Abril 27 de 2023 I Por: Miyer Pineda I En: Blog Mnemósine Quebec
En el umbral del libro La sal en la taza de café (2022), del poeta caleño Carlos Fajardo Fajardo, está Albert Camus dando la bienvenida a los lectores, con una reflexión sobre la creación como forma de ascesis, de camino para lograr la perfección espiritual en un mundo en el que este propósito es ya un absurdo. El esfuerzo cotidiano, el dominio de uno mismo, la apreciación exacta de los límites de la verdad, la moderación y la fuerza, etc., son rasgos de una actitud filosófica ante la existencia; para Fajardo, estos elementos están presentes en la creación poética; crear es asumir una postura ética y ontológica en un escenario que ha despojado las posibilidades de construirse un espíritu en el que el ser se refugie. Frente al despojo del ser, el poeta opone su palabra. Ante los devastadores efectos de los mecanismos de control, el poeta contrapone con estoicismo el silencio que rodea a la imaginación creadora; ante el ruido sugiere la serenidad de la depuración poética. Creación y riesgo, “escritura y peligro, escritura por, desde y contra la muerte” (p.11). Es ineludible el estrépito de uno de los poemas más poderosos de Carlos Fajardo, en su libro El eco de la tormenta (2021), en el que el genocida es el protagonista principal. En un país en el que la vida vale tan poco, es diciente que uno de sus poetas despoje la metáfora hasta que la ironía se vuelve aguijón; el creador, por tanto, es un tábano que expone la farsa, y al hacerlo, en sombra socrática, se expone ante los ojos del poder.
El libro es una reflexión sobre la creación poética y sobre la función ética de un creador en el marco histórico y social, en el que lo humano se ha degradado hasta lograr niveles de ferocidad aterradores. En este sentido, define la poesía como “interrogación, demolición y creación desde las ruinas, a partir de los escombros” (p.12). Escribir poesía con lo que queda de lo humano; lo que han dejado los vastos efectos de la crueldad y de la indiferencia en los colectivos, haciendo de la Tierra camposanto y patíbulo; de esta manera, se propone dejar un testimonio de la luz y la sombra, del latido que dejaron a su paso los escarceos efímeros de la respiración.
Carlos Fajardo ubica al lector como parte del proceso hermenéutico vital; es fundamental la lectura en los procesos de comprensión de sentido y de proyección de los mundos ficcionados por la obra. La cuestión es que se entiende la lectura a la altura de la profundidad en la escritura. El poeta propone que se escribe como quien muere, por tanto, se debe leer como quien vive, es decir, como quien es consciente de la finitud y de las cadenas; en este sentido, se interroga por el poeta como lector, como continuador de las sendas trazadas por el texto. Al decir de la hermenéutica, la lectura es una creación desde el interior mediada por la obra de un autor que concibió la escritura como la construcción metódica y minuciosa de un refugio.
Aunque en la actualidad el arte de poetizar se diluye entre el ruido de lo banal, la “pulsión oscilatoria” (p.13) equipara la imaginación poética al viaje “estremecedor” (p. 14) y a la posibilidad de conocerse; de esta manera, el lector de poesía piensa el camino como posibilidad de ser; ser en camino señalaba Paul Ricoeur, recordando el poder de la lectura como senda oscura para conseguir procesos de autocomprensión. A esto, Carlos Fajardo agrega otro nivel, otra consecuencia de la escritura: el autor se auto comprende leyéndose a través de su obra. El desafío se devela, escribir es leer y conocerse al margen, en contravía de los mandatos de un totalitarismo oscilante entre la crueldad y la ridiculez, despojador de la individualidad del sujeto.
El estilo de escritura encaja en la búsqueda de la depuración, textos cortos, ensayos, aforismos, esquirlas en “un mundo multitexto” (p. 14), señalando las cadenas y contagiando la sospecha; enalteciendo la dignidad porque es incómoda en medio del cauce del horror. El poeta pareciera registrar una bitácora en la que expone como idólatra su inclinación ante la fe que profesa; su única religión es la poesía. Sorprende el nivel de entrega a estas artes; línea a línea es una confirmación de la respiración del lenguaje a través de su espíritu. Una cartografía lo respalda, versos-aforismos provenientes de distintas épocas y latitudes: se puede dejar de comer, pero no se puede vivir sin poesía (Baudelaire); o ese verso poderoso de T.S. Eliot, “sólo hay versos buenos, versos malos y el caos” (p. 17); al enaltecer el proceso creativo se hace un señalamiento del contexto, en el que el poeta es un estorbo peligroso, el residuo de formas de pensar inconvenientes porque visionan a un sujeto libre, desencadenado, lector, y, por tanto, rastreador de formas distintas de la condición humana. Ya no se queman libros, pero se ha logrado hacer de la banalidad una forma de vida fundamental; incluso, en los terrenos literarios, el pensamiento es visto como tumor enquistado cuyo único destino es ser extirpado; en este contexto, se comprende el libro como una “invitación a sostener el fuego de la poesía como una antorcha intensa ante la banalización de nuestra época” (p. 30).
