Junio 15 de 2016. Por: Gabriel Lopera.
En El Espectador.
Entrevista con el escritor paisa Efrén Giraldo, quien acaba de publicar “La línea sin reposo. Catálogo de arte predinástico” (Sílaba, 2016). Un libro que cuenta con ilustraciones de Jorge Marín.
La línea sin reposo es el título del libro de cuentos que recién has publicado. Cuénteme: ¿de dónde viene el motivo de una línea que no cesa?
Resuena allí un título admirable, La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly. Pero, visto más de cerca, el motivo es metafórico. Se trata de imaginar el mismo proceso del arte como trazo, como aquella aventura dibujada y narrada que no cesa. Figurar la creación como dibujo probable, como esbozo colectivo, es lo que venimos haciendo desde la antigüedad. Después de Vasari, el arte ha sido cuestión de historias. La historia de los artistas, la historia de la elaboración de las obras de arte, de su consumo y recepción. Finalmente, el arte contemporáneo es una ficción, por lo menos desde Marcel Duchamp. Algo de eso buscan las vidas imaginarias de mi libro.
Al mirar el índice, se encuentra que los artistas viven hasta el siglo XXIII. ¿Por qué decide ir hasta el futuro remoto?
Imaginar el arte por venir es propio del credo vanguardista. De modo que me interesó una versión literal de esa idea, esto es, que una convicción —estética, en este caso— se vuelva narración. La idea de un relato como puesta en literalidad de un concepto, o de una idea abstracta, es algo que siempre me ha interesado. La liberación de una noción o tesis para que viva por sí misma y se desarrolle en el tiempo, el espacio y los personajes. Probablemente, los vínculos entre ensayo y narración provienen de la fe en una idea encarnada. Ensayar es uno de los procedimientos decisivos de la creación.
¿Y la ciencia ficción?
La ciencia ficción es una de las respuestas contemporáneas a otro desafío: la posibilidad de una literatura de ideas. Algo que se llevó hasta sus últimas consecuencias en el siglo XIX, y que hoy está en crisis con el fin de las narrativas y la liquidación ideológica del escritor. Así que una historia del arte como historia ficcional de las técnicas y formas puede conjugar muy bien la vida imaginaria, el arte del futuro y la evolución de las estéticas. Lo que me resulta provocador es que el dibujo se haya mantenido como gesto y como signo radical, pese a los muchos cambios ocurridos. Sin importar que el trazo se haga en pantallas, en hologramas, en impresoras 3D, en el espacio real o sobre el cuerpo, el dibujo prevalece. Fíjate que uno de los lenguajes artísticos que se mantuvo incólume con la arremetida del arte conceptual en los setenta fue el dibujo, mientras que la pintura y la escultura empezaron a retroceder. El dibujo es el símbolo perenne del arte, el grado cero de la voluntad artística.
Escuchándolo, no puedo dejar de pensar en la importancia de la historia del arte y en que su libro revela simpatías por libros que especulan sobre lo estético. Vasari, a quien ya mencionó, Schwob, el Borges de Historia universal de la infamia, Roberto Bolaño, Max Aub. Todos vienen a la mente.
Sí, es cierto. En el caso de Bolaño, la influencia proviene más de Estrella distante, su mejor novela, que de La literatura nazi en América. Yo señalaría también otros referentes. Por ejemplo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, quienes escribieron un libro menor, pero llamativo por la manera en que abordó la evolución radical de las artes. Se trata de Crónicas de Bustos Domecq, una sátira contra el exceso experimental, y que —ya leída— también es un magnífico revulsivo contra la estupidez con pedigrí.
Ese libro tiene también un género difuso, pues son cuentos y críticas de arte.
Es verdad. La línea sin reposo quiere parodiar el discurso crítico, el de los curadores y comentaristas profesionales. En general, el discurso de la autoridad letrada que pretende clausurar el sentido. Mira que muchas de las cosas de las que se burlaron Bioy y Borges son ya realidades. La inclusión del cocinero Ferrán Adriá como artista español en la Documenta de Kassel de 2007 fue toda una confirmación. Yves Klein, Piero Manzoni, el arte relacional, John Cage y Marcel Broodthaers parecen sacados de una ficción. Y también está La palabra pintada de Tom Wolfe. Un texto que critica con acidez el mundo del arte moderno, el de Pollock, Greenberg, Peggy Guggenheim y compañía. Una burla a las tesis rebuscadas, al elitismo decadente, la puesta al desnudo del provincianismo de Nueva York. El mismo título, La palabra pintada, está lleno de resonancias y posibilidades.
