2019/05/02. Por: María Teresa Ronderos.
En Arcadia.
Este prólogo de la periodista María Teresa Ronderos abre el libro ‘Contra el poder: Alberto Donadío y el periodismo de investigación’, de Juan Serrano, una coedición que el CEPER-Universidad de los Andes y Sílaba Editores presentan en la FILBo 2019.
La disrupción digital ha sacudido al periodismo al punto de que muchos auguran que en un tiempo no muy lejano dejará de existir. Por más de un siglo los periodistas y la prensa han sido mediadores centrales del debate público, faro principal de la opinión y, como tal, indispensables para las mayorías. Hoy ya no se siente así. La gente se informa por el torrente de mensajes e imágenes que fluyen desde diversas plataformas a sus aparatos móviles. Millones de productores de información compiten por la limitada atención de los usuarios, arrebatándoles a los medios de comunicación tradicionales el cuasi monopolio noticioso que venían teniendo. Millares de robots, programados desde oscuras oficinas para manipular la información, reproducen a toda velocidad titulares que socavan la autoridad del periodismo para descubrir verdades y hacer que los poderosos rindan cuentas. Google y Facebook se llevan una enorme tajada de las ganancias que deja el mercado mundial de las ideas, obligando al periodismo a sostenerse con migajas de publicidad y la generosidad de las audiencias.
En semejante momento de disolución uno podría pensar que un libro sobre cómo nació el periodismo de investigación y cómo un periodista como Alberto Donadío ha ejercido ese noble oficio por cuatro décadas, no sea más que un viaje nostálgico a los tiempos gloriosos de cuando las denuncias periodísticas tumbaban ministros y ponían presos a banqueros.
Se equivocaría, sin embargo, quien saque esta conclusión al ojear estas páginas en una librería. Este trabajo de Juan Serrano resulta sorprendentemente útil para descubrir –precisamente hoy en medio del desconcierto de la era digital– que el periodismo que se apega a su labor esencial de servir al público es capaz de sobrevivir al temporal tecnológico. La manera en que Donadío y otros de sus colegas del primer equipo investigativo de un diario en Colombia, la Unidad Investigativa de El Tiempo, han ejercido su labor contiene los elementos de lo que perdurará en el periodismo y esboza el futuro de lo que este será cuando muchas estructuras que hoy lo alojan se hayan derrumbado.
Por su claridad ética en buscar la verdad con método de científico y disciplina de gimnasta, por su decisión temprana de escribir con libertad “sin tener que cargar a cuestas con el peso de la concordia nacional”, como bellamente lo dice Serrano, y la convicción honda de serle útil a la gente, Donadío pasa, sin proponérselo y con toda naturalidad, de pionero del periodismo de investigación en Colombia a bloguero digital de vanguardia.
De principio a fin, este libro bien hilado, rico de leer por su lenguaje refrescante y esmerado, desgrana las características del periodismo que seguirá siendo indispensable. Serrano lo logra mientras teje los hilos de amores y amistades y pinta personajes de verdad, como los viejos propietarios de El Tiempo y su controvertida manera de sostener la institucionalidad nacional, el fallecido exministro que cultivó hasta su muerte el odio por los periodistas que lo denunciaron y el banquero ecuatoriano, víctima de una conspiración, pero también de su carácter solitario. Explora incluso el alma de los investigados, preguntándose por qué habiendo ya conseguido poder y privilegio, tantos insisten en seguir acumulando más a como dé lugar, incluso hasta anidar en la madriguera de la corrupción.
El periodismo de veras
Donadío cuenta que de Bertrand Russell sacó “la convicción de que todo hay que decirlo, y que hay que luchar por la libertad y por los derechos constantemente, y pedirle cuentas a los que tienen poder”.
Con el acceso ilimitado a las redes sociales y otras plataformas de la era digital, cualquier organización, asociación, gremio, club, iglesia, oficina de Estado, conglomerado, empresa y hasta cada ciudadano que es testigo directo de un suceso, o simplemente tiene una opinión, siguiendo a Russell, ya “lo dicen todo”. Y lo hacen en todos los formatos posibles: texto, foto, video, mapas u otras publicaciones interactivas. Entonces, ¿qué le queda al periodismo?, ¿qué información necesita el ciudadano que no le estén dando ya todas estas fuentes?
Las referencias de Russell a la libertad y al poder en la cita antes señalada como fuente de inspiración de Donadío, ayudan a responder las preguntas en esta época en que la tecnología ha abierto los grifos de la información y el periodismo redefine su papel.
