10 de noviembre de 2017. Por: MÓNICA QUINTERO RESTREPO.
En El Colombiano.
Juan José Hoyos pudo haber sido arquitecto. También pensó, cuando estaba por entrar en la universidad, que tal vez podía ser psicólogo. Era 1970. Ni lo uno ni lo otro. Su nombre se escribió no en obras que se ven en la calle sino en los periódicos que se venden en los semáforos. Fue periodista porque sabía que quería ser escritor. Eso ha sido: la literatura y el periodismo están en él al mismo tiempo.
Indisolubles es el adjetivo que le ponen desde el Premio Simón Bolívar, que reconoció este jueves sus más de 40 años dedicados al oficio periodístico y literario.
Juan José se levanta a las nueve o diez de la mañana; se queda leyendo hasta tarde en la noche. No es insomnio por estos días, ese monstruo que lo ha visitado a veces, como hace un año y medio que incluso tuvo que parar de escribir su columna Deshora en EL COLOMBIANO, pero ya se fue. Un lector lo buscó hasta encontrarlo y le dio una receta que funcionó.
Porque los lectores a veces lo buscan, y han salido incluso amigos. Para él, es la manera de seguir conectado cada semana con lo periodístico, y además le permite comunicarse con la gente. A veces le toma dos o tres días de su semana.
En la mañana está en su biblioteca o leyendo o pensando temas para sus crónicas. Luego escribe. Siempre, dice su esposa Martha Ligia Vélez Moreno, tiene un proyecto: una novela, un ensayo, una columna. Después se encuentra con ella para una tertulia, tomarse una cerveza o caminar. Almuerza tarde, el almuerzo le da sueño, después regresa a la biblioteca, descansa un rato y en la noche lee otra vez.
Siempre las letras. Aunque en los días de Juan José también hay música. Esa es otra pasión. En todas sus expresiones, desde la clásica hasta el jazz, las autóctonas, la chocoana. El tango le ha interesado mucho, lo lee, lo escucha. Siempre la música.
En sus días además hay conversaciones. Lucía Donadío, editora de Sílaba y su amiga, dice que conversar con él es fácil. Entonces hablan de sus papás, de la vida misma, de los libros en los que están trabajando. Es tranquilo, cuenta ella. No se angustia, por ejemplo, cuando está haciendo un libro, que es tan difícil a veces porque toca tantas fibras íntimas. Se demora, en cambio, precisa la editora, porque es parte de la manera como quiere hacer las cosas: es riguroso, tiene sus ritmos.
Juan José también ama el silencio y la naturaleza. Se puede pasar todo un día contemplando el paisaje al lado de Chico, el perro; Romeo, el gato, o Pablo, el loro. A veces, en ese día que empieza tarde, le da la comida a los perros, aunque el problema de eso, dice su esposa, es que no solo les da el cuido de siempre sino que les rompe la dieta y les echa carne y arroz. Por puro cariño, de consentidor que es.
Con Caramelo, ese perro que tanto quiso y que ya se fue, estaba el día que dejó en un taxi el computador en el que tenía la novela que escribía en ese momento, Verás que nada es mentira, y que luego le devolvieron. Con él sí que conversaba. Era tan querido Caramelo, lo contó Juan José en Deshora en 2016, que si veía que estaba leyendo o escribiendo, no dejaba entrar a nadie.
Diálogos con Juan
Conversa tanto que hace un mes escribió en su columna Una larga conversación que cada noche entabla con José Manuel Arango, su amigo, con quien habló de la muerte cuando el poeta agonizaba en una clínica de Medellín hace 15 años. Él le dijo que ya no volverían a verse, y Juan José que los hombres como él no morían. Hace un mes recordó un poema de José Manuel: Cada noche converso con mi padre/ Después de su muerte/ nos hemos hecho amigos. Y eso del poema, dijo el cronista, es lo que le ha pasado a él.
Conversar era lo que hacía en el Club de Lectura John Reed, que tuvo en la Universidad de Antioquia, si bien no era nada formal. El periodista Diego Agudelo, que fue parte de ese tertuliadero mucho tiempo, cuenta que empezó en 2004, más o menos, con unos compañeros, muchos de sus alumnos, que coincidían en los intereses en la literatura y el periodismo narrativo. Se reunían a las 3:00, los viernes, en un salón, y leían.
A los encuentros los llamaban trifásicos: empezaban leyendo, seguían en una cerveza y terminaban en una fiesta. A veces escuchando a Juan José contar historias en El patio del tango. Noches de tertulia con este hombre, precisa Diego, que no solo era un guía profesional sino de actitud ante la vida. Les compartía sus experiencias, así, sin nada más. Muy generoso, y los impulsaba a escribir. El club se acabó, pero aún se encuentran a veces.
Su oficio
Juan José es un curioso. Hay muchas cosas, dice Martha Ligia, que él ve y los otros no. De ahí van saliendo las historias que escribe. Y es más sensible que los demás. Si un árbol está enfermo, él sufre y se preocupa por ese árbol. Lucía cuenta que los sucesos de la vida lo tocan con fuerza, la muerte lo afecta más, tiene esa capacidad de acercarse a los otros, de entenderlos, de ir más allá. Por eso sus historias y sus crónicas son como son: de esa experiencia de sentir, de ponerse en el lugar del otro.
