sido los partidos políticos y sus ideólogos e historiadores, la Iglesia Católica que ha sido siempre cómplice de estas manipulaciones y, claro está, las fuerzas militares. Es, como se ve, el producto de un gran aparataje. Pero lo curioso es que toda esa aparente firmeza no soporta el más mínimo escrutinio.
Una de las conclusiones a la que llega el lector después de pasar por las páginas del libro es que la generación de los próceres fue una promesa que no se cumplió: Caldas pudo ser un gran naturalista, Jorge Tadeo Lozano pudo ser un gran zoólogo, en fin. En el fondo el libro, como casi todas sus novelas, vuelve a un punto central de su trabajo: el papel del intelectual en tiempos de crisis. ¿Qué lecciones nos deja en ese campo esa generación?
Los “intelectuales” de la generación de la Independencia y la Patria boba estuvieron sometidos a los vientos de la época. Y la época estuvo insuflada por las ideas bélicas nacionalistas que nos dejaron como herencia las guerras napoléonicas y el Romanticismo. Todos esos intelectuales, trátese de botánicos, geógrafos, médicos, poetas, pintores o músicos, cayeron de bruces, tan encantados como alienados, en el estropicio de esas guerras asesinas. Y casi todos estuvieron moldeados por el compromiso militar y la lealtad a la Iglesia católica. La lección que este período otorga, y de los que son su consecuencia y atravesaron la historia de una gran parte del siglo XIX y XX colombianos, es que para construir un intelectual verdaderamente moderno, caracterizado por un espíritu laico, democrático y tolerante, hay que distanciarse lo más posible de toda militancia política, religiosa y militar, pues sabemos que en el caso de Colombia ellas están roídas por la corrupción ética y la descomposición moral. Sabemos, sin embargo, que la generación de nuestros próceres fue casi en su mayor parte aniquilada por la Reconquista española que aprovechó la insensatez de nuestras primeras guerras civiles. Y que este papel de mártires ha servido para que les aceptemos todas sus torpezas y sus mezquindades. Se sabe que los centralistas y los federalistas mostraron de inmediato su desmesurada ansiedad por heredar las tierras y las riquezas de la Corona española. Pero en vez de reclamarles este comportamiento equivoco lo que hemos hecho es ensalzarlos hasta la exageración y la ridiculez. Y el gran campeón de este periodo, como sabemos, es Bolívar. Y ahí está el caso de García Márquez que, en El General en su laberinto, termina homenajeándole hasta las flatulencias y la halitosis al Libertador. En el caso de Gabo, ya conocemos al dedillo su atracción un poco malsana por los militares poderosos. Y creo que como él, hay otros tantos escritores en Colombia que están dispuestos a dar la vida por ese tipo de hombres armados. En lo que a mí respecta, cuando encuentro, en mis recorridos por el pasado y el presente, uno de esos militares investidos por la clarividencia de Dios y los designios de la historia, de inmediato se me pone la carne de gallina.
La contribución del sabio Mutis y su expedición es paradójica. A su lado estuvieron los primeros criollos ilustrados que acompañaron el traumático proceso de la Independencia y su figura en la enseñanza de las ciencias despertó favorablemente la conciencia de sus discípulos. Pero los resultados de la Expedición Botánica, tan bien financiada por la Corona, fueron magros. En la historia de las ciencias lo válido son los productos y las formas como estos transforman el horizonte del conocimiento. Desde esta perspectiva, casi nada de lo que salió de esa expedición tuvo impacto en el mundo de las ciencias del siglo XIX. Mutis no publicó sus resultados porque sencillamente nunca hubo resultados, como si los hubo, por ejemplo, en las expediciones naturalistas que la Corona financió en Nueva España, Perú, Chile y Filipinas. Y no hay que olvidar, para incrementar la decepción, que de todas las expediciones que el despotismo ilustrado apoyó en las colonias, la de la Nueva Granada fue la que gastó más años, la que tuvo más integrantes, la que recibió más dinero y la que estuvo a cargo del más prestigioso naturalista de América. La verdad es que Mutis, acaso perezoso, tal vez demasiado exigente con su inteligencia, estaba enredado en demasiados asuntos que lo ocuparon durante su vida en el virreinato. Mutis no solo era sacerdote y médico, profesor de matemáticas, botánico y astrónomo, sino que también fue un próspero negociante agropecuario. Finalmente, el sabio gaditano es un memorable ejemplo de la incapacidad y la abulia para acabar un proyecto colectivo.
