Por: Diego Niño.
En Panorama Cultural.
No sé por qué los poetas tienen la costumbre de escribir textos que no tienen pies ni cabeza. En este caso, como sugiere el título, el autor nos da un paseo por la historia de Luisa. Pero no de Una Luisa, como pensé cuando aún no había ojeado la primera página, sino Tres Luisas. Como la santísima trinidad, sólo que sin milagros ni lenguas de fuego.
La primera es Luisa Sánchez, la abuela de Rubén. Las compañeras son su hija y su nieta. Tres vidas que recorren el siglo veinte con la alegría que sólo puede brotar de las mujeres. Aunque, pensándolo bien, me equivoco al afirmar que son ellas quienes transitan la centuria: es el siglo veinte quien pasa por ellas como el silencio que cruza un verso.
Naturalmente, hasta acá no hay nada nuevo en aquello de relatar la vida de tres mujeres que están vinculadas por el doble lazo de la sangre y el nombre. Lo que llama la atención es que la historia se construye a partir de los pequeños comentarios que acompañan cien fotografías. Estas no están ubicadas cronológicamente, sino que aparecen con el mismo orden en el que se ubican las fotos en los álbumes familiares.
Por eso decía al comienzo que es una historia que no parece tener pies ni cabeza.
Al respecto acota Rubén: “Tengo en mi poder todas las fotos de mi abuela de mentiras. Luego, soy su único nieto de verdad. Su único cómplice en este mundo. Gracias a estas imágenes puedo recrearla a mi antojo, ya como niña, ya como muchacha, ya como mujer sin edad”.
Y en efecto lo hizo de esa manera: reconstruyó las vidas de las Luisas guiado por los caprichos del corazón. Por ejemplo, algunas veces vemos a una anciana que ríe coquetamente con la certeza que el nieto la perpetuará con su prosa juguetona, a la siguiente página encontramos a la nieta entre Navarro y Pizarro y más adelante aguarda la hija entre los risos del mar.
Pero ellas no son las únicas: también merodean familiares de todos los lugares y todos los oficios (incluido el propio Rubén Vélez).
Un par de ellos me llamaron la atención porque los he visto en novelas de Tomas González y Manuel Mejía Vallejo: los haraganes. En este libro el honor le correspondió al tío Carlitos y a su padre, don Emilio. Del último dice Vélez: “A don Emilio, cada vez que caía el sol, allá en la vereda de ‘la humareda’, hasta los perros y los gatos le hacían corrillo. Era una emisora sin comerciales que se prendía a punta de aguardiente”.
Ahora, sería una verdadera injusticia que en este universo de personajes no tuviera espacio la mafia que creció como un tumor en Medellín.
En este caso el autor la describe desde los familiares y amigos de quienes se dejaron encandilar por los oropeles de un poder que desconoce la paciencia y los escrúpulos. Pero no se queda en las ramas, como sucede normalmente. También narra el fenómeno desde las entrañas del narcotráfico, gracias a que él hacía las gestiones jurídicas tendientes a fundar empresas (“legales”) con dineros que venían de todas las esquinas del planeta. Al respecto apunta Rubén: “Otra vez el juego de la infancia y adolescencia. Otra vez ‘Monopolio’, pero ahora con billetes de verdad, sucios y limpios”.
Y así, entre Luisas, presidentes, ex-presidentes, narcos y guerrilleros, se llega al final de la novela con la sensación que la vida, no la suya o la mía, sino la Vida, no es otra cosa que un puñado de recuerdos en los que siempre, sin excepción, estamos con una sonrisa digna de ser fotografiada.