Es evidente que una de las claves de lectura es humorística. Pero en todos esos libros —y en el suyo propio— el lector no puede dejar de pensar que toda aventura experimental o trasgresora encubre banalidad. Sus artistas hacen obras con la nada, pintan dormidos, hacen esculturas dentro de su propio cuerpo, inventan máquinas que pintan, evangelizan a través de la pornografía.
Mis historias tienen algo de trágicas y, más allá de paradojas y absurdos, apuntan a problemas importantes. En varias hay melancolía. Y no cualquier melancolía: la del creador que, ante su obra, no sabe si lo hecho tiene algún sentido. Debemos preservar que el arte siga siendo una empresa de imposibles, sobre todo en una cultura que, como la nuestra, es proclive a simplificar y evitar riesgos. La duda ante el significado de la propia obra es una salvaguarda. Aunque mis relatos y ensayos cuestionan la idea de límite, no pienso que esa búsqueda derive en una negación. Los muchos tonos que el lector puede encontrar en las historias de La línea sin reposo hacen dudar del juicio por banalidad como único camino. Finalmente, el fracaso y el logro creativo existen para hacernos pensar en el hacer humano. Debemos validar la poesía de las empresas imposibles. Uno no puede maravillarse de las múltiples formas que toman el arte y la literatura y decir después que todo es un juego intrascendente.
¿Piensas que el arte contemporáneo ha sido bien abordado por los escritores y, en general, por la ficción?
La literatura reciente ha dicho poco sobre el arte contemporáneo. Y, en general, con muy pocas excepciones, los escritores están muy mal informados sobre lo que pasa en las demás disciplinas artísticas, sobre todo en las artes visuales. Estamos todavía en el mismo punto en que Balzac o Zolá dejaron a la novela de artista. La segunda mitad del siglo XX tiene alguna excepción, como Bolaño y Estrella distante o Piglia y La ciudad ausente. En Colombia, veo sólo dos novelas sobre artistas: De sobremesa, de José Asunción Silva, y La balada del pajarillo, de Germán Espinosa. Y, por supuesto, un cuento, “Verdor”, de Tomás González, quizás uno de los mejores relatos colombianos sobre la creación. También está Pedro Gómez Valderrama, el escritor que con más acierto se aproximó en Colombia a la historia del arte para dar peso específico la ficción. En tiempos recientes, hay un interés por la plástica en la literatura colombiana, con escritores como Ramón Cote y su libro de colecciones personales, o Pablo Montoya, y su obra de frescos literarios sobre Giotto. Los mejores abordajes literarios del arte en nuestro país son evocaciones pasatistas, teñidas de cierto deseo de retorno al orden, a lo sublime, la figuración, la habilidad mimética.
¿Qué opciones ve, entonces?
Me llaman la atención las soluciones que dan, por ejemplo, Paul Auster y Enrique Vila-Matas al enigma de artistas como Sophie Calle, alejada de la representación, de las bellas artes, y que parece crear sus obras con la vida misma. Construir personajes, situaciones y alguna acción coherente con creadores desbordados, que trabajan con lenguajes y soluciones inéditas, es mucho más difícil. En general, los escritores colombianos y latinoamericanos que frecuentan el subgénero de la novela de artista visual eligen pintores figurativos, escultores bohemios, gente enclaustrada, marginal, fuera de su tiempo. Optan por la modalidad de la novela histórica, que es más segura, ya que permite jugar con ideas aceptadas de la creación. Casi siempre, el resultado está lleno de cosas superadas: el pintor que intenta sacar la imagen perfecta, que recuerda su juventud, que apresa el instante fugitivo, que capta la guerra y demás lugares comunes. Más interesantes, son los desafíos que imponen a la ficción los creadores experimentales, los que cultivan la ruptura y entienden cada obra deseada y emprendida como una lucha contra las convenciones. Esa es la aventura que el arte da a la literatura: crear algo para lo que aún no tenemos nombre. Aún nos falta la novela contemporánea de artista bajo la forma de un autor de instalaciones, de performances, de arte relacional. Kurt Vonnegut con Barbazul y John Updike con Busca mi rostro llegaron hasta los años sesenta y se detuvieron en el pop, quizás alarmados ante los terrenos resbaladizos que pisaban el minimalismo, la antiforma, el body art. La novela El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq, es un caso aislado. De modo que las humoradas sobre el arte son mi principal referente, aunque los relatos “serios” sobre el artista visual —como el “Paolo Uccello” de Schwob o “El espejo de tinta” de Borges— son un modelo a imitar. También, creo que cualquier ficción sobre la aventura creativa, tal como la heredaron los dos siglos problemáticos por excelencia, el XIX y el XX, cuenta con una referencia que ha representado las ficciones sobre el arte con el signo de la lucha por la técnica, la forma y el sentido: La obra maestra desconocida.