Es perfeccionista, apasionado. De ahí que cuando está en una crónica tiene 20 0 30 páginas de información, incluso más, y esa la pule y la vuelve a pulir, a veces días, a veces semanas, a veces años. Se conecta con las historias, con lo simple, con lo humano. Y se emociona, mucho, mucho.
Las recomendaciones en un texto las recibe sin problema. Un tema lo conversa con su familia (tiene dos hijos), la escritura es solitaria y luego lo leen. Ahí recibe correcciones, aunque sus escritos, dice Lucía, los entrega muy limpios, muy completos. Con los temas ideológicos, en cambio, es un cabeciduro, cuenta Martha Ligia. Hay ideas que no negocia, que cuida, que defiende.
Desde el Simón Bolívar, en el acta del jurado, lo llaman el cronista mayor. “Está convencido del poder de las historias porque sabe que la gente no puede vivir sin ellas, sin las verdades que encierran. Y a los lectores les sigue alimentando la curiosidad desde su espacio dominical en el periódico EL COLOMBIANO”.
El escritor y periodista Germán Castro Caycedo afirmó que era el mejor cronista de Colombia en los años 80.
Siempre enseñar
Juan José Hoyos es maestro de tres maneras, por lo menos: una, en las aulas de clase; otra, en ciertas obras, especialmente en Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo, y una tercera, en la vida cotidiana.
De las aulas de clase, quienes han pasado por ellas y lo han tenido como profesor no olvidan la enseñanza estilo taller, porque él ha sido un convencido de que a escribir periodismo se aprende escribiendo.
Patricia Nieto lo conoció en la Universidad de Antioquia, cuando llegó al salón. Antes de eso, jamás lo había leído. En su pueblo, Sonsón, donde nació y estudió hasta el bachillerato, era difícil conseguir un ejemplar de El Tiempo, en el que escribía. “Cuando comencé en su curso, entendí que era el profesor que sueña cualquier estudiante”. Y por eso tomó otras tres materias con él.
Recuerda el método de Juan José. Puso a los estudiantes a buscar en los medios escritos una noticia local. Ella encontró una sobre la construcción del metro, que se adelantaba entonces. Y decidió que haría el ejercicio con un topo, es decir, con uno de los obreros que abrían manualmente los profundos huecos para sembrar las bases del viaducto. Tan hondos, que los paleros debían internarse en ellos dotados con tanques de oxígeno. “Era como ir tras las huellas del trabajo que un periodista había hecho”.
Después de ir al sitio, hablar con los personajes, “gastar suela”, como recomienda Juan José, escribió el reportaje. Después, él se lo devolvió con abundantes apuntes al final, a puño y letra. Patricia, quien se convirtió luego en profesora de la misma facultad, adoptó esta costumbre y sigue practicándola. Eso, comenta, da mucho acercamiento entre profesor y alumno.
Aparte de los cursos, el cronista adelantaba con los estudiantes actividades que conseguían apasionarlos aun más por la literatura y el periodismo: El club de lectura John Reed. Un espacio por el que no había nota y que bien podía terminar con un vino en la librería de Este lugar de la noche. Un taller que llevaba en su nombre a uno de los escritores que más han sorprendido a Juan José Hoyos: el autor de los Diez días que estremecieron el mundo.
Si Patricia lo tuvo como profesor en cuatro cursos, el cronista Alberto Salcedo Ramoslamenta no haberlo tenido en alguno durante su formación académica. “Sin embargo, lo considero mi maestro”.
La forma en que le ha enseñado es de la segunda manera: con sus obras: leía las crónicas que publicaba el escritor criado en Aranjuez. Y se maravilló después con sus libros, los de periodismo literario, no los de ficción como la novela Tuyo es mi corazón, porque Salcedo da prioridad a los primeros. Destaca el libro Sentir que es un soplo la vida. La capacidad para mostrar el país a través de cualquiera de los personajes.
Y en cuanto a la tercera forma de su magisterio, la de la vida cotidiana, los amigos sienten que Juan José les habla con calidez y generosidad.
“Como yo soy zanahorio —dice Alberto Salcedo Ramos—, no él, cuando nos reunimos en Medellín no tomamos trago. Almorzamos. Una vez lo hicimos en El Patio del Tango. También he estado en su casa y me ha leído por horas fragmentos de libros de John Reed”.
Patricia dice que Juan José enseña otra cosa: a expresar el afecto. Él no solamente se lo manifiesta a su esposa y a sus hijos, como es natural, sino a los amigos, a su perro, al gato y a los personajes de sus obras. “Es amoroso y lo demuestra con abrazos, besos y palabras. Y cuando siente que se equivocó en alguna cosa con uno, no descansa hasta encontrar la manera de repararlo”.
Para ella, el libro más grande de Juan José es El oro y la sangre. “Es un ejemplo de la pulcritud de un reportero, que con solo los datos de los que dispone es capaz de construir un universo. Es un encuentro entre arte, ética del reportero y poesía”.
Juan José es un hombre que cuenta historias.