Noviembre 22 de 2015. Por: Catalina Villa.
En El País, Cali.
En medio de su estudio, rodeado de libros, fotos y papelitos fijados con taches que anuncian tareas por hacer, Gabriel Jaime Alzate recuerda. Habla de aquellos días de adolescencia en su natal Medellín; de las clases de sociología en la Universidad de Antioquia; de los barrios de casas antiguas que habitaban las familias numerosas y los árboles de Prado, siempre tan frondosos. De la lectura como religión.
Entonces cuenta que lo de los libros en su vida, lo de las letras como oficio, no fue un asunto planeado, simplemente sucedió. Admite, sí, que algo tuvo que ver su padre, un viajante de comercio que trabajaba para una compañía alemana de químicos y para quien leer la prensa y poesía eran asuntos sagrados. Al viejo, recuerda, no se le podía interrumpir mientras leía porque enfurecía, pero era capaz, también, de transcribir poemas de sus autores preferidos como Lorca o Miguel Hernández o Machado y hacer su propia edición, una antología especialmente editada para regalarle a su esposa.
Y era ese mismo hombre de mal carácter y ceño fruncido, liberal hasta los tuétanos en una cuidad ultra conservadora, quien le iba dejando en el camino anzuelos en forma de libros. Un día podía ser ‘Los hermanos Karamazov’ de Dostoiesvky. Otro, alguna de las novelas policiacas que protagonizaba el investigador Ellery Queen. Todavía conserva un libro de poemas de García Lorca que le regaló su padre. “Yo creo que a él le habría encantado escribir poesía, pero le daba pena”.
Él, el hijo, ya convertido en escritor, no sabe muy bien porqué no estudió literatura. No tiene muy claro, tampoco, porqué quería ser veterinario y porqué, al final, se inclinó por la sociología. “De pronto porque era un muchacho desubicado, como todos los muchachos. Y porque me gustaba leer a Marx. Menos mal no pasé en veterinaria. Gracias a eso, he dedicado toda mi vida a leer y escribir”, dice.
Su primera novela, al menos con la que siente que empezó en serio a escribir, fue ‘Baile de máscaras’. Es la historia de un refugiado alemán de la Segunda Guerra Mundial que se vino a vivir a Colombia. “Yo conocí al tipo. El hombre había sido amigo de mi papá, de mi familia, conocí muy de cerca su historia…”. Con ella se ganó el Premio Nacional de Novela Ciudad de Pereira, en 1985. Y aunque el premio era en dinero y no incluía la publicación de la novela, sintió un miedo espantoso. Es que eso de escribir ya era ineludible. “Entendí que a partir de entonces tendría que escribir mejor”, recuerda.
A modo de pausa, Alzate empezó a escribir cuentos, todo un reto para él que conoce las complejidades que encierra ese género, tan distintas a las de una novela. Pero lo hizo bien. Con ‘La hora del lobo’ obtuvo el premio Jorge Isaacs de libro de cuento, que incluía, esta vez sí, la publicación de los mismos. “Todo lo que escribo está inspirado en hechos o personas reales. Así esa realidad sea delirante…”, advierte.
Fue el caso de ‘Los viejos tienen que morirse’, una historia sobre la vejez y la jubilación. La historia de un pensionado, Marcos, que manda todo al diablo, que se pelea con todos. “Es de esos viejos que no tienen nada más que hacer que esculcar los errores de todos, esos que se sientan a escribir cartas a los directores de los periódicos, así sean cartas pendejas o llenas de sentido, no importa, el caso es joderle la vida a los demás”, dice entre risas.
En este libro, Alzate encontró una buena forma de exorcizar ciertos demonios de la cultura antioqueña que lo perseguían desde su infancia. “Yo en esa novela acabo con todo el mundo, con el párroco de Santa Teresita, por ejemplo, que era un barrio de clase media alta cuyos habitantes siempre se creyeron mejor que todo el mundo. Yo cojo y les pateo el trasero”, dice ahora muy serio. Una novela con la que se ganó a más de un enemigo, quizá por traicionar esa cultura paisa de trabajar hasta partirse el lomo, hasta morir de un infarto. “Es que el amigo de Marcos, Vélez, deja de trabajar y se dedica a la buena vida. y eso no me lo perdonan”.
