Lunes 24 de septiembre 2012. Por: Camilo Jiménez.
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Humildes son las alegrías de los lectores. El libro que hace años se buscaba aparece cualquier tarde en una venta de saldos; la referencia a un autor o a un libro que nos gusta o que no conocemos y nos inquieta; una aventura que nos envuelve durante semanas; el adjetivo inesperado que ilumina un sustantivo hasta ese momento insulso; una voz nueva, que cuenta las cosas de otra forma. Esta última alegría y otras más me regaló este libro, Los escogidos, de Patricia Nieto.
Es una historia triste contada con belleza y compasión. Es la historia de los muertos que el río Magdalena lleva hasta Puerto Berrío, en Antioquia, desde hace más de cuarenta años. La de ellos y la de unos dolientes que encuentran mientras aparecen los familiares, los que lloraron su desaparición, los que todavía lloran su ausencia. Cansados de enterrar cadáveres sin identificación, los habitantes de Puerto Berrío adoptaron a esos muertos, les dieron nombre, un rostro, una historia. Con sus oraciones acompañan a esas ánimas en el tránsito que deben hacer desde el Purgatorio hasta el Paraíso. Como contraprestación, esos dolientes les piden favores a las ánimas, se encomiendan a ellas.
Así funciona el ritual: “‘Escoja una que no esté prometida’, les dijeron la tarde de un lunes. Javier paseaba con su esposa por el pabellón de caridad y ella, devota que es, golpeó con sus nudillos una lápida lavada. Una mujer que al observarlos vio fervor y necesidad en ellos, los indujo en el arte de adoptar a los muertos: escoger un ene ene que no tenga dueño, presentarse ante su tumba, rendirle un resumen de su vida, prometerle rezar por el descanso de su alma, traerla a la boca en cada minuto, pedirle favores simples y recompensarla sin falla, porque ‘ellas son cabronas’, les dijo” (p. 50).
Mientras recorre el cementerio de Puerto Berrío la autora se hace preguntas, las mismas que se hacían y se hacen todavía los habitantes del pueblo: “¿Quién yace en la primera bóveda de este albergue de los olvidados. De cuál linaje se desgranó sin dejar huella. Cómo se llama el que allí se deshace mientras pasa el tiempo. Cuáles palabras susurró o —quizá— gritó mientras le quitaban la vida. Quién lo busca. Por dónde vagan los que lo lloran. Cómo llegó a este puerto de cuerpos sin nombre?” (p. 17).
Esos muertos sin nombre, protagonistas de esta historia, van contando detalles de la guerra infame y larga que castiga al Magdalena Medio desde hace tantos años. Los primeros combatientes que se asentaron allí, la guerrilla del ELN. Los que llegaron después y se enfrentaron con ellos, y los otros más, ejércitos privados que para golpear al enemigo mataron a los campesinos, a los pescadores, y los echaron al río sin manos, sin dientes, con entrañas de piedra para que se perdieran, para que no hablaran.
La autora va conversando con pescadores, con mujeres que perdieron a un hijo y encontraron otro en un cuerpo que trajo el río, con el animero, con el médico que estudia esos cuerpos inertes que salieron del río, los que “se salvaron de deshacerse como panes serenados al agua” (p. 45). Todos le cuentan su historia pero también cada uno le habla de su primer muerto, el que recogieron enredado en un chinchorro en una madrugada de pesca, el que encontraron pálido y sin dedos agarrado por una raíz en el recodo adonde llevaron a la noviecita para darle besos. Esta gente de Puerto Berrío perdió rápido la inocencia: “Braulio Carrasquilla, líder del MOIR, se salvó del filo de la bayoneta que le entró por la espalda. Pero otros miles no tuvieron la misma suerte. ‘Desde 1964 los niños del río no hemos dejado de morir’, asegura. Y son ellos y sus vecinos y sus primos y sus abuelos y sus novias y sus hijos los que bajan silenciosos, indefensos y anónimos por el río Magdalena, el mismo que les traía la música, la moda y el amor cuando los días eran azules y las noches libres de tormenta” (p. 42).
Y en su relato van soltando sabiduría plena y dolor intacto: “A mí me ha tocado llorar a dos hermanos y a mi primer esposo. No se [sic] cuál de esos dolores fue peor porque cuando se trata de muertos no se puede entrar a comparar” (pp. 62-63); “caminaba mirándose la punta de los zapatos como hacen las mujeres solas” (p. 66)…
Se le llama a esto que hizo Patricia Nieto periodismo literario. No sé si sea exacto ir más allá y llamarlo periodismo lírico, o periodismo poético. Porque casi cada frase de este libro es un verso, casi cada párrafo es una estrofa medida, musicalizada. Y no por esto empalaga, sino que ilumina. Refresca. Sin dudarlo un segundo, este libro es una pieza perfecta —sí: perfecta— de periodismo literario.