Hay frases y preguntas que terminan haciendo un eco eterno en el tiempo y en esa caverna que somos nosotros mismos. El año pasado, en vísperas de las elecciones a la alcaldía de Bogotá, visité a Hollman Morris para hablar de la cultura. Entre varias anécdotas, me contó que una vez conversó con el subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, y este le dijo: “¿Uno por qué da la vida? ¿Qué vale la vida de un zapatista? La vida de un zapatista no vale un ministerio, no vale un puesto. La vida de un hombre, de una mujer, no vale ni un puesto ni un ministerio, la vida de un hombre y una mujer como la de aquella tarde zapatista vale cambiar el mundo”.
Lo trascendental parece disfrazarse de lo cotidiano. ¿Uno por qué da la vida? Y cada quien responde a lo fundamental según su camino y sus convicciones. En general uno podría responder, y este es uno de los casos, que uno da la vida por la obra. Cada quien le otorga un sentido a eso que llamamos “obra”, pero aquí, en este caso particular, hablamos de una obra pensada por y para todos, para los que ya no fueron, para los que ya no somos, para los que ya no seremos, pero para los que podríamos ser y para los que serán.
La obra termina siendo la reunión de aquellas historias que jamás habíamos leído y que queríamos contar. La obra termina siendo eso por lo que dejamos la vida, termina siendo la respuesta a la pregunta “¿uno por qué da la vida?”. En la construcción de ella vamos dejando todo lo que hemos sido y vamos descubriendo lo que somos mientras escribimos. En la obra se infiltran frustraciones, deseos y todo aquello que nos reafirma lo humanos, lo demasiado humanos que somos.
Lo trascendental parece disfrazarse de lo cotidiano. ¿Uno por qué da la vida? Y cada quien responde a lo fundamental según su camino y sus convicciones. En general uno podría responder, y este es uno de los casos, que uno da la vida por la obra. Cada quien le otorga un sentido a eso que llamamos “obra”, pero aquí, en este caso particular, hablamos de una obra pensada por y para todos, para los que ya no fueron, para los que ya no somos, para los que ya no seremos, pero para los que podríamos ser y para los que serán.
La obra termina siendo la reunión de aquellas historias que jamás habíamos leído y que queríamos contar. La obra termina siendo eso por lo que dejamos la vida, termina siendo la respuesta a la pregunta “¿uno por qué da la vida?”. En la construcción de ella vamos dejando todo lo que hemos sido y vamos descubriendo lo que somos mientras escribimos. En la obra se infiltran frustraciones, deseos y todo aquello que nos reafirma lo humanos, lo demasiado humanos que somos.
Un almuerzo que se enfriaba y dos cigarrillos bajo un árbol resultaron siendo los terrenos más fértiles para las ideas que se fueron plasmando en este libro. Muchas veces fue la misma calle donde Fernando Araújo Vélez se sentaba para hablar de las preguntas que se hacía día a día y que lo llevaron a preguntarse por un tiempo que no le emociona, añorando un pasado que olía a pólvora, como el poema de Octavio Paz que tantas veces ha citado para decir que en el presente más inmediato y en el eterno futuro parece que no existe la fortaleza para luchar, para volver a creer en las revoluciones que tumbaron zares, corruptos y mundos desiguales que terminaron, más para mal que para bien, por adaptarse y convencer a todos de que el sistema debe tener una pequeña parte que se beneficie y una inmensa mayoría que busca un éxito que los perpetúa en la mezquindad derivada de la competencia y que no los acerca, finalmente, a ese altar del capitalismo. Así entonces el mundo termina siendo un conjunto de pequeños individuos que luchan por ellos mismos, para no ganar en esa carrera de la opulencia, y sí terminan derrotándose y derrotando a todos los que sueñan, que son vistos como ingenuos o inocentes, con mundos para todos, con manos unidas, con manos que hacen esos mejores mundos.
Y del poema de Octavio Paz caminamos errantes por las frases de Dostoyevski, Cioran, Schopenhauer, Nietzsche, Trotski, Neruda o el Che Guevara. Pasamos a las frases que son el origen de los cambios, que son los ecos de nuestros adentros y los lugares a los que se retorna una y otra vez para no olvidar cuáles fueron las palabras que nos hicieron diferentes, o que nos hicieron sentir diferentes para poder cambiar, o engañarnos y creer que cambiábamos esa eterna sensación de insatisfacción y malestar con el curso de la civilización. Y de esas frases surge la rebelión de Emilia o la lucha de Martín Enciso. Y con ellos cantamos las canciones de Silvio Rodríguez, y de la historia de ellos diremos, con una guitarra al alba, que hemos “preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”.
Una convicción que huele a la libertad de los montes, que se escucha como el silencio de nuestros hogares y que termina dibujando punto por punto, uniendo cada uno de ellos, un paisaje libre de los estigmas a los que seguramente será sometido por afirmar con tinta roja que la vida le queda a su izquierda, en esa misma izquierda donde se ubica el corazón y a la misma izquierda que reivindicó la dignidad humana y que terminó siendo un cuento viejo para las personas que se dejaron convencer con los discursos oficiales de la moral y de lo justo para el porvenir de las grandes naciones.
Un libro que habla de una mujer así: valiente, humana, subversiva. Una mujer que sabe que cada sueño trae bajo su manto aires de ingenuidad; que reconoce la soledad de ella, de su patria, que no se deja vencer por la corriente y que sabe que si ella se mantiene en sus ideales irá encontrando en el camino a otros compañeros, a esos compañeros que creen todavía en el concepto de la comunidad y de las causas colectivas, y que con esos compañeros verá que hablar de primaveras no es hablar de ideas desgastadas, que confiar en la bondad de los desconocidos no es un error si esos desconocidos despiertan del letargo que proviene de los estrados del gobierno. Emilia es ficción, pero también es algo de todos nosotros, también es canción y, como este libro, es una canción de protesta de más de 400 páginas, que merece ser leída bajo los testimonios de Víctor Jara, Violeta Parra, Facundo Cabral, Charly García o Fito Páez, pues, tal vez, de aquí logremos comprender el mensaje que se cala en los huesos cuando entonamos con orgullo que nos gusta estar “Al lado del camino”.