18 de septiembre de 2016. Por: El País.
En El País.
Sol Colmenares llegó tarde a la repartición de la herencia del abuelo. Era la menor de sus nietas y su preferida. Luego de leer el testamento, le correspondieron algunas antigüedades. Una lupa rusa de cristal empotrada en un marco de bronce. Una balanza para pesar oro y un cofre alemán de madera oscura, que tenía varios cajones secretos y que el bisabuelo usó hacia mil ochocientos cincuenta como caja fuerte. Leído y releído el testamento, y sin más bienes que repartir, Sol se llevó el cofre y las otras herencias para su casa.
El cofre tenía un complejo mecanismo de seguridad: al abrir un compartimiento, se bloqueaba o habilitaba otro. Era un asunto de paciencia y observación. Sol quiso abrir todos los cajones secretos de aquel cofre. En realidad no era fácil. Nada en su arquitectura sugería la forma o el lugar.
Había que pulsar, halar, correr con sutileza y suavidad cada centímetro de madera, y de pronto, un cajoncito se abría. Así encontró un sobre pequeño con el retrato de la abuela y un texto manuscrito que hablaba del tiempo y de la realidad. Sol no entendió nada. Finalmente, cuando ya no pensaba indagar ni escrutar más, una noche, tras un golpe involuntario en un costado del cofre saltó una tablilla, y al tirar de ella se abrió una caja forrada en terciopelo, con el espacio apenas justo para albergar un reloj de oro.
El reloj tenía una contramarca en la que se indicaba que había sido construido en Ginebra, Suiza, en mil ochocientos veintitrés. El tablero era negro como el ónix y las horas estaban marcadas con puntos iridiscentes. Tenía grabados en oro, sobre el fondo oscuro, solo tres números romanos: el cinco, el diez y el dos.
A Sol le pareció extraño que solo tuviera esos números marcados, cuando lo corriente es que se marquen el doce, el seis, el nueve y el tres. Le dio cuerda y el reloj comenzó a sonar; un tictac armónico, claro, preciso, comenzó a emerger del interior y sintió que algo muy antiguo y calmo se despertaba.
La satisfacción que le produjo oír el reloj funcionando, la alentó a usarlo.Durante esa semana llegó tarde a dos reuniones y se acostó y levantó más temprano que de costumbre. Buscó su reloj de pilas y lo puso a la misma hora que el antiguo reloj de cuerda. Comprobó con precisión que el reloj heredado del abuelo se retrasaba entre quince y diez y nueve minutos, de lunes a sábado y los domingos media hora. La pérdida de una cita con su jefe la llevó a sospechar que el reloj se retrasaba y decidió llevarlo a una relojería; allí le dijeron que no podían repararlo, pues su mecanismo era muy antiguo. Aunque muchos lo vieron, ningún relojero se animó siquiera a destaparlo.
Entonces, tratando de salvar su joya, tomó la lupa y trató de leer en la contratapa del reloj y en los bordes del tablero para ver si obtenía algún dato del fabricante. En el borde inferior del puntero que gira las horas encontró la letra T. Nada más que eso, los otros textos eran 21 Jewels y Swiss Made. Sol escribió a una relojería de Suiza contando que tenía aquel reloj. Pasó el tiempo y no hubo respuesta.
Finalmente, una tarde cuando llegó a casa encontró un sobre bajo su puerta. Le respondían de la relojería suiza, le dijeron que el reloj en cuestión no estaba en ninguno de los catálogos de las relojerías actuales, pero que un viejo relojero consultado por ellos quería verlo. Sol con cierta inseguridad, pero alentada por la seriedad de la respuesta envió el reloj a una dirección de Ginebra. A un tal Amadeus Ellenrieder que, según la casa de relojes, era la única persona que podía dar algún concepto sobre el reloj. Al final de la nota decía: Señorita Colmenares, debe apresurarse pues el señor Ellenrieder tiene noventa y dos años. El tiempo apremia.
Cuando Sol entregó a la empresa Deprisa el paquete, hizo a modo de despedida o de conjuro, una señal de la cruz.