La novela que hoy tiene en sus manos Gabriel Alzate, ‘Más que un forastero’, publicada por Sílaba Editores, es también una crítica, ya no tan despiadada, quizá más sutil pero igualmente certera, a esta sociedad de violencia y desmadre en la que vivimos. Y no necesariamente en Medellín, aunque allí transcurren los hechos, sino en Colombia o en cualquier lugar del mundo. En fin, en los tiempos modernos.
“A mi hay cosas que me han preocupado siempre, que me han gustado siempre y que me van a interesar siempre, y se resumen en una sola palabra: la novela como viaje. Bien sea de ida o de regreso, eso me llama la atención. Y a veces el viaje no es ni en avión ni en tren ni en carro sino al interior de uno. Y el solo hecho de recordar ya es viajar”, explica.
La novela muestra entonces un viaje de regreso —de quien narra la historia— de Stanford a Medellin. Un hombre que se encuentra con una ciudad distinta, irreconocible, violenta.
Y es justamente esa posibilidad de crear mundos paralelos, extraños, delirantes, uno de sus sellos como escritor. Así lo asegura el escritor y traductor Juan Fernando Merino, quien ha seguido de cerca el trabajo de Alzate. “Lo que más me impacta de sus novelas y cuentos es su capacidad de construir universos paralelos, en los que pueden ocurrir cosas desmesuradas y eventos levemente descabellados, que sin embargo como lectores aceptamos y disfrutamos, precisamente porque ese universo está tan bien construido y los personajes son tan congruentes con las reglas de ese entorno —o la ausencia temporal de— que todo parece encajar”.
Quizá todo encaja porque, como dice el autor, sus hechos narrados, todos —insiste— son inspirados en la realidad. No en vano al escribir ‘Más que un forastero’, llamó a un amigo de Medellín para subirse a un carro y hacer el recorrido que hace su protagonista desde que se baja del aeropuerto en Medellín hasta que recorre uno por uno los barrios de su memoria hasta llegar a la casa de sus padres.
Recorrió la ciudad vieja, al otro lado del río, donde está el centro. También la comuna nororiental. Pasó por Salvador, Buenos Aires, las iglesias de San José y San Ignacio. Por Bomboná, Maturín, Prado. Por la casa de sus abuelos. Por el cementerio. “La novela es también una crítica a esa ciudad que ya no está. A ese patrimonio derrumbado, a esa mala costumbre de acabar con la memoria colectiva que es la arquitectura de otros tiempos”, dice.
Una ciudad en cuyos ríos flotan cadáveres. Una ciudad que derrumba su arquitectura de otras épocas. Una ciudad custodiaba por helicópteros cuya autoridad dispara ráfagas de plomo indiscriminadamente. “Me parecía importante narrar la violencia desde otra perspectiva: una que fuera confusa, caótica, desordenada”, dice.
“¿Literatura como viaje?”, se pregunta el escritor Juan Fernando Merino. “Es posible” dice. “Pero en su caso se trata de viajes muy diferentes, muy alejados de todo glamour, de toda la parafernalia y el cosmopolitismo de los grandes novelistas viajeros como Hemingway, Maugham o Rilke… Y es que sus personajes viajeros —pienso ahora en particular en los de ‘El viajero en el umbral’, viajan cuando recorren como si fuera la primera vez su propia ciudad, su propio vecindario o ciudades que conocían, porque las coordenadas han sido cambiadas por eventos inesperados y desmesurados o bien porque esos personajes sufren una enfermedad o una persecución —por ejemplo—, que les hace contemplar el universo de una manera diferente”.
Bien lo dice Alzate en su novela. “Todo regreso es la reconstrucción de una historia que se cree perdida”.