1 de octubre de 2014. Por: Saúl Roll Vélez.
En Sílaba Editores.
“Escribir un poema: marcar la piel del agua.”
Ángel González
Detrás las palabras que se escriben está siempre agazapada la esperanza vana de que la suma de ellas nos convierta en algo parecido a un demiurgo. Léanse en “vana” ambos sentidos: inutilidad y vanidad. Sabemos que jamás será posible fabricar ese mundo que se fragua en nuestra mente. Persistimos, sin embargo, porque en algún momento de nuestra vida habíamos descubierto que la ilusión de crear ilusiones, aunque vana (inútil), nos mueve a no dejar de vivir. Escribir es querer crear un mínimo mundo que está al margen de la realidad de otros. Es fingir una realidad para ellos sabiendo que al mentirles ellos conocen de antemano la verdad de la mentira. Sobre esa mágica paradoja se erige la obra literaria. Sacar a la luz esas palabras, ese mundo, es compartir con extraños un deseo absurdo, un misterio inenarrable, una dicha oscura, una amargura íntima. La turba de personajes que se han gestado en la mente durante meses o años, o quizás desde siempre, irrumpen constantemente en nuestras horas sin importarles si es de día o de noche, o si estamos haciendo el amor o la comida, o durmiendo. No son como mascotas o hijos, sino como espías infiltrados en nuestros pensamientos, homúnculos pugnando por huir de su creador para ir a revelarle al mundo (al de verdad) nuestros más recónditos temores, nuestras más vanas esperanzas (vanidad). Escribir es ayudarles a escapar. Su salida al mundo no garantiza que se cumplan los propósitos que imaginamos. Todo lo contrario, confirma esa imposibilidad. La poesía, aunque máxima posible expresión de la lengua, también miente, y también la desilusión sabida de antemano la persigue. En ambos casos al final —dice el poema de Ángel González citado en el epígrafe—, el lector, el autor mismo,
o ve su propio rostro
o -transparencia pura, hondo
fracaso- no ve nada.
En la ciencia no hay respuestas sino más preguntas; cuando haya una respuesta, se acabará la ciencia. Cuando en la literatura se acabe el dulce temor de la imposibilidad, su epitafio dirá “Aquí yace la certeza.”