1 de septiembre de 2012. Por: Guillermo Camacho.
En Aurora Boreal.
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Suele escuchar con mucha atención. Luego, cuando toma la palabra, gesticula en exceso con las manos y enfatiza lo que afirma. Interlocutor histriónico, amable y lúcido, se ve que disfruta de cada conversación. Como si se tratara de un gran banquete. Hemos seguido su trayectoria desde hace varios años, hemos conocido sus ensayos, sus cuentos y crónicas. Sílaba Editores publica ahora en Colombia Nadie es eterno, su primera novela. Y después de leer esta sorprendente ópera prima, podemos ratificar que Alejandro José López es uno de los autores latinoamericanos más interesantes de su generación.
G. C.: Éste es su séptimo libro, pero su primera novela. Antes había publicado dos volúmenes de ensayos, dos de cuentos y dos de crónicas. Teniendo en cuenta que su primera obra data de 1999 y, por otra parte, que el género de mayor proyección hacia los lectores de hoy es la novela, ¿no estaba un poco demorada su incursión novelística?
A. J. L.: Lo que sucede es que la novela se me ha resistido mucho. La primera versión de Nadie es eterno fue terminada en 1995. Pero como no lograba sentir que estaba lista, he tenido que corregirla y reescribirla con insistencia durante todos estos años. Algo parecido me ocurrió con mi primer libro de cuentos, cuyo proceso creativo se alargó excesivamente. Esta situación me lleva a suponer que tal vez un escritor necesita conquistar en su fuero íntimo cada género en el cual se aventura; es decir, necesita impregnarse de la tradición en la cual se inscribe y hacer suyo ese gran legado. Sólo de esta manera podría dialogar con la historia cultural, con sus antecedentes literarios, de forma deliberada; en otras palabras, sólo entonces y con un permanente fervor de escritura podría llegar a conseguir eso que en literatura suele denominarse “una voz propia”.
G. C.: Lo que dice le confiere una gran importancia a la tradición. Pero, entonces, ¿qué tanta relevancia tendría la intuición en el proceso creativo de un autor?
A. J. L.: Una relevancia definitiva. Sin embargo, conviene recordar que también la intuición tiene una historia. Quizá podríamos entender la tradición literaria como una herencia cuyos hitos primordiales, las obras maestras, son las grandes conquistas de la intuición. Y por eso el escritor necesita conocerlas, para no transitar de forma ingenua por territorios que ya han sido ganados, para re-combinar las rutas y esbozar sus propias cartografías creativas. No estoy queriendo decir que sea preciso honrar a ultranza ese fetiche llamado “originalidad”, pues esto puede conducir al mero esnobismo. Pero tampoco tiene sentido repetir aquello que otros ya han realizado hasta la saciedad, puesto que hacerlo implica un formulismo inconducente, que es lo que suele caracterizar la actual industria del Best Seller. Yo estoy convencido de que buscar la literatura nos obliga a incurrir en los riesgos de la intuición. Sólo asumiéndolos es posible acercarse al hecho literario.
G. C.: Hablemos de Nadie es eterno. Usted aborda aquí los entornos del narcotráfico en su Tuluá natal. En algún pasaje del relato se mencionan los dos candidatos presidenciales asesinados en ese momento, lo cual nos ubica en la Colombia de 1990. ¿Cómo ha sido su trabajo de documentación para construir ese universo de la novela de una forma tan vívida?
A. J. L.: Aunque he escogido ambientar la novela en ese año, que es uno de los más violentos en la historia reciente de Colombia, debo decir que he trabajado esencialmente apelando a los recursos de la ficción. Si bien es posible rastrear esos rasgos de la época, no he seguido aquellos parámetros que podrían concernir a una investigación periodística. De manera que la historia colombiana de ese momento, que se corresponde además con el punto más atroz de lo que se llamó La Masacre de Trujillo, viene a ser una especie de trasfondo de la novela. Aquí aparecen, desde luego, los miles de cadáveres que bajaron flotando por el río Cauca; sin embargo, tanto los personajes como las situaciones que se cuentan en Nadie es eterno han sido desarrollados de forma novelística. Por más que contenga escenarios muy realistas, lo que yo cuento es una Tuluá literaria.
G. C.: Una de las cosas más notables de esta novela es el difícil equilibrio que logra. Su lectura resulta muy amena, pero no cae en la banalidad. Y esto es un verdadero mérito, sobre todo si se tiene en cuenta los conflictos tan complejos que afronta.
A. J. L.: Hay algunos maestros de la novela cuyas enseñanzas tienen, para mí, una tremenda vigencia. Estoy pensando en William Somerset Maugham, cuando decía que una persona razonable no lee una novela como si fuera una tarea, sino como una diversión. Y de allí desprendía una conclusión que me parece valiosa: “El fin de un escritor de ficción no es instruir sino agradar”. Lo que sucede es que en la actualidad la idea de diversión ha terminado siendo asimilada a lo más superfluo, a lo baladí. Pero eso es una tergiversación muy propia de nuestra época. Alguna vez le preguntaron a Julio Cortázar por este aparente dilema y él introdujo una aclaración que me viene ahora a la mente: “divertido no es lo contrario de serio; es lo contrario de aburrido y las cosas divertidas crean una amplitud mental en el lector”. Yo creo que es bastante razonable la lección de estos dos maestros y seguramente muchas de mis búsquedas literarias tienen que ver con eso.
