Español, amantísima lengua que hablo desde niño y que hablaré cuando esté muriendo. Morada que he utilizado para formarme y deformarme. Para protegerme y arriesgarme. Para comprender la orfandad y la insignificancia. Consolación y loa de mi cuerpo. Garita de mi rebeldía. Recinto de mi honra y rampa de todas mis indignaciones. Español, lengua en la que creo que soy y sueño lo que soy y anhelo lo que tal vez nunca sea. Estoy aquí para celebrar tu elongación de tantos siglos. Ese camino, a la vez magnífico y tortuoso, prestigioso y sórdido, que va desde una noticia de kesos de un monje anónimo de León hasta las elucubraciones complejas sobre libros de un poeta de Buenos Aires. Estoy aquí para festejar tu existencia que me da cobijo, me arrulla y también me sobrecoge. Estoy en esta sala académica, que ha decidido recibirme en su seno, para decirte el amor que te tengo y agradecerte el valor que me das para enfrentar a la degradación y a la muerte. Esa dosis de esperanza que significa saberme parte de un todo. Grano de arena de una inmensa playa que recorro y que, apoyado en ti, intento descifrar.
Español, lengua mía, cuántas cosas esenciales has nombrado. El barro, el aire, la sangre. El agua, el fuego, la luz. Lengua génesis. Lengua matriz. Lengua padre y madre. Lengua en la que, como decía un poeta de México, falo es el pensar y vulva la palabra. La procreación que de ti surge, como manantial y desembocadura, la he hallado en tus palabras. Selva, mar, montaña, canto, humanidad que hormiguea en la Tierra y desentraña los enigmas y conoce las verdades a través de ti. Humanidad opresa y liberada, en este tránsito de la vida que es la fusión del dolor del mundo y la epifanía de sus gozos.
Español, lengua del amor y el deseo. Cómo no mencionar el cuerpo en esta gratitud mía. Tú que eres signo en la piedra, en el papel y en la pantalla. Que eres hálito inspirado y expirado en mi boca. Tan intangible e inasible sirves, sin embargo, para materializarme. Para hacerme conciencia plena y fugaz del cuerpo. Porque todo en ti es brevedad, pese a tu aspiración por la permanencia. Vastedad que se cree sin término cuando conoces el cuerpo enamorado. Ese cuerpo divino que se torna noche oscura y dichosa en los versos de un poeta de Ávila. Y que también alcanzas, para tocarlo y definirlo, el cuerpo contingente, extasiado en medio de su prisión de líquidos y humores. Delicia del sentir convertida en palabra dicha, escrita y leída. Para que luego, poderosa y evanescente, nos invada la tristeza de la saciedad.
Español, lengua niebla y lengua luz. Lengua fraternal y justa, pero también cruel y discriminadora. Tú rostro es múltiple como lo es el tiempo. Eres Bella como un primer amanecer y terrible como un exterminio. Entonces cómo no saberte bosque, florecimiento de los ramajes que te contienen. Albricias de los vientos fecundos y proliferación constante de las savias. Y cómo no saberte también la imagen del abismo cuando yo mismo soy el abismo, y la bruma sin fondo de su reflejo. Cuando yo, extraviado en el cosmos, ajeno a la confianza de los dioses, aplastado por la intemperancia de los hombres, me he preguntado, siempre hundido en ti, aferrado a esa superficie tuya circundada de barrancos, quién soy y cuáles son mis rumbos.
Porque en ti, estremecido por tus itinerarios, y disparado hacia las otras lenguas, he saboreado la extraña claridad de una verdad que es menester reconocer aquí, en esta venerable sala. Esa que consiste en creer que un hombre es, de principio a fin, todos los hombres. Oh, lengua entrañable, torrente despedazado y a la vez masa indestructible. Magma quemadora y agua fresca, el universo en su doble esencia de concentración y dilatación, se devela a cada instante a través de tus sonidos. Estallido atroz y prodigioso en el que el mal y el bien danzan en nuestra sangre, en nuestro pensamiento, en nuestro sueño más oculto.