La creación justifica una vida; si hay alguna razón para continuar, la poesía se equipara con la respiración, con la bondad que se tiene con el sujeto a merced de la incertidumbre y la opresión de las certezas que hereda la cultura. La imaginación poética libera, quebranta, ironiza, encuentra el umbral a la intemperie, único espacio desde donde se puede pensar y resignificar el sentido de la respiración, de la poesía como necesidad fisiológica. La poesía se opone a sectas, fanatismos, tiranías, por eso, en últimas, el poder la percibe como “la sal en la taza de café” (p. 28); al vaticinar el futuro extiende los vasos comunicantes del pasado, señalando la maldición de la barbarie y abriendo paso al milagro para que despliegue sus alas; al asumir la defensa de lo humano, se convierte en elemento clandestino, subversivo, demente como quien se niega a agachar la cabeza frente a poderes ilegítimos; al rozar la muerte, al mirarla a los ojos, agudiza el filo de la palabra porque todo adquiere color, nitidez, sabor, sustancia.
La cita de Gaitán Durán (p.34) es implacable porque si el mundo es una palabra, la patria también lo es; entonces pareciera que el poeta está cumpliendo una condena al no poder liberarse de la ciudadanía; es decir, se puede decir que la única patria es el mundo, pero es evidente que no es posible ejercer el arte de la indiferencia frente a las estadísticas trágicas de las guerras colombianas. ¿Se trata de contradicción o desesperanza? En el poeta yace esa oscilación al tiempo que la obra corta y marca su cauce. ¿Más que una función social o una raíz ética erigida como columna vertebral, acaso se trata de una condena? ¿Se puede pensar en esta posibilidad unos minutos? ¿Al elevar la cabeza para señalar los efectos del poder y sus mecanismos de control, se atreve el arte a decirle algo a los señores que instrumentalizaron a la muerte? ¿Entre quiénes establece puentes el artista, si se supone que ha elegido estar en contravía?
La condición del poeta y del pensador-creador:
Realizar su obra sin seguir los dictámenes de moda, de medios masivos, de academias, críticos y profesores. Ir a contracorriente de los ríos estéticos impuestos por el mercado e imperantes en el consumo, a pesar de la marginalidad, la exclusión, el olvido y el fracaso a que se exponen. Toda su fuerza creativa está dedicada a ello; toda su pasión está puesta en cumplir ese destino (p. 39).
La cuestión es, si la estética es apostar a la herejía, por el contrario, la carga ética permanece incólume; es una piedra frente a la que la estupidez se hace añicos, aunque a la postre, quizás, termine desgastando la base sobre la que se ha tallado el arte. ¿Cómo resuelve el poeta la cuestión Ética y Estética? ¿Siempre se combate por lo humano? ¿Hay alguna profundidad más aguda entre el acto de explorar la condición humana y batallar por la misma en el campo de guerra delimitado por el poder? Los interrogantes se agudizan a medida que la lectura avanza, paso a paso; sin embargo, es el lector quien debe aventurar una respuesta, después de haberlo arriesgado todo en el intento de pensar-se como creador en un mundo que ha enaltecido infamia e indiferencia.
El lector encuentra a lo largo del libro, diferentes elementos de reflexión. El acto creador como tal, sus impulsos, karmas y destinos, y el lugar que ocupan el creador y su obra en un contexto estético, social, histórico, político, etc. Se devela, igualmente, una crítica a los elementos de poder que sirven de trasfondo a todo el engranaje creativo, enfocados en las últimas décadas, a frivolizar de manera brutal, la pulsión estética ligada a lo humano degradado. También el latido de la poesía bordea al texto cediendo a una polifonía depurada rigurosamente. Yourcenar, Zambrano, Borges, Cortázar, Rilke, Ciorán, Pessoa, Baudelaire, Rimbaud, Eco, Derrida, Nietzsche, entre otros, ocupan un espacio fundamental en el escenario como pescadores distantes, como guerreros solitarios ya entrenados en los campos de batalla. Pero, por otro lado, Fajardo medita sobre la lectura y su papel a la hora de intentar comprender el cauce de la cultura que nos arrastra. En este sentido, leer es contemplar, temblar ante la experiencia estética, habitar para des-habitarse, encarnar el enigma, disolverse en él mientras el tiempo sucede.
Aspirantes a poetas o a artistas encontrarán reconfortantes varias partes de la bitácora propuesta por el poeta Carlos Fajardo. Aunque hoy en día, la posmodernidad y sus vertientes, en apariencia, han frivolizado el rigor, es claro que es una posición más que sospechosa para banalizar los sentidos de la literatura a la hora de abordar la condición humana. La poesía podría ser lo antiviral mientras el virus de los lugares comunes se esparce esforzándose en refrendar la importancia de la cáscara, del formato, del cliché efímero impuesto desde el marketing. Quizás por esta razón, se resalte su relación simbiótica y crítica con la memoria (p. 57) hasta el punto en el que la tradición se vuelve eje de lo nuevo, gozne que tiene su centro en el fuego simbólico que sostiene a la obra como latencia pulsional enmarcada en depuración estética.
Al final de la lectura; el balance comienza por comprender que el poeta es poseedor de un método; ha hecho de la mirada episteme y logos (p. 64), ha hecho de cada elemento del universo, material para recomponer el significado de la finitud, ha elaborado con su espíritu y sus manos, “organismos estéticos” (p. 67), echados a andar por el mundo con la semilla de lo nuevo a cuestas, como posibilidad de vencer a la muerte, o como amuleto que acompaña la agonía y brinda serenidad al hacedor, al lector, al habitante de la obra, a la efímera ilusión de eternidad atada al mástil de la palabra que se cierra al final como epifanía en un cuento de hadas.
DuitaYork, 2023
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