Por: Javier H. Murillo.
En Revista Arcadia.
“Mientras pensaba en su destino, a Leoncio le llegó la hora de ponerse a trabajar” L. Fayad
Leoncio, el protagonista de los 34 relatos de Un espejo después, es un tipo ordinario y discreto. Vive solo en un apartamento que aunque pequeño es cómodo y se adapta perfectamente a sus sencillas necesidades. Es más bien tímido; callado pero perceptivo. Un empleado, probablemente un contador, que para ir a su trabajo toma a diario el bus en el paradero. Y es sociable, a pesar de que no tiene muchos amigos: puede sin problema mantener relaciones cordiales con sus compañeros de trabajo o despreciar a alguno de ellos en silencio.
Como todos, siente que avanza cuando camina, que cada cosa está en su sitio y que el tiempo se mueve en línea recta. No siempre, sin embargo. En ocasiones, si se fija bien, se da cuenta de que se le rompen el tiempo y el espacio, y de que por las grietas se filtran y se superponen todos indistintamente: aquí y allá; después, ahora y atrás. Es de ese modo que se reencuentra, a través del espejo, con su antigua prometida, que lo saluda y le pregunta, cordial, por su vida de los últimos años. O como logra ser al mismo tiempo el adulto y el niño que se miran de un lado al otro de la calle; hablar con su sombra o atravesar despierto por sus sueños.
Así, la lectura de este libro de relatos cortos, cortísimos —hay uno de dos líneas, el del epígrafe, y ninguno tiene dos cuartillas— es literatura fantástica tanto como simple mímesis de la vida corriente. Literatura fantástica, porque situaciones perfectamente verosímiles le explotan al lector en la mano cuando ocurre el giro maravilloso. Y mímesis, bueno, porque vamos convencidos de que todo está bien, de que somos amos y señores hasta cuando de entre las fisuras de la convenida realidad —es decir de las certezas personales— se asoma el vértigo y, eventualmente, la tragedia; puro objetivismo cotidiano.
Tal vez sea por eso que estos relatos deben leerse despacio, con ida y vuelta: hacia la mitad tenemos que regresar al principio de cada historia para confirmar, como con un parpadeo, que no estamos siendo engañados por nuestros sentidos.
Para bien de la literatura colombiana, el escritor Luis Fayad tiene mucho de Leoncio. Durante más de cuarenta años de actividad literaria, el autor de Un espejo después (1995) ha publicado solamente cuatro novelas: Los parientes de Ester (1978), Compañeros de viaje (1991), La caída de los puntos cardinales (2000) y Testamento de un hombre de negocios (2004). Lo justo para un escritor más bien lacónico que se las ha arreglado para saber mirar y contar, con algo de desesperanza y de sobriedad definitiva, ciertos rasgos íntimos de un país en el que no vive desde 1975.
Tiene Fayad la habilidad de crear, con la gracia y la contundencia de Monterroso, pero de manera más discreta, más serena, personajes anodinos pero algo simpáticos; caracteres diáfanos y por momentos devastadores —un poco como el Marcovaldo de Italo Calvino—, que son testigos de sucesos inesperados como los que pueden encontrarse en las ficciones de Borges o los relatos de Julio Cortázar.
Fayad escribe sin duda menos páginas que otros escritores colombianos, pero obras tan limpias y tan bien medidas como Los parientes de Ester —una novela redonda y perfectamente articulada— o Un espejo después lo hacen uno de los escritores imprescindibles de este país. Uno de esos para los que los ejercicios de pensar y de escribir van de la mano, y son asunto serio.
Felizmente, esta colección de relatos (editado inicialmente en 1995 por El Áncora Editores y después por la casa editorial El Tiempo, en el 2003) encontró esta vez una más que decorosa edición que está sin duda a la altura del texto: sobria, cuidada y amable. Respetuosa con el escritor y con el lector.