Yo vengo de ti. Soy hijo tuyo sabiendo que en mí te vuelves mi heredera. Soy parte de esa historia cuyas orillas siempre han sido el orgullo y la deshonra, la belleza y la fealdad, el heroísmo y la picardía, el amor y el odio de tantas generaciones que han atravesado esta ilusión del tiempo que todavía nos sostiene. Historia iniciada, acaso, en alguna aldea castellana. En una confluencia de pastores rústicos y clérigos letrados. En misiones comerciales, legales y militares que organizaron un reino que apenas daba sus primeros pasos. Pero antes de aquella periferia medieval, anclada en el cristianismo y rodeada de islamismo, judaísmo y paganismo por todas partes, hubo un núcleo agitado de idas y regresos, de éxodos y aventuras, de batallas y conciliaciones. Cuántos romanos, cuántos godos, cuántos visigodos, cuántos celtas, cuántos ibéricos, cuántos árabes, cuántos bereberes y occitanos se encontraron para crear esta lengua que, a través de meandros prolíficos, ha llegado hasta a mí. Español, cómo me conmueves en tu incesante reservorio de muertes y nacimientos.
Surgiste, déjame suponerlo, de una de esas de torres habladoras donde el desconcierto y la revelación se confabularon. Brotaste de algún nivel de muros inextricables y, como las otras lenguas, tu raíz fue la fragmentación y el barullo. Uno de esos hombres del principio, creado por la historia y la imaginación, define tu origen marginal e incomprensible. Ese hombre fue producto de un incesto de hermanos, idiotizado por la herencia y el pecado. Deambuló por diferentes monasterios. Creció en ellos y aprendió en sus recintos las lenguas que la decadencia del latín regurgitaba por Europa. Ese monje terminó hablando una lengua que era todas y ninguna. Y esa manera suya de expresarse es paradigmática. Porque niega la pureza de la lengua. Ninguna lengua, en realidad, lo es. Y tú, español, tampoco eres lengua pura. Ni lo has sido ni podrás serlo jamás. Porque el impulso de tus movimientos, siempre palpitante, es la mezcla, la interminable variabilidad.
Pero en tu mismo ser habita la paradoja. Te levantaste, a través de un entramado de familias ilustres, de una religión monoteísta que te protegió, de estudiosos solitarios, de gramáticos minuciosos y exorbitantes, de iluminados y sombríos escritores y de un fervoroso grupo de pedagogos que han viajado por la Tierra. Todos ellos trataron de demostrar que debes ser preclara y homogénea. Que lo tuyo ha de buscar la simplificación de la norma y la elocuencia del buen hablar y la perfección del buen escribir. Porque tú eres también la lengua de la legislación, de la administración y de la educación. Y tu propósito, a través de los diccionarios, las ortografías y las gramáticas, ha sido velar por una cierta pureza y una cierta corrección. Pero cómo olvidar que la humanidad juega contigo. Que te tuerce el cuello de la solemnidad a cada instante. Que va y viene una y otra vez en una fresca insolencia, y se acoge día a día al bullicio y hace que tu fuente se rebose en un delta de muchísimos brazos. Mientras por un lado, te sientes honorable en la necesidad de mantener tu morada en orden y equilibrio. Por el otro, está esa faceta tuya que se mueve y brinca y busca el aire y se sacude en medio de una espiral maravillosa, casi infinita de palabras y expresiones. Porque esa es tu condición ineludible: desde los días en que todo pasaba no más allá de los linderos de Castilla y unos cuantos miles te hablaban, hasta hoy en que millones de humanos desparramados por el orbe lo siguen haciendo a su manera, tú estás forjado, español, en la diversidad, y en ello reside tu vitalísimo patrimonio.
Y entonces llegaste a América. Tú, que fuiste nimia ante el esplendor de lenguas más remotas, enfrentaste una nueva etapa. Te tocó el turno, como antes al persa, al griego, al latín, al árabe de ataviarte de lengua imperial. Te creíste la enviada de Dios y la civilización. La emisaria de la verdad y la razón. Llegaste a estas tierras nuevas sustentada en un grupo de prosapias dignas. Había quedado atrás tu raíz campesina y te volviste insigne. Y tu voz fue retórica, impositiva, castigadora. Tus representantes se macularon de sangre y se agigantaron de honor en sus conquistas y tú les ayudaste a limpiar y a enaltecer sus hazañas bélicas. ¿Qué pudimos entender por esos días de gloria embriagadora, de invasiones y enriquecimientos viles? Supimos, y no cupo duda, que todo imperio y todo trono debe sentarse en la silla poderosa de una lengua. Y tú, español, lengua mía, lo fuiste con terrible holgura.