Otro español que marcó de manera decisiva a esa hornada de neogranadinos fue Pablo Morillo. ¿Fue Morillo un típico español de su tiempo? ¿Su vida nos da luces de la España de esa época?
A Pablo Morillo le dedico el último de los 23 relatos de Adiós a los próceres. Su poder militar era impresionante y parecía mentira que fuera derrotado por Bolívar. Morillo fue un monarquista de una sola pieza y un combatiente feroz de los franceses. Siempre pensó que sus grandes enemigos eran estos y no los rebeldes criollos de América. Pero no hay enemigo pequeño y él lo entendió cabalmente cuando estuvo por estos lados. Las luces que representan su vida y obra, como estratega militar, es la del terror de la Reconquista. Y su paso por América será siempre recordado por nosotros como una pesadilla. Es como quien dice el malo de esta historia. En mi semblanza, que acude a la información enciclopédica para distorsionarla con la prisma de la sátira, lo trato de esta manera: “Hay hombres que solo saben moverse en medio del desconcierto y el sobresalto de los otros, que desconfían de la paz porque los vuelve algo así como afeminados e inservibles. Morillo era uno de esos humanos prototipos. Tenía, como todo militar con ambiciones, una idea del mundo. Esta se reducía a una geografía más o menos utópica que una sola persona podía controlar. Tal comarca era, a su modo, una representación de la armonía cívica. Armonía conformada por la unión de la Iglesia católica, un monarca rodeado de una estela interminable de burócratas, un aparato militar represor y un pueblo siempre sometido”. Personas así, con esta oscura manera de entender el mundo, pululaban en la España de esa época. Y lo peor es que siguen pululando en la geografía actual de Colombia y América Latina.
Ahora que habla usted de la actualidad de América Latina, ¿cuáles de esos vicios del pasado republicano siguen vivos en nuestras democracias?
El mapa de América Latina es variado en lo que tiene que ver con la herencia republicana. Hay un país como Colombia donde la corrupción política se ha quintuplicado hasta lo inverosímil y sus ejércitos han sido múltiples y feroces. Y hay países como Uruguay y Costa Rica en donde la corrupción es menos y esas sucias guerras, que han sido el pan de todos los días de Colombia, ya no existen. Hay países en donde la libertad de expresión, esa es una herencia republicana sin duda, no existe como en Cuba, y en otros que existe parcialmente como en Colombia, en donde siguen matando periodistas en las zonas rurales por denunciar o decir cosas contra los caciques de turno y los ubicuos mafiosos. La corrupción estatal, la intolerancia ciudadana que es el reflejo de sus dirigentes políticos, religiosos y la violencia militar son las caras sombrías de esa herencia y todo eso está diseminado en mayor o menor medida por el continente. Por supuesto que hay aspectos positivos de esa herencia, como es el caso de la educación para todos y gratuita. Algunos países lo han logrado más que otros. Ahora bien, ni la derecha, que siempre ha estado en el poder, ni la izquierda, que ha tenido la oportunidad de gobernar en ciertos países, han podido construir ese tipo de Estados fuertes y libres. Nuestra desgracia es esa: habitar una tierra prodigiosa por sus recursos naturales y poseer los dirigentes políticos más nefastos. Imagínese: estamos en la segunda década del siglo XXI y América Latina no ha querido, porque su esencia política es el de divide y reinarás, hacer realidad el famoso sueño bolivariano, el de construir una gran nación latinoamericana. Seguimos siendo países, y Colombia es un claro y vergonzante paradigma de eso, con zonas en donde la vida republicana y sus altos valores simplemente no existen.