Un periodismo que “lucha por la libertad” es, en tiempos actuales, un periodismo que reta al poder a ser más transparente. La diferencia es que hoy, para conseguirlo, cuenta con instrumentos potentes para ensanchar esa transparencia hasta los territorios y temas más vedados. El ejemplo contemporáneo por excelencia son los trabajos sobre los paraísos fiscales (Offshore Leaks, Panama and Paradise Papers, etc.) publicados desde 2014 por el Consorcio Internacional de Periodistas Investigativos (ICIJ, por su sigla en inglés), una red de más de 200 periodistas investigativos de todo el mundo. Solo para conseguir las grandes historias de los “Panamá Papers”, el ICIJ revisó 11,5 millones de documentos, una labor que si se hubiera hecho a la antigua hubiera tomado décadas. Eso, gracias a la velocidad de los computadores, los sistemas inteligentes, el acceso a fuentes abiertas en la red, pero sobre todo a la claridad periodística para saber qué y cómo pedirles a las máquinas lo que buscaban, hizo posible esta hazaña.
El periodismo que “lucha por los derechos constantemente” es aquel que documenta y expone donde quiera que no se están respetando. Por eso el portal estadounidense sin ánimo de lucro ProPublica y la NPR, la radio nacional pública de ese país, fueron premiados con el prestigioso Peabody Award por su historia “Las madres que perdimos”, una investigación sobre por qué a pesar de que Estados Unidos tiene la mayor inversión per cápita para prevenir la muerte de mujeres asociada al embarazo y al parto, tiene la tasa de mortalidad materna más alta de los países ricos. Su trabajo develó el peso de la discriminación racial en este fracaso.
Y finalmente, “pedirle rendición de cuentas a los poderosos”, como aconseja Russell, es cuando el periodismo está atento a las arbitrariedades de los Estados, de las corporaciones y de los personajes públicos. Es el periodismo de The Guardian, el diario británico, cuando puso al descubierto cómo la firma consultora en big data, Cambridge Analytica, abusando de la confianza que habían depositado los usuarios en Facebook (y con su complicidad o su indiferencia), había robado sus datos con el fin de manipular a los usuarios para que votaran a favor de la salida de Reino Unido de la Unión Europea; y el periodismo de Folha de Sao Paulo, cuando descubrió el año pasado que agencias de mercadeo pagadas por patrocinadores de la campaña electoral de Jair Bolsonaro habían comprado miles de números de teléfonos celulares para propagar infundios masivamente, vía WhatsApp, creando la sensación entre el público de que eran millones los seguidores del hoy presidente de Brasil.
Algunos tanques de pensamiento y académicos estudian con profundidad el complejo fenómeno de la desinformación en la era digital, pero es el periodista el que tiene el olfato para encontrar esos abusos del poder mientras suceden, y la valentía de defender públicamente –y a veces, a un elevado costo personal, como en el caso de la periodista de Folha que fue víctima del más cruel matoneo virtual– el derecho de la gente a conocer cómo los poderosos los quieren manipular. Esa tarea de enfrentársele al poder con nada más que inteligencia y método es la esencia de ese periodismo que saldrá adelante, sin importar si lo que investiga sea la propaganda burda de dictadores en los medios tradicionales de ayer o la subrepticia en redes virtuales de los autoritarismos populistas de hoy.
Este libro muestra que el periodismo que Donadío ha practicado –y practica hoy– es el periodismo esencial. Y por eso es un libro vigente que nos da las pistas de cuáles son modas pasajeras, cuáles son prácticas obsoletas y cuáles las cardinales que debemos seguir los periodistas si queremos que la sociedad aprecie nuestro valor en un futuro. Pero, también, este libro les muestra a los ciudadanos en general cuánto contribuye la tarea del periodismo a mejorar sus vidas, y cómo ellos también pueden contribuir a esa difícil tarea.
Espíritu de excavador
Serrano cuenta cómo, siendo Donadío aún estudiante de derecho, su primer trabajo de periodista –sin saber que eso hacía– fue mapear cómo y por dónde se traficaba la fauna silvestre colombiana. Eso lo obligó a internarse por semanas en las entidades oficiales y armar series de registros comerciales para identificar sospechosos. Esa paciencia y dedicación para buscar los documentos que prueben un desafuero o una estafa, y que este libro sigue paso a paso, es lo que ha caracterizado a Donadío durante toda su vida en el oficio.
Ya fuera buscando contratos en el Ministerio de Obras para averiguar si hubo tráfico de influencias en los tiempos de Salcedo Collante, o en la Superintendencia Bancaria para descubrir los autopréstamos de Mosquera en el Banco del Estado, o en múltiples dependencias nacionales y extranjeras para probar que las acusaciones del gobierno Pastrana contra un banquero ecuatoriano no tenían sustento, se trataba de ordenar los datos y sistematizarlos para encontrar patrones irregulares o comportamientos dudosos. Algo similar debió hacer, no hace mucho, cuando conversaba desde su blog virtual con decenas de víctimas para entender y explicar cómo cayó la firma Interbolsa y cómo defraudó la confianza de los inversionistas.
