1 de octubre de 2016. Por: Fernando Araújo.
En El Espectador.
Estuve atrapado varios años entre las páginas de un libro, escribiendo y escribiéndome, convencido de que ese libro era la verdad, de que sus personajes existían y de que en el capítulo siguiente podría hablar con ellos. Algunas veces los sentaba en la sala de mi casa, y otras salía a pasear con ellos, o con algunos de ellos, y por momentos me hablaban y en ocasiones me gritaban. Odié como debía odiar a un hombre, pues por el poder había arrasado con todo y con todos y seguiría humillando, pisando, acuchillando, más allá de la última hoja del libro. Me enamoré de alguna mujer a la que quise ver desnuda y estar desnudo con ella, desnudos los dos, sin más temor que el temor a no sentir más, sin más huidas que huir hacia nosotros mismos, sin más deseo que el deseo de vencernos.
Inventé calles, voces, casas, pueblos e historias, vi traiciones, deslealtades, hipocresía, amor y desamor, olvido. Me encerré durante días y semanas para no dejarme contagiar de las voces de la gente de todos los días, ni de sus conversaciones de dinero y más dinero, ni de sus modas, y apagué televisores y radios y escondí todos los libros que había en la casa para que no me influyeran. Viví por y para el libro. Me sumergí entre sus palabras. Escribí, cambié, borré. Comprendí que el miedo es el infierno y que en el infierno vivimos todos, como víctimas, como victimarios y como los dos. Entendí que despreciamos el enamorarnos y el amar los caminos y el caminar, por ir tras metas y perfecciones que son sólo ilusión y por eso nos matan.
Comprendí que inventar, descubrir, transformar, romper y jugar eran los motivos para levantarme todas las mañanas, y agradecí la posibilidad de seguir descubriendo y rompiendo. La obra es lo importante, dije una y mil veces, para convencerme de que en esa obra no cabían mis vanidades ni mis caprichos, ni favores ni peticiones, y que en lugar de juzgar debía comprender, y que detrás de la historia de cada personaje había mil razones. Ellos, nosotros, fuimos y somos consecuencia de un pasado, de unas palabras y unas imposiciones, de los vecinos y de las circunstancias, del hambre y del dolor y buscamos a nuestra manera algo que, nos dijeron, se llamaba y se llama felicidad.
Atrapado entre las páginas de un libro cobré venganzas, aunque los blancos de mis venganzas nunca lo supieran. Sufrí, reí, lloré y soñé allí, con mis personajes, y los llevé de mi mano para que hicieran lo que yo nunca fui capaz de hacer. Amaron y desamaron, robaron y mataron. Murieron, pero después del final del libro siguieron viviendo. Mintieron, pero sus mentiras me convencieron de que hay más verdades detrás de una mentira que de una verdad. Vivieron a sol y sombra y entre lluvias, y engañaron y se engañaron y fueron víctimas de sus locuras. Fueron ellos, ni malos ni buenos, ni mejores ni peores, simplemente ellos. Por olvidar que eran mortales se creyeron inmortales, y buscaron poder, amor, placer y la aprobación y el aplauso de los demás, relegando lo esencial. Fueron vividos por el qué dirán y cuando quisieron vivir ya era muy tarde.
Fui personaje, fui lector, fui escritor y me creí parte de una novela mientras investigaba y escribía, y me hospedé en hoteluchos de media estrella, como si fuera el protagonista derrotado de la novela, y hablé con quien quisiera hablar y tuviera algo que contar. Atrapado entre las páginas de un libro, constaté que todas las personas eran susceptibles de ser escritas, sobre todo si encontraba la motivación que los llevaba a los hechos, porque los hechos suelen repetirse, pero los móviles cambian siempre, aunque intentemos aprisionarlos bajo las definiciones de un diccionario. No hay un amor, hay miles de amores. No hay una venganza, hay miles de venganzas. Y definitivamente no hay inspiración, hay motivaciones y sentarse a contar la historia, y pensarla en el bus, y llenar y llenar papelitos con frases e ideas, a las cinco de la tarde o a las tres de la mañana. Por eso tampoco hay literatura, hay escritores, y ningún escritor puede dar lo que no tiene.
Inmerso entre las líneas de un texto, una noche le puse punto final, llevado por la idea de que las metas son esenciales, pero después del punto final llegaron el vacío y el no tener una motivación para levantarme todas las mañanas. Después del punto final, los personajes que habían vivido tantos años conmigo se convirtieron en estatuas, y las historias, en letra muerta.