Pasaste, arrasadora, por estos lares americanos. Al lado de la cruz y la espada tu presencia se hizo tan imponente como abrumadora. Hubo en ti una pretensión de ubicuidad. Como si el sueño de ese sabio monarca de España, de convertirte en la lengua de la cultura y de la ciencia, se hubiera explayado hasta lo inverosímil. Las otras lenguas, habladas por los indios nativos y los negros provenientes de África, fueron prohibidas, ignoradas, muchas de ellas aniquiladas. Y el desprecio y el olvido cayeron sobre casi todas como una afrenta. Y tú nos enseñaste, durante siglos, que esas lenguas no eran tales, sino hablas sin importancia, frágiles expresiones de la barbarie, dialectos que conducían al salvajismo y la sandez. Toda una hermosa y original e inteligentísima expresión de la multiplicidad del mundo desapareció por tu prepotencia.
Una parte de ti, empero, se acercó, respetuosa y conmovida, a las lenguas americanas y africanas. A través de un manojo de monjes curiosos y de otros tantos aventureros de la conquista, la colonia y la república, permitiste que esos otros te estrecharan en sus brazos, te besaran en sus labios y se fundieran en tu espíritu. Como si nos dijeras que hay algo primordial, de tu condición, que está impregnado por esos seres diferentes que también eres tú. Que te preocupan, sin duda, los destinos opuestos y los propósitos insólitos. Que es menester salir de la circunstancia angosta que significa hablar una sola lengua y dejar que las brisas de las otras manifiesten su frescura extraña. Que hay algo supremo en todo aprendizaje que reside en el encuentro con el otro, en su real conocimiento, y en el respeto admirado de su diferencia milagrosa.
Y fue por esos días que surgió otro monje. Se le pidió que recopilara las creencias de esas tribus indígenas que iban desapareciendo vertiginosamente de las Antillas por el brutal contacto con los emisarios de tu lengua. Ese monje se hundió, emocionado y humilde, en esos universos oscuros y al mismo tiempo prístinos. Y escribió un recuento que es el trasunto alucinante de las mezclas lingüísticas americanas que han marcado tu destino. Ahora bien, ¿con ese oficiante de la religión y con otros similares a él, podría afirmarse que abriste tu albergue al pensamiento y la palabra de los otros? Algunos dicen que sí con satisfacción consoladora. Otros argumentan, sin embargo, que no ha sido suficiente con esas presencias insulares. Y que el daño, provocado por tu desdén hacia tantas lenguas, no podrá resarcirse.
Con todo, tú eres un río colosal. Imparable y turbulento. Atribulado de rumores y gritos. Recogido en las oraciones más privadas y fraternal en las exclamaciones más regocijantes. Y vas recibiendo, aquí y allá, lo que tus afluentes te entregan. Cómo no celebrar ahora esa fuerza tuya, esa intimidad tuya y esos abrazos tuyos. Y de cuántas maneras yo quisiera hacerlo. Ahora, en este día en que me honras, a pesar de mis reclamos, como un cultor de tu palabra. Tú eres, español mío, mi soporte y mi arma. La única patria que intento mantener indemne en medio del engaño y la manipulación. En ti, o a través de ti, o sostenido en ti, he aprendido a abstenerme. Tú eres mi más visible fortaleza, mi aposento más secreto, mi más querida manera de resistir. No creo que lo haya logrado enteramente porque más que un hombre a secas soy un hombre seco y siempre me acosa la fragilidad y la impotencia. Pero he tratado de ser limpio en medio de la crueldad y la grosería. He procurado, hasta donde me ha sido posible, que eso tan esencial que habita en tu espacio y en el cual yo me guarezco, no sea instrumento de los guerreros. Contigo he sabido la exuberancia de la vida y su esplendor abigarrado. Aquí, el humor, la ironía, el sarcasmo. Allá, la voz exquisita y desbordante del goce sensorial. Aquí, la inteligencia calculada de ciertas abstracciones. Allá, la oscura y asfixiante relación del miedo y la locura. Pero ahora, que termino este modesto homenaje, quiero confesarte cuál es mi gran deseo. Acaso también sea el tuyo. Quisiera callar. Para así oír, por un instante, y ser capaz de nombrarlo, el silencio.
Pablo Montoya
Bogotá,
Lunes 21 de noviembre de 2016