Su libro tiene un subtítulo enigmático. En primer lugar, es un “catálogo”. Pero, además, trata de arte “predinástico”. ¿Por qué?
El tono de crítica y parodia es importante. Y también la historiografía como tour de force para la escritura de ficciones sobre pasado y futuro. Trabajo desde hace tiempo alrededor de la idea del ensayo como género literario —una obviedad que solo hay que reiterar en Colombia— y del ensayo en sus cruces con la lírica y la ficción. La solución de estas inquietudes se dio, pues, en unos textos imaginarios de crítica de arte, escritos por una autora que es disfraz de un escritor del futuro. Los prólogos imaginarios de Borges o de StanisGL Lem se inclinan a estos juegos, donde la historia se precipita en un vértigo textual. El término “predinástico” porta la clave historiográfica del libro, es el puente entre los artistas imaginarios y la recreación de episodios reales con artistas como Robert Smithson, Joseph.
Pero, por las fechas, por los tipos de sociedad que retrata, parece que especulara con un tipo de sociedad, con un mundo futuro del arte. Asociaciones, institutos, grupos económicos, multinacionales y especulaciones geopolíticas aparecen en tu “catálogo”. En el libro hay, por ejemplo, una artista corporal que termina siendo vendida a una especie de multinacional del entretenimiento que comercializa partes de su cuerpo.
No estamos muy lejos de eso, ni en el arte ni en la ficción. Kazuo Ishiguro habló de ello en Nunca me abandones. Y artistas de muy diverso tipo han empezado a experimentar con el arte corporal, con la clonación, con el alquiler de vientres, con lo que llaman, de manera un tanto pomposa, “arte post-humano”. De ello, doy una versión.
Además del género ensayo, se ha preocupado por las relaciones entre imagen y palabra.
En mis libros anteriores, por ejemplo Entre delirio y geometría, trato de acotar ese tránsito, de ver qué tienen para decirnos artefactos como los libros ilustrados o lo que pasa cuando los escritores juegan con las posibilidades del espacio tipográfico.
De hecho, la historia del arte posterior a Duchamp ha mostrado que el libro como objeto, el libro de artista, es un género. Hay, en el arte, maletas, ficheros, bases de datos, mapas que son, no medios, sino presentaciones finales. La línea sin reposo está en esa tradición donde ambos registros tienen igual importancia.
La ilustración se proyecta hacia los mismos valores pragmáticos y materiales de la lectura. Los libros de artista reviven una vieja ilusión, la de unir los privilegios de la letra y de la imagen, del tiempo, el objeto y el espacio. Del tacto y la lectura. De la visión y la idea. Es probable que el objeto libro no haya sido explorado en todas sus posibilidades: como instalación, como grabado múltiple, como intervención y despliegue procesual. Tenemos obras maestras de la ilustración. O pensadores analíticos y agudos que sólo se expresan con imágenes, como Saul Steinberg, el famoso caricaturista de The New Yorker. También, el arte nos ha dejado grandes ejemplos de libros, trabajos archivísticos, publicaciones y formas de organización en papeles organizados por algún principio editorial. En Colombia, la obra de Joanna Calle ofrece el mejor ejemplo. En este momento, La línea sin reposo está presente, como trabajo plástico, en la muestra Con Texto. Palabra, escrituras y narración en el arte contemporáneo, curada por Francine Birbragher y Óscar Roldán-Alzate, y que tiene obras de Bouys, Warhol, Dittborn, Caro, Salcedo. La exposición de arte en compañía de tales referentes, para una obra que es imaginaria, no deja de ser siempre sorprendente.
¿Cómo fue trabajar con Jorge Marín?
Él es un gran dibujante. Creo que su obra tiene valores adicionales a la pericia. Pienso, sobre todo, en su versatilidad y en su especial vinculación con la literatura y el mundo de las ficciones. Jorge es capaz de dibujar en varios registros, de citar paródicamente otros estilos, y siempre tiene en mente el problema de la publicación, de la relación problemática del dibujo con el soporte y los suplementos verbales. En esta ocasión, trabajamos de manera interdependiente. Él ilustró algunos textos, pero también yo ideé vidas y trayectorias posibles para las imágenes que él ya tenía. Jorge corrigió e intervino mis textos y algún deseo mío se expresó en su línea. En el prólogo a Los cuentos de Juana, el mejor libro hecho entre un artista y un escritor en Colombia, leemos que Álvaro Cepeda Samudio, el escritor, pintó los cuentos que Alejandro Obregón, el artista, escribió. Esa inversión de las tareas narrativas y plásticas me parece una buena síntesis de lo que hicimos.