9 de Junio de 2013. Por: Alberto Salcedo Ramos.
En El Colombiano.
La Historia con hache mayúscula siempre ha sido un asunto de vencedores: la dictan quienes están al mando.
Por eso el poeta Manuel Alcántara decía que lo curioso no es cómo se escribe la historia, sino cómo se borra.
Se borra a los perdedores, a los excluidos, a esos que Eduardo Galeano llama “los nadies”.
“Los nadies” –sigo con Galeano – “cuestan menos que la bala que los mata”. Nunca han significado nada para quienes escriben la Historia con hache mayúscula.
Para la gran prensa, que a menudo escribe las noticias de primera plana con la misma tinta excluyente de los historiadores, “los nadies” solo existen como meras cifras de las tragedias.
La crónica –es decir, la historia con hache minúscula– intenta hacer menos dura tal injusticia. De modo que es un género político, como sostiene Martín Caparrós, porque se rebela contra la vieja idea de que informar consiste en decirles a muchos lo que les sucede a muy pocos: aquellos que tienen el poder.
Estas reflexiones surgieron mientras leía dos libros: “Los escogidos”, de Patricia Nieto, y “El hombre que no quería ser padre”, de Alfonso Buitrago.
“Los escogidos” (Sílaba Editores) cuenta la historia de “los muertos del agua”, esos cadáveres que los verdugos de nuestra eterna guerra arrojan a los ríos, acaso con la intención de seguir matándolos después de muertos, es decir, borrarles el nombre y el rostro. Desaparecerlos.
Patricia Nieto nos sacude con sus datos de gran calidad periodística: por cuenta de los bárbaros, los ríos colombianos se han convertido en cementerios oprobiosos a los cuales van a parar unos veinticinco muertos diarios. Río adentro, cada cadáver recorre un kilómetro en cinco minutos.
Los muertos del agua son enterrados como “NN”.
Entonces aparecen legiones de personas que los adoptan como propios: les ponen nuevos nombres, les llevan flores, les rezan.
Lo que en principio es solo un ejercicio de compasión, se transforma luego en paganismo: los adoptantes creen que sus muertos tienen poderes sobrenaturales, y les empiezan a pedir favores de santos.
Los grandes cronistas –y Patricia Nieto es enorme– no solo cifran: descifran.
Esa religiosidad enrevesada, lo único que les queda a los excluidos, muestra nuestra infinita locura: somos un país que mata y luego convierte sus cadáveres en casi la única tabla de salvación.
En “El hombre que no quería ser padre” (Editorial Planeta), Alfonso Buitrago, un reportero prolijo, nos cuenta el drama que vivió su padre taxista debido a un tumor maligno en las cuerdas vocales.
Buitrago aplica al pie de la letra el precepto de Kapuscinski: busca el cosmos entero dentro de la gota que parece ínfima. Así, la historia de la relación con su padre –dura, amorosa– es universal a pesar de su tono particular.
El libro pone ante nuestros ojos conflictos que nos dan testimonios de gran valor sobre la condición humana, y está escrito en una prosa estupenda.
Nieto y Buitrago nos recuerdan que, más allá de lo urgente, el buen periodismo también tiene un compromiso con lo importante.