Junio 2019. Por: Selnich Vivas Hurtado.
En Alma Máter de la Universidad de Antioquia.
El doctorado honoris causa en literatura otorgado por la Universidad de Antioquia a Ricardo Cano Gaviria lleva impreso en el diploma una consigna invisible: creo en el poder de la ficción. El autor de El pasajero Walter Benjamín (1989) es un creador que no hace concesiones a los editores. Tampoco al público. No concibe en su obra un trampolín en busca de la fama o las riquezas. Se sabe, más bien, un escritor de estirpe rara, que fantasea para existir.
Su obra es una ficción desestabilizante y por tanto sanadora. Aquella que hace posible habitar varias épocas, varias patrias por necesidad y terapia. Aquella que permite la movilidad perpetua de un tema a otro, de un mundo imaginario a otro y de estos a mundo reales, no menos ficticios. Su literatura deforma lo espacial, lo temporal y lo cultural, porque transita por caminos distintos de lo previsible.
Al hacerlo, Cano Gaviria traza un motivo de escape a las ideologías, los dogmas estéticos y los nacionalismos. Su voz no se deja encasillar dentro de las etiquetas al uso del regionalismo o de la moda. A ningún alemán se le hubiera ocurrido escribir una novela sobre el filósofo suicida en Port-Bou siguiendo la técnica del pastiche. Y lejos de esta idea atrevida estaría un escritor hispanoamericano ocupado de retratar identidades. En aquel momento y en este los críticos e historiadores de la literatura parecen defender los parentescos inamovibles del nacionalismo fervoroso. El colombiano debe escribir en colombiano para el público colombiano y sobre temas colombianos. Esos que hacen imposible aceptar que somos muchas voces y culturas al tiempo.
Los aventureros de la imaginación, los Cano Gaviria, creen en la cultura universal. Ella es patrimonio de todos. El escritor no tiene por qué ser de un territorio cuando vive en vínculo directo con otros legados. Las lenguas y las culturas son nuestra oportunidad para cambiar, alterar, modificar las historias oficiales. Son nuestra oportunidad para crear el diálogo en nosotros mismos. Un diálogo que revise, que equilibre y diagnostique nuestros excesos.
La fantasía dialogante también está alimentada de oficios y campos de estudio diversos. La fantasía, como los insectos y los pájaros, reparte semillas y poliniza flores y hace que la poesía sobreviva. La narración puede incluso habitar patrias lejanas, que están en el lenguaje de la pintura, de la música, del cine. La novela y el cuento se acompañan de la intuición, el rastreo, el olfato. El ensayo y los epistolarios apócrifos hacen creíble nuestra transformación en perro, en cucaracha, en árbol, en Flaubert. Subidos a las ramas de los árboles los ritmos vitales se perciben de modo cómplice. En la fantasía, así la de Cano Gaviria, nunca hemos sido sometidos.
Cano Gaviria es un imaginador nato. Prefiere la literatura que descree y al tiempo potencie su condición literaria, sin olvidar la dimensión histórica. Le ha apostado a todos los frentes de la ficción: la edición, la traducción, la creación, la crítica. En unos y otros siempre ha buscado la broma literaria, la ocurrencia fantástica.
La muerte del filósofo en la novela es la esperanza del lector de «caldear su propia vida tiritante junto a una muerte sobre la que lee», así aclara el exordio del pasajero Benjamín. La puerta del infierno, de otro lado, se cierra con un mitin de cucarachas en la rue Pigalle de París. En el cuento «El tren de Hadamar» el exterminio de seres humanos durante la Segunda Guerra Mundial se conecta con los sucesos de un pueblito cualquiera en Colombia. Así mismo el siglo XIX francés puede tener entre sus maravillosos imaginadores a una admiradora de Flaubert que vive enclaustrada en Bogotá, pero que escribe cartas en francés para ejercer el poder de la ficción.