Es un espíritu idéntico al de los “periodistas de datos” de hoy, a quienes la tecnología les ha facilitado mucho la vida. “Nadie quiere ir seis meses a un ministerio a leer contratos y leer cosas jartas”, le dijo Donadío al autor. Hoy se puede encontrar el grueso de los contratos en Internet, en la página contratos.gov.co, filtrar las búsquedas, descargar los archivos y ordenarlos como se quiera, y todo eso a la velocidad de la luz. ¿Por qué no pareciera que los periodistas vigilan más y mejor la contratación pública con semejantes herramientas? Porque la tecnología no suple la falta de claridad de editores y reporteros que aún hoy, a sabiendas de que los robots ya los reemplazan en el simple registro noticioso, siguen destinando demasiado tiempo a repetir información que las audiencias ya tienen. En cambio, si cada medio del país dedicara uno o dos reporteros a vigilar todo el año la contratación pública, producirían una información única y valiosa para ciudadanos y autoridades.
Asociada al espíritu investigativo está la “disciplina de reciclador”, como dice Serrano de Donadío, otro elemento intrínseco del periodismo. El buen reportero guarda con celo sus archivos y los mantiene vivos para no dejar que la gente olvide a quienes se les ha hecho daño impunemente. Por eso, cuando Donadío reconstruye en un libro de 2018 el escándalo de los sobornos de la empresa brasilera Odebrecht para conseguir contratos de obra pública y comprar voluntades políticas en casi toda América Latina, puede identificar con facilidad a un hombre que ya había denunciado en 1983. Entonces, este personaje había robado dinero de los ahorradores del Banco del Estado en Colombia y se había fugado del país. Ese trabajo periodístico de calidad, que sigue un método, consulta archivos, conecta hechos sueltos, aun los del pasado, no va a morir porque presta un servicio público indispensable.
También lo es, en forma complementaria, el “espíritu exhumatorio”, como cuenta el autor que el periodista Gerardo Reyes llama a la “mirada de arqueólogos” con que los reporteros investigativos “visitan guerras ya zanjadas, reabren crímenes prescritos, despeinan verdades oficiales…”. Ayudan así, a revisar la primera versión de la historia. Al destruir los mitos y cuentos oficiales mentirosos, le abren los ojos a las sociedades para que corrijan los rumbos equivocados que trazaron basándose en ellos. Diría yo, por ejemplo que, si todos leyéramos El jefe supremo, la historia de Rojas Pinilla verificada en expedientes de varios países por Alberto Donadío y Silvia Galvis, quedaríamos curados de cualquier añoranza por la eficacia de los regímenes de mano dura. Ambos demuestran que el de Rojas en los años 50, al igual que los nuevos populismos autoritarios de derecha e izquierda, suelen esconder un mar de corrupción y personajes de “uñas largas”.
Conectarse con la audiencia
La aureola del periodista de investigación se creció con el caso Watergate. Y más recientemente ha vuelto a cotizar su valor por lo alto. A ello han contribuido varias cosas: la reciente explosión de premios mundiales y regionales que lanzan a la escena internacional a los ganadores; colaboraciones periodísticas de diversos países como los mencionados “Panama Papers” del ICIJ, y las del OCCRP sobre crimen transnacional y lavado de dinero en Europa y Asia Central, que sacudieron instituciones como los bancos europeos Danske y Deutsche Bank y que han llevado a muchedumbres a protestar contra sus mandatarios, como sucedió en Islandia y en Montenegro; y películas como Spotlight (2015) y The Post (2017) que recrean grandes logros periodísticos del pasado. El equipo del Boston Globe reveló el abuso de sacerdotes católicos a decenas de niños en Boston. El Washington Post se enfrentó al gobierno de Nixon publicando los “Papeles del Pentágono”, documentos confidenciales que contrariaban la versión oficial, y mostraban que el gobierno de Estados Unidos estaba perdiendo la guerra de Vietnam.
Es una tendencia positiva, pues inspira y emociona a millones de jóvenes para que enfrenten la corrupción que también parece ir en alza. Pero tiene su trampa. Las ganas de ser famosos y la ambición de sentirse tan poderosos como sus investigados pueden ser las razones equivocadas que terminen devaluando al periodismo más de lo que ya está. Por ejemplo, un reportero de la prestigiosa revista alemana Der Spiegel –enviado a Afganistán, Siria y la frontera entre México y Estados Unidos y que se había ganado el premio CNN al periodista internacional del año en 2014– inventó partes de sus historias, como aquella sobre dos hermanitos sirios de los cuales dijo habían quedado huérfanos y se sostenían trabajando en cualquier cosa en Turquía. Al parecer, era un solo niño y no dos, y no era huérfano de madre. Traicionó a su público, desprestigió a su valiosa revista, intentando, quizás, sostener su celebridad.
