Alfabeto de infancia

Alfabeto de infancia

Julio-septiembre 2015. Por: Emma Lucía Ardila.
En Revista Universidad de Antioquia # 321.

Cuando yo nací me dio mi padre todo lo que su corazón desorientado sabía dar. Y entre ello se contaba el regalo amoroso de su miedo.
Piedad Bonnett, 1995

Alfabeto de infancia
Lucía Donadío
Sílaba
Medellín, 2009
104 p.

La infancia de un escritor es su casa primera; el lugar en donde los ecos y los ritmos de su prosa o de su poesía se configuran. Cuando se evocan para crear la obra, queda impresa en ella una fuerza conmovedora; despierta en nosotros el recuerdo de una época, más allá de su ventura o su desventura, en que asomábamos al mundo con las manos abiertas. Aún teníamos el privilegio de descubrir la novedad y el frescor de la vida, esa mirada poética que luego el artista ha de buscar afanosamente para perfilar su obra.

Asomarse al alma infantil, descubrir de nuevo en cada anécdota, por nimia que parezca, un acontecimiento que todavía no ha perdido la dimensión y el brillo que al trasegar desluce los hechos, es un privilegio para el lector, máxime si el escritor es capaz de bajarse de su pedestal adulto. No importa la forma elegida, puede ser un poema, como el del epígrafe de Piedad Bonnett, o un cuento, o una novela. Lo importante es que pueda transmitir la emoción, la angustia, la pregunta, el temblor, el miedo, el desengaño o la alegría. Es falso aquello de que la infancia es un lugar idílico y feliz. Falso negar en los niños angustias y profundas tristezas. Cierto que el asombro, en unas almas más que en otras, acompaña a los pequeños y los insta a descubrir el mundo.

El libro de Lucía Donadío, Alfabeto de infancia, está marcado por la soledad y la incomunicación. Este conjunto de cuentos rompe sus propios límites para convertirse en un género inédito en donde la poesía se hermana con el relato y al mismo tiempo bordea la novela, pues configura la historia completa de la protagonista mediante la unidad temática de los distintos apartados.

La forma del libro se aúna al conflicto de la pequeña: imposible un relato extenso. Los textos deben ser cortos, cercanos al poema, para expresar la angustia, el balbuceo, el asombro. Y el título refuerza la estructura: Alfabeto de infancia, efectivamente, va de la A a la Z; cada cuento inicia con una letra hasta recorrer todo el abecedario para deletrear la infancia y apropiarse de la palabra en un duro proceso de aprendizaje.

El tono infantil solo cambia al final, bajo el capítulo llamado Silabario, en donde se recogen los seis últimos cuentos, cuando la protagonista ya es una mujer mayor. Allí aparece “Una fecha en la libreta” —en donde se narra la muerte de la madre—, y que debería ser el último cuento del libro, cierre perfecto para trazar toda la biografía de la pequeña Irene, tutelada por la sombra de la progenitora.

En los primeros relatos la niña reclama: “Mamá, anclada en la mecedora que había heredado de la bisabuela, acunaba y amamantaba al bebé con ritmo de barca, sin cansarse ni protestar jamás. A la deriva quedaba la casa, la cocina, el jardín y nosotros los náufragos sin puerto, los olvidados, los que ya caminábamos y no tomábamos tetero (Donadío, 2009: 26).

En cambio, en esta parte final habla una mujer capaz de entender a la madre y solidarizarse con ella.

Ahora llegábamos derecho al cuarto de costura y jugábamos y hacíamos como si hiciéramos las tareas y soñábamos con que mamá un día volviera a la sala y nos dejara el cuarto de costura, para que las señoras que venían no tuvieran que subir tres pisos por esas escaleras empinadas y estrechas y para que papá no siguiera mirándoles las piernas cuando subían y bajaban y mamá se estremeciera sin saber qué decir. Muchas se espantaron de sus miradas indiscretas, del desorden de libros, cuadernos y juguetes y de la cara triste de mamá que siempre soñó con su cuarto de costura en el tercer piso, para trabajar a sus anchas (88-89).

Muchos de los relatos del libro alcanzan la redondez del cuento, y con mucha fuerza, como “Aurora”, “Mesa”, “Tías”, “Vaso”, para solo mencionar algunos. A través de ellos la protagonista trata de entender las emociones que la embargan, tan contradictorias; y cuando las experimenta se asusta, porque la avasallan: el miedo, la traición, los celos, la soledad, la tristeza, el amor y el odio confabulados…; “Ñata” es uno de los mejores; en poco más de una página queda expuesta con eficacia la crueldad de la que es capaz un niño, junto con el sentimiento ambiguo de extrañar a la víctima. En “Jardín”, el padre, en su intento de enseñar a nadar a la pequeña, acrecienta su miedo y deja en ella la sensación de que la ha traicionado.

Otros cuentos, ¿o debería decirse capítulos?, son poemas. Tal es el caso de “Barco”, en donde Irene se siente ignorada y lucha por la atención del padre, a quien evoca con amoroso reclamo; y de “Orilla”, en donde la familia se desorienta sin saber que los actos silenciosos de Irene han sembrado el desorden por doquier:

Me apartaba del mundo en singular y profunda ebullición, sin sentir a mi hermanita que esculcaba la caja verde con ojos de terror; sin oír a la cocinera que renegaba y refunfuñaba buscando al dueño de unos dedos negros pegados de la nevera; […] Sin atesorar más instante que el instante del juego, eterno y presente, en que el barco de papel llegaba a puerto y la dulce melodía de las aguas acariciando la orilla de la arena acunaban la marea desordenada y tibia que llevo por dentro (26).

“Queso” ronda la magia de la infancia y sus personajes, recreados con mirada infantil: el señor de los quesos, “me dejaba montar en el sillín del triciclo y me hacía sentir la reina de los quesos […] Cuando me dijeron que el queso se hacía con leche, me puse a llorar y no quise volverlo a ver. Yo creía que el señor del queso era un mago que sacaba y sacaba quesos de su cajón de madera” (61).

El tono del libro es triste, pero la poesía sale al rescate y matiza las sombras que impregnan los relatos. Y la factura es impecable: cada apartado tiene un epígrafe cuidadosamente elegido —en su mayoría fragmentos de poemas— y las ilustraciones de Oreste Donadío agregan otra voz a la historia familiar. En suma, el lector percibe el deleite por el arte y la delicada mano que labró su hechura. Al final, la historia de esta pequeña nos impregna con sus breves historias, tan entrañables, tan familiares y tan cercanas al universo infantil, que también fue nuestro.