. Por: Jhon Agudelo.
En Sílaba.
Performance
Papá
Rodrigo ve un conjunto de cuerpos colgados del techo. Cuerpos jóvenes, casi todos, aunque es difícil distinguirlos. Tienen los ojos cerrados. Piensa Rodrigo que los ojos son la característica distintiva de los rostros. Busca los ojos de su hijo, oscuros, inexpresivos. Nunca ha escuchado sus palabras; para él, son ojos silenciados. Veinte años han pasado. Es justo, pues, decir que no ha sabido leerlos, como piensa Daniel. Una gruesa barrera de silencio los separa cuando están cerca. Un silencio agotador, de años, mohoso, similar a la pausa que precede a las peores noticias. Rodrigo no se preocupó por formar una amistad. Se enfocó en las órdenes, en las imposiciones a ultranza, sin derecho a réplica. Evitó el diálogo, la relación horizontal. Estaba convencido de que ser padre era trazarle un rumbo a su hijo en lugar de acompañarlo en su recorrido. Ahora lo tiene ahí, en ese espacio siniestro, con sus compañeros de estudio y aventuras bohemias. Se encuentra en la antigua estación del ferrocarril, postergada por el progreso a ser el simple taller del metro, orgullo de la ciudad. Es de noche. Una noche oscura, fría, estática. Un ambiente litúrgico se apodera del sitio. Es, como pretendían los artistas, una escena cercana al ritual, distante del vacuo entretenimiento. No hay atisbo de morbo, si bien hay cuerpos hermosos, desnudos. Quién sabe cuántos hacen la reflexión principal que propone el acto. Quién sabe cuántos se cuestionan el valor de la carne, cuántos asocian el panorama lúgubre con sus muertos, cuántos se preguntan hasta qué punto hemos banalizado la crueldad. Tranquilamente alguien podría asociarlo con el consumo de carne. Alguien podría estar evocando a Yourcenar; yo tampoco como angustias, pensaría esta persona, ahora con más decisión. Otro podría evocar las casas del horror donde a diario algún vecino, un desconocido que lo será para siempre, es torturado y desmembrado en plena ciudad, en el pleno núcleo del desarrollo, de la innovación. Algún intelectual estará hilvanando conjeturas en la historia del arte. Estará poniendo a dialogar la obra con sus referentes. Se irá feliz a casa, con su sonrisa maliciosa, a escribir una ácida crítica. También habrá espacio para los aduladores, los defensores ciegos, quienes acomodarán la ambigüedad planteada con interpretaciones convenientes para sus amigos. Pero ninguno de esos, seguro, es Rodrigo. Para él es un momento incómodo. Ha aceptado la invitación de su hijo por una especie de compromiso biológico. No es –lo que sería plausible– un torpe intento por remediar años de ausencia. Una ausencia que no ha sido física, pues ha estado en cuerpo para desearle un feliz cumpleaños, cada año, para pagarle la matrícula semestralmente, para financiar alguno de sus viajes, sus juergas, los materiales de clase que exceden el valor según la necesidad de Daniel. Es la ausencia, en conclusión y para no darle vueltas, de un padre. Evidencia sólida es la ignorancia de lo que está haciendo su hijo. Porque no se trata, como podría pensarse, del desconocimiento lógico de un lenguaje que no hace parte de su cotidianidad. Es desconocer lo que su hijo le ha intentado explicar. Es consecuencia del sesgo, del muro de prejuicios que ha levantado contra el proyecto de vida alternativo que su hijo ha emprendido. Para él, Daniel desentona en la tradición familiar. De alguna forma siempre será un paria. Se negó a ser contador público. De haber aceptado, ya estaría disfrutando de las arcas familiares, sería pieza importante en la empresa de asesoría tributaria. Pero ha preferido estar ahí, colgado, desnudo, ocupando el lugar que otrora, en el arte, ocupaba el objeto, ejerciendo un esfuerzo físico que espera, convencido de la idea de su profesora, que provoque un sacudón en los espectadores. Lleva una hora colgando, suspendido de los pies. Es de los que más ha aguantado. Para su padre ha sido más fácil encontrarlo. Ahora el esfuerzo de Daniel, que no siente los brazos ni los pies, es totalmente mental. No sabe si su padre ha asistido. Mientras estuvo pendiente no lo vio. Reiteradamente abrió los ojos, buscándolo, como símbolo de lo que ha sido su relación con él: lo que para su padre es el techo, para él es el piso. A Rodrigo, sin embargo, se le debe reconocer que su hijo le importa. Siempre le ha preocupado su salud, su estabilidad económica. A Daniel nunca le ha faltado nada material. Ni una sola vez, a pesar de los encontrones, lo ha dejado a la deriva. Le preocupa ahora que a su alrededor los que se empiezan a descolgar se desploman extenuados, al borde del desmayo. Se pregunta si su hijo, estatua de soledad y silencio, está bien. Los demás acompañantes arropan a sus seres queridos, los reciben con ternura, se sientan en el piso, sobre una sábana, con ellos, los miran a los ojos buscando a la persona que vive del lado de acá del arte, y le acarician los pies con una solidaridad que raya en la sumisión. Rodrigo se pregunta qué hará, se pregunta si está preparado para un encuentro tan cercano. Un sentimiento que se reprocha, lo insta a huir. Pero no hay mucho tiempo para pensar, Daniel ha abierto los ojos, se ha encorvado un poco, es evidente que ha llegado al límite. Rodrigo, imitando las escenas que recientemente vio, le desata los pies con parsimonia, asegurándose de tenerlo sujetado de la espalda. Desde que era un bebé no lo tenía en esta posición. Durante su vida se impuso con el carácter, la fuerza, pero nunca lo tuvo tan dominado. Daniel depende enteramente de él. Un descuido y caería sobre el asfalto. Sin embargo no pesa demasiado. El alcohol y la alimentación desordenada han marcado su desarrollo físico. La paradoja no deja de ser, de cualquier forma, incómoda: está tocando el único cuerpo al que le ha dado vida, un cuerpo que siente más extraño que el de cualquier desconocido.
