Por: Manuel Bernardo Rojas.
En Ni un minuto más alla .
Quizá no era yo, quizá sí. Nadie podría asegurarme que no había estado en ese sitio, nadie podría confirmar tampoco que yo no estuviese involucrado en tan escabrosa historia. Todos saben, creen saberlo y hasta yo he estado convencido de ello, que no soy afecto a la noche y que por tanto, jamás me aventuro por las calles más allá de las nueve o diez, y solo cuando por razones de trabajo así se dan la cosas. Creía saberlo, ya no estoy seguro. No puedo estarlo, porque ahora lo que más recuerdo es la noche de lluvia, las goteras golpeando su delgado chubasquero y su sonrisa malévola. ¿Pero fui yo quien lo vio? Soy como una especie de testigo, que me resisto a serlo. Lo vi, pero no creo haberlo visto. ¿Cómo haber reconocido a ese, que precedido por tan terrible historia no era alguien a quien yo hubiese visto previamente? Sí, no hay duda, no hay manera de ser yo el llamado a identificarlo, porque mi círculo social es bastante pequeño y cada vez se agosta más. Dos días antes, para no ir más lejos, había muerto uno de mis mejores amigos, el pobre Elías, con quien jugaba ajedrez una vez a la semana y con quien me podía pasar una tarde entera sin cruzar palabra. Siempre he evitado la vocinglería y la algazara que implica eso que se llama amistad: copas, charlas, chismes y fanfarronadas de tres al cuarto. En vez, mis amigos, escogidos con precisión casi milimétrica, tienen todos en común ese profundo amor por el silencio, el temor a la noche y un indescriptible afán por no re-
velar nada de sí. ¿Quién era Elías? No lo sé, como tampoco sé quién era Arturo, Constantino, Salomón y Raquel. Solo sé que todos ellos están ahora muertos y de la misma forma infame: en la noche, en medio de la lluvia.
No es algo personal. Sé que mis amigos han muerto y ahora que he visto a su victimario, creo que seré el próximo. Temo a la vida nocturna, pero algo me impele a recorrer los recovecos de la ciudad en medio de esta noche de lluvia, con mi ligero chubasquero, con mi extraño rictus que contemplo frente al espejo. La ciudad en la oscuridad provoca. Veo desde acá las altas torres, un relámpago que ilumina todo por un segundo, y sonrío. Al cerrar la puerta de mi apartamento, me doy cuenta del silencio más perfecto que trae una noche de lluvia. Son las once, pronto serán las doce y yo, Desidero Ancízar, he de desaparecer también a manos del hombre del chubas- quero; desaparecerá, como Arturo, Constantino, Salomón y Raquel, mis únicos verdaderos amigos que me han amado hasta inmolarse así mismos, de una forma tan infame…