8 de septiembre de 2018. Por: Lucía Donadío.
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Querido Oscar:
Amabas las palabras sobre todas las cosas. Las palabras sencillas de cada día. Las palabras que podías sostener en la palma de tu mano como si fueran los objetos más cercanos. En varios de tus poemas aparecen las listas de palabras.
En el poema “El día de las palabras” dices:
Pero a pesar de todo, no es este un día de preguntas;
es sólo un día de palabras:
máquina, amor,
lápiz, ensalada, señora verde,
ardor, destruye, Pérez,
llegada, hule, sonajero, barco.
Fuiste un niño solitario. Un niño que se buscaba entre las sombras y se encontraba entre la luz del poema. Cuando te preguntaba por tu niñez te quedabas callado y empezabas a contarme que a los trece años tuviste tu primer trabajo: fuiste jefe de la Comisión de hormiga arriera, en la zona cafetera del
Quindío, con dos trabajadores a tu cargo. Con un hornillo y cianuro aplicaban el veneno en las bocas de los hormigueros usando un ventilador. En esas épocas eran casi adultos los niños de 13 años.
Y te volvía a preguntar por tu infancia. Un día fuiste a buscar un libro y me leíste este poema.
Al fin aprendí
Ahora supe que no fui niño nunca
y de allí nació mi soledad mi falta de un espejo
Éramos padre madre y tres perros en casa
No crecían niños a mi lado
Sólo libros y las sabias palabras del hombre
de aquel que fue mi padre
Y aprendí el uso de los llantos
La salada dulzura de una lagrima
El vete el para qué la lejanía…
Tocaba el mundo y era tocar fantasmas
Tomaba temeroso el brazo de un payaso
y era el mundo que ensayaba su risa
Aprendí a pensar en las hormigas
mis diminutas hadas novias
y alguna noche fui compañero de un insecto solo
huérfano perdido entre sus dos antenas
y me enseño el amor de lo pequeño…
Amabas la vida, el amor, el trabajo y la poesía sobre todas las cosas. En uno de tus viaje cuando cubrías la vuelta a Colombia viste en Armenia a una mujer triste que alimentaba a un niño y te acercaste para ver sus ojos. Conversaron unos instantes. Tenías que seguir detrás de los ciclistas. Recordarías a esa mujer sin nombre toda tu vida. “Nos vimos un instante y nos amamos toda la vida” decías al recordarla. Meses antes de tu muerte me contabas que querías ir
a Armenia a buscarla. Así eras: experto en la vida, en techos y muros blancos y en páginas en blanco que esperaban tus versos.
En tu poesía y en tu prosa estaba la ciudad con sus calles, plazas y esquinas. Un mundo que narras y en el que brillan los humildes: el habitante de la calle, el transeúnte, el obrero, la mujer que lava la ropa en la quebrada, la cocinera, el
bobo de la esquina: “Esquinas de antes, universidades minúsculas y alegres donde aprendimos las primeras letras… de tangos… Los clubes de la antigua pobreza, instalados en la calle, bajo un alar”. Y cuando el laberinto de la ciudad que amabas y odiabas por haber crecido tanto, te abrumaba, regresabas a la sabiduría de uno de tus versos: Sólo es grande la voz de los silencios.
Nos conocimos en el 2010 en Otraparte. Desde el primer instante sentí que te conocía de siempre. Fui a tu casa a visitarte y me regalaste un cuadernillo de versos, que fotocopiabas en la esquina y sacabas 50 copias para regalar a los amigos. Y tus libros donde están te pregunté. Ni yo los tengo, se me han perdido muchos. Me quedan dos o tres. No tenías libros pero te sobraban poemas que escribirías hasta el final de tus días. Como editora y lectora sentí dolor del
desamparo de tus poemas. De verlos en esas tristes copias que se perdían. Y soñé con hacerte un libro. Entre el 2011 y el 2017 te publicamos 6 libros.
Cada libro fue una aventura enorme pues siempre querías que fueran más grandes, más gordos, que tuvieran poemas, crónicas, cuentos y novelas. Los libros crecían como una larga preñez que no tenía fin. Escribías nuevos poemas y me llamabas al teléfono fijo para contarme. Si no me encontrabas, llamabas al celular y por WhatsApp para decirme que teníamos que incluir esos nuevos poemas o que habías encontrado una crónica que debía ir en el libro. Te decía que si casi siempre, hasta que las fechas nos ponían límites y el libro se entregaba a la imprenta.
Al día siguiente empezábamos el nuevo libro. Me enviabas poemas tibios todavía por el calor de tus manos. Me tienes que confirmar ya si te llegó pues no creo en el correo electrónico, me decías. Hasta la última columna que escribiste para El Colombiano la llevaste personalmente impresa para estar seguro de que la recibían.
Así íbamos armando tus libros, que siempre doblaban o triplicaban el número de páginas previstas. Corríamos como si fuera la vuelta a Colombia. Me enviabas una lista de títulos y entre risas e ironías llegaba el nombre del libro. También
pensabas en la carátula y me proponías opciones y hasta que no la definíamos no quedabas tranquilo. Siempre estaba la mano artista de Tatiana Hernández, tu nieta querida, en los diseños de las carátulas.
Tenías prisa, la prisa de los años que llevabas a cuestas. Yo te pedía una breve pausa para atender otros libros, para que trabajáramos con calma. Y me decías que tú trabajabas en El correo desde las 2 de la tarde hasta las 3 de la mañana,
que te tocaba recibir el teletipo, la entrada de las fotos del exterior y los domingos escribías el editorial. Además redactabas una columna diaria y debías titular 20
páginas del periódico, empezando por la sección política y siguiendo por la judicial, deportiva, social y todas las demás. En El Correo trabajaban 20 personas mientras en otros periódicos laboraban cien personas y hacían el mismo paginaje.
Después de todas estas labores les faltaba la armada, la diagramación y la selección de primera página y el material completo. Las tareas las hacías en 3 pisos distintos en la sede del Parque Berrio, subías y bajabas escaleras
muchas veces al día, manejabas máquina de escribir, el teletipo y la cámara de fotos. La máquina receptora de noticias vomitaba cables de todo el mundo durante las 24 horas. Tu recortabas una tira de 20 metros, leías y luego recortabas y seleccionabas las noticias de primera, segunda y tercera clase. “Yo era el capitán de ese barco” decías con alegría y orgullo mientras recordabas esos años.
Y agregabas: con todo ese trabajo nos quedaba tiempo de tomarnos tres aguardientes y escuchar tres tangos con los músicos de un café que quedaba a pocas cuadras, y recibías visitas de amigas y te quedaba tiempo de escribir
poemas.
Entonces tenemos que correr con mis libros, me decías, así como yo corría en El Correo. Y yo sentía tu voz que me imploraba correr. Y pensaba en tus años y corría detrás de ti.
Fueron años intensos de cercanía y amistad. Años que están en mi alma. De nuestra ida y vuelta por tu obra, como si fuera la vuelta a Colombia, quedan tus bellos libros que nos sobrevivirán y este amor profundo que te tengo.
Hoy respiro entre tus versos,
Lucía Donadío