13 de Noviembre, 2010. Por: Marcela Lleras Puga.
En El Espectador.
Conocí a Silvia Galvis y a Alberto Donadío en el invierno del año de 1991, en la ciudad de Washington, a través de varios amigos comunes de Bucaramanga. Estos amigos, jóvenes periodistas que trabajaron con Silvia cuando era directora de Vanguardia Liberal, y también una historiadora y escritora, muy amiga de ella, santandereana y con el mismo gusto por los temas decimonónicos, la querían inmensamente y se regodeaban con sus anécdotas, con su sentido del humor, con su inteligencia fina que le daba la facultad de reírse de ella misma.
Por lo que ellos me contaban, me formé una imagen de Silvia en todas sus facetas: como periodista, íntegra; como columnista, avezada; como escritora e investigadora, minuciosa, y como aficionada a bailar mambo. Precisamente, cuando la conocí, estaba haciendo investigaciones en la Biblioteca del Congreso en Washington y en los Archivos Nacionales para buscar, durante horas enteras, con lupa, cualquier detalle, cualquier frase, cualquier fecha, para atar cabos dentro de su amplio conocimiento, que después redundaría en el libro que tenía en mente hacer.
A medida que la fui conociendo me encontré, paradójicamente, con una persona de una fragilidad física y de una timidez que no concordaban con la fuerza y vehemencia que tenían sus columnas periodísticas. Y no es que Silvia no sostuviera y defendiera sus ideas. Y no es que no fuera apasionada: lo era —y mucho— y no se transaba en materia ética. Así lo sentía, así llevaba su vida, así lo hacía saber, pero con un tono de voz casi inaudible.
No la veía mucho, porque Silvia y Alberto eran itinerantes, y, además, disfrutaban inmensamente estar el uno con el otro, o con los hijos de Silvia y después con los nietos. Ellos se acomodaban durante algún tiempo en algún lugar del mundo donde hubiera una biblioteca importante o un archivo, buen cine —otra pasión compartida—, sitios bonitos para caminar y buena comida, y ambos se dedicaban a esculcar todos los archivos existentes.
Cuando veía a Silvia, o mejor, cuando hablaba por teléfono con ella, cosa para la cual había que disponer de muchísimo tiempo, se podía explorar, fácilmente, los acontecimientos de los últimos años del país, incluyendo los más recientes. También su salud, que le preocupaba tremendamente y eso hacía que siempre se acordara de algún dolor de espalda o alguna indigestión de la que uno le había hablado meses o años atrás, era uno de los temas presentes. Otro eran los últimos libros que se devoraba en sus largas horas de insomnio.
Me sentía muy a gusto con Silvia porque cuando la oía hablar, con su marcado dejo y localismo santandereanos, y su sonrisa característica y agradable, lograba que mi imaginación fluyera sobre los diferentes temas: política, música clásica, historia, los curas, a los cuales Silvia no quería y su abominación se había exacerbado con el cura de Ruitoque y sus novenas cantadas por altoparlante en las épocas de Navidad. Ciertamente Dios no fue su amigo, ni tampoco el Partido Conservador. A los godos no les daba el beneficio de la duda, porque Silvia era una liberal radical, como lo fue su padre, don Alejandro Galvis Galvis, liberal del centenario, y de él, creo yo, aprendió a ser así.
A través del tiempo formamos con varios amigos un club tácito de entusiastas de Silvia. Después de saludarnos venía la consabida pregunta: ¿Qué se sabe de Silvia y Alberto? ¿En qué parte del mundo están? ¿Cuándo vienen a Colombia? ¿Ha hablado con ellos?
Fui dos veces a Ruitoque, el último refugio de ellos dos. Allí estaban en su ermitañismo envidiable, en compañía de las nietas. Silvia ya no viajaba como antes, se sentía cansada de los aeropuertos, de las largas horas en un avión. También había abandonado, hacía mucho rato, sus famosas columnas periodísticas donde se daba el lujo de ir diciendo las cosas por su nombre, sin tapujos, logrando espantar a este país farisaico.
En los últimos años escribió dos historias noveladas sobre casos verdaderos en Colombia. En una, su protagonista es un Presidente de la República, y en la última, que fue su novela póstuma, una senadora. Iba relatando los acontecimientos, por lo demás investigados juiciosamente por ella en los expedientes de la Fiscalía, como la trama de una novela policiaca, con mucho suspenso, entretenida, ágil y deliciosamente bien escrita, con un fondo absoluto de verdad. El que los haya leído no tiene la menor duda sobre quiénes son los personajes.
Ya se me estaba haciendo hora de volver a Ruitoque para visitar a Silvia y a Alberto e irrumpir, aunque fuera por unas horas, por lo demás muy amenas, en su ermitañismo, pero no llegué.
Qué afortunados fuimos los amigos a los que nos dejó Silvia acercarnos y conocerla. Siento como si nos hubiera quedado una impronta grabada, tanto que hoy la veo, con su pelo largo recogido, y sé qué está pensando y sé cómo lo va a decir.