El Fondo Editorial Universidad EAFIT, Hilo de Plata Editores y Sílaba Editores, se han unido para dar comienzo a la publicación de la Biblioteca Mario Escobar Velásquez, un proyecto de la fundación del mismo nombre, con la reedición de las novelas Cuando pase el ánima sola, Un hombre llamado Todero y Canto rodado, y la edición del libro inédito Gentes y hechos de la aviación en Antioquia. El proyecto comprende la reedición de todos sus libros, y la publicación de obra inédita o dispersa en revistas y periódicos.
Este hecho editorial sienta una base sólida y sobresaliente para superar, en el caso de la obra de un autor en específico, el horizonte más común en nuestra literatura: la aparición original de los diversos libros de nuestros escritores en distintos sellos editoriales, no pocos de estos marcados por la fugacidad de una existencia que fue muy breve, o con un alcance muy limitado en la circulación de sus libros, y en no pocos casos decretada de antemano esa fragmentación editorial por ser este o aquel título resultado del esfuerzo personal del autor mismo, situación que convierte en una labor llena de obstáculos, o en todo caso no cómoda, el proyecto, y aun el deseo simple, de estudiar o leer la obra completa de un autor.
Excepción hecha de las obras completas de Tomás Carrasquilla, editadas por la Editorial Bedout en 1958, como hecho central de la celebración del centenario del natalicio; de la publicación de las obras completas de Francisco de Paula Rendón, realización de la misma editorial, y bajo la inspiración y vigilancia de Benigno A. Gutiérrez; de la poesía completa de León de Greiff, dada a las prensas por la Universidad Nacional de Colombia.
Otros trabajos publicados como obras completas, no lo han sido tal en el sentido riguroso del término, o se interrumpieron en una etapa de la vida del autor, que continuó escribiendo durante muchos años más, como fue el caso de Eduardo Caballero Calderón, a quien la Editorial Bedout le hizo una estupenda edición de sus obras completas, en dos volúmenes, entre los años 1963 y 1964. Pero el autor vivió casi 30 años más y no fueron pocos los títulos que publicó durante ese tiempo.
Entre nosotros se está lejos de la figura del editor europeo, que una vez decidido por un autor no le publica solo sus novelas o libros de cuentos, sino también sus poemarios, ensayos, biografías o libros de viajes, y, llegado el momento, su correspondencia, hablando en términos generales. Recuerda uno la época dorada de la Editorial Aguilar en esa clase de realizaciones. Esto, que puede parecer no de mucho peso al lector interesado solo en este o aquel libro, o de forma panorámica en un autor, se convierte en un drama para el investigador literario o el lector arrebatado de pasión lectora por un escritor de quien el conocimiento de uno solo de sus libros le ha insuflado una curiosidad compulsiva, que no podrá satisfacerse con la lectura de sus obras máximas sino que necesitará ir a su correspondencia, a su prehistoria literaria tanto como a sus libretas de apuntes, a sus textos dispersos y aun a lo que crítica y lectores avezados consideran medianías o libros fracasados. Una pasión de este orden es la que ha llevado al escritor español José María Mercadal a aumentar el corpus azoriniano con recopilaciones que fueron el resultado del rastreo durante años de textos del escritor levantino cubiertos por la ceniza de la dispersión en revistas y suplementos de países latinoamericanos de habla hispana, especialmente en Buenos Aires, además de lo encontrado en las hemerotecas españolas de bibliotecas estatales, universitarias, y en colecciones particulares.