Tres meses después lo había dado por perdido. Se la oyó lamentarse de enviar así, sin ninguna garantía, la herencia del abuelo a un viaje sin retorno. En alguna ocasión, y como por no dejar, envió mensajes a la casa de relojes que lo recomendó, y al propio señor Ellenrieder, contando que era una herencia y preguntando por la suerte de su reloj y pidiendo que se le devolvieran cuanto antes.
Al quinto mes recibió un mensaje que decía: “Apreciada Sol, el reloj está en perfectas condiciones, es uno de los más finos y precisos de cuantos ha fabricado Suiza. Sin embargo usted dice que se atrasa de quince a diecinueve minutos por día y treinta minutos los domingos. He de contarle lo que ocurre y espero que usted sepa comprenderlo. El reloj fue construido en 1823, en aquel tiempo el tiempo era distinto, el universo cambia y el tiempo con él. Para hacer comprensible lo que ocurre a su reloj debo decirle que ahora hay menos tiempo, que el magnífico reloj de su abuelo marca el tiempo de aquellos lentos días.
Comprenda que poner a galopar tan delicado mecanismo al ritmo actual es algo a lo cual se niega, con cierta razón. Lo de los domingos es apenas comprensible: tiene que ver con una costumbre que se perdió con el tiempo: dedicar media hora los domingos a cantar. El antiguo reloj de su abuelo no sabe que eso ya no es necesario en los tiempos que corren. Todo se hace vertiginoso, la luz parece ir más rápido, lo veloz es más apreciado que lo lento. Sabe usted, Sol, que las estaciones eran más largas porque éramos más lentos. En los viajes conocíamos mejor los lugares por los que viajábamos pues íbamos más despacio. De todas formas los relojes ahora son más exactos, miden centésimas y milésimas de segundo. Como pudo ver, el reloj que heredó ni siquiera tiene segundero.
A mí me gustan los segunderos; cuando los observamos se ve caminar el tiempo; me gusta ver cuando el segundero sube desde el nueve hacia el doce, y prefiero los segunderos que hacen una pausa en cada segundo, a aquellos que pasan de largo sobre las líneas de los segundos como cronómetros de un tiempo sin pausas. En aquellos tiempos de su abuelo poco importaba un segundo. Me disculpará la tardanza en responder y la extensa misiva, pero a mi edad uno se toma su tiempo para todo, y la verdad, no tengo mucho con quién hablar de este tema apasionante. A la inquietud sobre los atrasos de su reloj sólo puedo decirle que está en perfectas condiciones, el que no anda bien es el tiempo mismo. Una última cosa, apreciada Sol, he pensado que si pudiera vivir al ritmo del reloj de su abuelo, se haría un favor.
Llegue tarde, gaste de quince a diecinueve minutos mirando correr el agua del río, recordando los juegos de su infancia, o durmiendo una siesta. Los domingos camine por el campo o haga lo que el reloj quiere: cante sin pensar en los tiempos que corren. T es una orden secreta a la que pertenecían los artesanos que construyeron el reloj y tenían como misión guardar los secretos del tiempo”.
Sol sorprendida y satisfecha por las noticias, respondió el mensaje inmediatamente pidiendo al amable Amadeus que le enviara su joya.
Tres meses después y cuando Sol empezaba a impacientarse, llegó un paquete con el reloj y otra nota del señor Ellenrieder. Sol leyó:
“Apreciada Sol, quizás piense que retuve el reloj para tratar de ajustarlo a los actuales tiempos, pero no. Lo retuve para oírlo sonar, para sentir su música pausada, el ritmo de nuestros mayores, la sombra fresca del pasado hecha música. Fue un placer asesorarla en este asunto y espero que entienda lo que los sabios de la secta T advirtieron: el tiempo que se marca no será nunca nuestro tiempo. En la antigüedad el tiempo lo marcaban los astros, un día era la luz del sol. Un año el tiempo desde el comienzo de la primavera hasta el fin de invierno. Una última cosa, retiré el puntero que marcaba los minutos, pues ahora, que conoce como sus antepasados la cuestión, puede distraerla. Se lo dice alguien que sabe del asunto; al tiempo es mejor no mirarlo. Ahora sabe que un buen reloj es un instrumento para oír la música del tiempo, recuerda que el silencio es el tiempo que necesita la música para ser. Por último debes saber que todo este asunto comenzó cuando a nuestros antepasados les dio por meter la inexactitud de un latido del corazón dentro de una cajita”.