G.C.: Otras de las características con que se encuentra el lector en esta novela es la combinación de diferentes puntos de vista. Y se percibe una gran pericia técnica en ello. ¿Hacia dónde apunta esa diversidad de voces narrativas que se despliegan en Nadie es eterno?
J. L.: Todo recurso técnico en una obra literaria debería estar al servicio de movilizar una visión de mundo. La generación a la cual pertenezco fue marcada con el hierro candente del narcotráfico. En aquel entonces, para muchos jóvenes colombianos de provincia y de sectores populares, carentes de cualquier otra posibilidad de ascenso social, el negocio de las drogas llegó a ser un fuerte dilema y, para una gran cantidad de ellos, fue la opción. Eso está en la base de la terrible violencia que hemos vivido en Colombia durante las últimas décadas. De modo que no se trata de un fenómeno que se pueda abordar con simplismos maniqueos sino de un drama complejísimo, repleto de matices. En el proceso de escritura de esta novela he contrastado visiones muy diferentes, he querido incluir la voz del sicario pero también la de sus víctimas, incorporar la mirada arrogante del mafioso pero también visibilizar la estela de dolor que van dejando sus crímenes. Siempre he pensado que el examen ecléctico de la realidad nos permite una mejor comprensión de las cosas. Y ello no significa renunciar a una toma de posición frente a los conflictos, pero sí evitar los apresuramientos y los prejuicios que lastrarían cualquier exploración literaria. Desde luego, esto lo analizo ahora, mirando todo retrospectivamente; aunque la verdad es que no se escribe ficción de una manera tan racional.
G. C.: Quisiera hacerle una última pregunta en relación con el tema de su novela, el cual ha dado lugar a diferentes versiones narrativas que pasan por la televisión, el cine y la literatura. ¿No le preocupa que pueda producirse una especie de saturación en el público?
A. J. L.: Eso podría pasar, desde luego. Con todo, sigo pensando que en literatura lo fundamental es la forma; o sea, cómo se cuentan las cosas. A propósito del tema, quisiera destacar dos percepciones que tengo. La primera es que muchos de los relatos realizados sobre el narcotráfico tienden a agotarse en la casuística, lo cual equivale a decir que se embelesan con los exuberantes anecdotarios que este fenómeno ha generado (las acciones sangrientas, la espectacularidad de los crímenes). Sin embargo, no suelen avanzar demasiado en la indagación de esas complejas psicologías que los protagonizan, ni es frecuente hallar elaboraciones ficcionales profundas que vengan a nutrir la interpretación y la comprensión de ese universo. Por otra parte, las manifestaciones más rotundas de la violencia (como la guerra, el narcotráfico o el fundamentalismo ideológico) dejan huellas muy dolorosas en las sociedades que las sufren. De allí que sea necesario escrutarlas artística y literariamente. Y en el caso que nos ocupa, todavía queda mucho trabajo por hacer.
G. C.: Déjeme decirle que le auguro muchos lectores a esta novela.
A. J. L.: Muchas gracias, Guillermo.
Nadie es eterno. Corre el año 1990, uno de los más violentos en la historia de Colombia, y el narcotráfico ha consolidado su sanguinario poder. Las calles de Tuluá y sus habitantes desfilan por estas páginas, contadas a través de conmovedoras historias y con la pulcritud y la belleza del lenguaje, que nombra el horror, la venganza, la muerte y el amor desde las entrañas de sus personajes. Misiá Hermelinda, la viuda madre de dos muchachos -el joven sicario Pacho Tiro y Juancho, su hermano enfermo-; Armando Valentierra, el patrón; Maritza, una bella prostituta de ascendencia aborigen; Rafico, el pintor gay; el doctor Santiago Álvarez; y otros tantos seres que develan su alma a través de diálogos, chismes, reflexiones, sueños, pesadillas y dolores. Todo ello en medio del esplendor del paisaje, de los matices de días y noches por los cuales discurren aquellas vidas que son parte de nuestra historia. Esta novela de Alejandro José López nos permitirá conocer el mundo del narcotráfico y esos años en que por el río Cauca desfilaron miles de cadáveres. Nadie es eterno también es una profunda radiografía de la Colombia contemporánea y nos revela que la violencia puede ser narrada desde otra orilla y que su autor es uno de los escritores latinoamericanos más interesantes de su generación.
Entrevista al escritor, crítico y ensayista colombiano Alejandro José López enviada a Aurora Boreal® por Guillermo Camacho. Publicado en Aurora Boreal® con autorizaciøon de Guillermo Camacho y Alejandro José López. Foto Alejandro José López con Guillermo Camacho © Sol Gómez. Foto Alejandro José López Cáceres©Mauricio Mejía. Foto Guillermo Camacho © Tatian Bydantseva.