Al escritor Mario Escobar Velásquez lo angustiaban los textos dispersos de un mismo autor que permanecían sin agruparse entre las tapas de un libro, necesitándolo el lector, el autor, y demandándolo en muchos casos la escritura misma. Lo expresó así muchas veces en diferentes páginas, hablando en general, y también refiriéndose a casos particulares, como el de su compañero en el semanario Lanzadera, de Coltejer, David Henao Arenas, pintor (con estudios en el Instituto de Bellas Artes), caricaturista, cuentista, poeta y animador de la vida cultural de Coltejer, desde Sedeco, la empresa donde trabajaba, promoviendo la conformación de orfeones y grupos de teatro; fue el apoyo principal que tuvo Escobar Velásquez mientras fue director del semanario entre agosto de 1950 y enero de 1956, donde además de publicar cuentos y poemas, sostenía columnas como “La ceniza de los días”, de prosa poética, y otras columnas de divulgación cultural y pedagógica. Mario Escobar Velásquez vivió también una amplitud semejante de participación en Lanzadera, literaria y pedagógica, pero no se pretendió pintor, caricaturista, etc. Y la vida le dio tiempo de escribir libros, lo que no ocurrió con Henao Arenas, que murió muy pronto, a los cuarenta años de edad. Escobar Velásquez lo incluyó en su Antología comentada del cuento antioqueño (Thule Editores, Medellín, 1986), y en la nota de presentación del autor se duele de la dispersión artística que no le permitió a su amigo (nacido en La Ceja, Antioquia, en 1920) dejar obra reunida en libro, a pesar de disponer de talento, oficio y volumen de producción: “Notoriedad que hubiera alcanzado, quizá antes de su muerte, si no se hubiera ramificado en sus asuntos artísticos (…) tal vez porque los libros permanecen por un tiempo más largo, se cuidan más, tienen vida más larga que los periódicos o las revistas que languidecen en bibliotecas públicas o atesorados por sus editores. El olvido llueve y arrecia con mayor prontitud sobre quienes no publicaron libros”.
Desde luego, ese temor –habría que hablar más bien de angustia– a no dejar obra editada en libros, lo padecía ante todo él mismo y de manera tan honda que no solo lo condujo a dejar una producción literaria voluminosa, impresa en varios volúmenes, sobreponiéndose a las limitaciones que le impusieron unas condiciones materiales de vida en absoluto cómodas, sino que desbordó de sí mismo para alertar y conducir a otros a vencer un horizonte que para él representaba la aniquilación, la nada, el horror vacui lezamiano, el vacío póstumo de un hombre con alma de artista que no deja nada tras de sí, nada que poner entre las fechas de su nacimiento y su muerte, como anotó Faulkner. Después de publicar centenares de textos en Lanzadera (prosa poética, sonetos, cuentos, comentarios de libros, semblanzas, etc.), semana a semana durante casi seis años, dejó pasar ¡23 calendarios! sin volver a dar a imprenta nada suyo, hasta que en 1979 resurgió con Cuando pase el ánima sola, para ganarse el Concurso Vivencias de novela. El vistazo más ligero a la prosa de este relato demuestra que si durante más de dos décadas dejó de publicar, no lo hizo de escribir ni de acumular borradores y proyectos de libros futuros, única explicación viable para que en las casi tres décadas siguientes se sucedieran ocho novelas más, cinco libros de cuentos y otros libros de género diferente, más los que han venido encontrando edición póstuma, como el texto de semblanzas Itinerario de afinidades, producción toda caracterizada por la eficacia artística. Venció el vacío que temía y continúa haciéndolo después de muerto, porque el deseo, la necesidad (“Si no puedes vivir sin escribir, escribe”, anotó Rilke), más bien, habría que decir, de escribir y publicar libros, nació en él muy desde el comienzo de sus años, cuando simultáneamente con sus lecturas deslumbradas de Homero y otros autores, armaba libros artificiales con artículos e ilustraciones recortados de revistas y periódicos (“mis libros de pegotes”), y nació con una fuerza tan ancha y poderosa que le dio para vencer a la larga el vacío que temía como nada, y también para obtener otra victoria, tal vez más decisiva, la que alienta como insignia de vida en el propósito que formuló alguna vez Tomás Eloy Martínez, y que probablemente Escobar Velásquez no leyó nunca: “Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato”.
Todo ese fervor latía ya en el alma del muchacho de doce años que devoraba libros al pie de un madroño, en su alcor preferido de la finca donde vivía con su familia en la vereda La Estrella, de Jericó; la oscuridad le interrumpiría la lectura pero él la continuaría en su cuarto, a la luz de una vela autorizada o sustraída sin permiso, arriesgando el castigo. La vastedad de ese latido en el corazón del muchacho del alcor fue tanta que ha alcanzado a dolientes y lectores para continuar manteniendo viva su memoria de la forma a que más aspiraría el escritor mismo: reeditando sus libros.