Hijo
Seguramente no ha leído el libro de Danto que le presté, piensa Daniel mientras pedalea camino a la presentación. El día anterior estuvo reunido con uno de esos brujos que se anuncian en el centro de Medellín. Fue arrastrado por la curiosidad. Y también, en mayor medida, por el miedo a volar. Dos meses atrás le anunciaron que obtuvo la beca para estudiar en Alemania. Por fin le será útil esa pronunciación agresiva, esas extensas palabras que ha memorizado día tras día. El logro se lo debe, en gran parte, al colectivo de performance, pues con su mediocre promedio no hubiera tenido con qué competir contra los más disciplinados estudiantes. Siente un agradecimiento que lo impulsa a suspenderse, prolongando la resistencia de su cuerpo, en lo que será su último acto con ellos. El brujo le leyó el tarot. Le dijo que si tenía un viaje en mente, lo hiciera, que todo saldría bien. Le dijo también que busque la armonía con sus seres queridos. Un par de generalidades que Daniel acopló fácilmente a su realidad más inmediata. Invitó, en consecuencia, a papá. A quien no se puede decir que le ha ocultado lo del viaje que hará en tres días. Simplemente no se ha dado la ocasión para hablar. Lo intentó, no obstante. Varias veces puso un tema de conversación que papá aniquiló con frases cortantes, monosílabos, posturas radicales. Se lo tragó, entonces. Había decidido partir sin que él supiera. Mamá seguramente no le contaría. Ella, a diferencia de él, eligió desde que se liberó del yugo romper cualquier tipo de vínculo. Rodrigo suele llamar a su antigua familia y, apenas ella reconoce su voz, le pasa el teléfono a su hijo. La última opción para Daniel es que papá entienda de qué se trata. Espera que al menos haya visto los videos que le envió sobre la obra de Sophie Calle. Estos pensamientos aparecen mientras rueda. Algo raro, pues la bicicleta se ha convertido en un escape. Pedalear es la alternativa a pensar demasiado. Mientras lo hace entiende cuan solo está. Soledad que toma como algo positivo. Entiende, a fuerza del dolor en las rodillas, que nada más de él depende escalar las cimas más empinadas. Que en él recae el esfuerzo de los objetivos y, en consecuencia, los frutos, los descensos refrescantes, las cumbres coronadas. Ha llegado muy transpirado pero no importa. En pocos minutos está desnudo. Conversan un rato sobre lo que harán. Nadie habla de significados. Para el momento, cada uno debe haberlo interiorizado. Fueron meses de charlas, de estudio, de conexión espiritual. Quizá solo a Daniel, esta noche, le importa que haya un nuevo significado. Quiere que papá entienda que hay valor más allá del dinero. Odia cuando lo escucha decir, entre risas, que no todo en la vida es plata, que para eso existe el crédito. Espera construir un puente entre ellos que les permita alternar su panorama de la vida. Mientras se cuelga, sin embargo, se debate entre el creer y el descreer. Lo del brujo fue un síntoma de que en los últimos días, en parte provocado por el miedo al cambio, se está convirtiendo en un tibio creyente. Ha pasado del total escepticismo a creer en el poder revolucionario del arte, creer en su futuro, en que su padre tiene un lado sensible que va a exteriorizar con él. Daniel está convencido de que es tan difícil demostrar algo como negarlo. Quiere creer en el brujo, por ende, para montarse tranquilo en ese avión, pero es consciente de que esas palabras pretendían contagiarlo de un optimismo que lo estimularía a pagar una y otra sesión; a comprar un cuarzo, como el que compró, para que las energías fluyan a su favor.Constantemente Daniel abre los ojos, buscando al padre que no llega. Recuerda entonces la primera frase de un libro que lo marcó: “El mismo año en que mi padre enfermó publiqué una novela en la que lo mataba”. Piensa en las múltiples formas de matar a alguien en el arte. Pensó en esto hasta que el agotamiento lo venció. La sangre no fluye por sus brazos, siente un leve dolor de cabeza, pero también la convicción de que no se bajará hasta entregarlo todo. Cierra los ojos. Se ofrece al dolor sedante. Pierde la noción del tiempo, del espacio. Casi todos sus compañeros, excepto un par, se han descolgado. Todo ocurre en silencio. Hay un convencimiento general de que las palabras son oprobios. Solo un hombre rompe con la solemnidad, caminando entre los cuerpos, alargando los pasos para evitar pisarlos. Nada alevoso, no obstante. No ha estropeado la calma, nadie se ha enfocado en él, ni su hijo sabe que ahora lo tiene enfrente, mirándolo, de forma absurda con algo de pudor. Su postura no es natural. Parece que se forzara a imitar a los demás acompañantes. Daniel abre los ojos, se encorva, y solo ve una silueta borrosa. Es su padre, sin dudas: una silueta borrosa, algo que parece un padre, la forma del vacío. Después siente su mano contra la espalda, sosteniéndolo. Daniel se siente frágil, dependiente, aunque le daría igual si lo deja caer. No reconoce en esas manos las de un ser que dialoga con su cuerpo. Siente, de hecho, que está cayendo. Cae a un pozo en el que solo hay insectos y huesos húmedos de los que antes han caído. Lejos de su padre, de esas manos que por más que se alarguen jamás podrán tocarlo.