Las tecnologías, que ponen a disposición del reportero herramientas, aplicaciones y otros juguetes cada uno con mayor lustre e ingenio que el otro, son el otro acicate que empuja hoy a muchos a meterse en el terreno de la investigación. Esto es maravilloso porque llegan a la profesión personas con habilidades diversas y las redacciones se nutren y reviven. Pero hay que advertirlo, puede ser otro camino de corto vuelo: ser capaz de manejar herramientas sin saber cuál es el sentido final del periodismo, puede terminar en historias que no le sirven a nadie. O más riesgoso aún, sin claridad ni contexto, el periodismo tecnocrático puede cometer errores graves que causen daños irreparables a inocentes o calamidades a una sociedad.
Claro que se requiere ambición y temperamento para investigar asuntos que molestan a los poderosos. También hace falta habilidad técnica para poner el Internet y su infinito número de fuentes abiertas y recursos gratuitos al servicio de una historia. No obstante, es la conexión con la gente y sus necesidades de información la verdadera brújula del periodismo duradero.
Quien tenga a su público en mente cada vez que produzca una pieza periodística, ya tiene ganada la mitad del cielo. Esa condición se vuelve indispensable en el medio digital. Responderle los pedidos al público, reflexionar con sus críticas, y hacerlo partícipe de la investigación, es lo que le puede dar al periodismo la guía para no perderse entre la fama que trae el impacto continental de una nota y el deslumbramiento por la constante innovación tecnológica.
La historia del periodismo que cuenta Serrano pone en evidencia que los grandes periodistas como Donadío y su compañero de hazañas, Daniel Samper Pizano, sabían esto desde mucho antes de que se inventara el Internet. Es más, casi que la alianza de los dos nace de la conciencia que tenía Donadío sobre cómo la frialdad de sus datos y de su lenguaje jurídico impediría que los lectores se interesaran por sus denuncias. Por eso necesitaba un compañero que tuviera el lenguaje de la gente. “Daniel era el amplificador”, le dijo Donadío al autor. Samper, por su parte, sabía que, si le iba a dar peso a una columna diaria y a poner ese espacio al servicio de un mejor país, tenía que tener un colega que se pasara los días escarbando documentos y cotejando datos para sacar a flote verdades que personas influyentes tenían bien escondidas. Se necesitaba a un Donadío, con dificultad innata para “sacar pecho” por sus logros, como describe gráficamente Serrano la humildad de su personaje para dejar que fuera Samper quien se luciera y cosechara los aplausos de los lectores por sus investigaciones. “Yo no tengo carrera –dice Donadío en el libro– lo que importa es que el público esté informado”. Ahí, en esa frase, se resume su calidad ética y la perdurabilidad de su periodismo.
Por eso ya entrado el siglo XXI, cuando los inversionistas perjudicados por el saqueo que habían hecho los dueños de la comisionista de la bolsa de valores, Interbolsa, comenzaron a buscarlo para pedirle consejo e información sobre qué hacer, Donadío, quién llevaba años dedicado a los libros, casi sin pensarlo, se convirtió en ducho periodista digital, publicando notas varias veces al día en su blog de El Espectador y trabajando de la mano de sus lectores para desentrañar qué había pasado en esa firma. Ellos le daban información que salía de su propia experiencia como inversionistas, y Donadío la contrastaba con las autoridades y las otras fuentes y documentos que consiguió. Ese es el periodismo que están haciendo los medios más experimentales de vanguardia en el mundo, como The Correspondent de Holanda. Uno de sus principios fundacionales es: “Colectivamente nuestros lectores saben mucho más que nosotros acerca de la mayoría de las historias que cubrimos. Por eso, The Correspondent no sólo publica información. Cuando cubrimos algo de lo que usted sabe mucho, lo invitamos a contribuir con su especialidad y a compartirnos su experiencia”.
Donadío insiste en que él realmente no hace periodismo, sino una suerte de activismo por la justicia. Serrano coincide e insiste en que el periodismo clásico de manual debe ser imparcial. Disiento amablemente de ellos dos en este punto. Estoy convencida de que, así como lo hizo Donadío con el caso Interbolsa, es como hay que ejercer el periodismo en los tiempos de Internet: conectando con la gente, construyendo la verdad de lo que pasa con ella, y respondiendo a sus necesidades urgentes de información. Si poner la tecnología y la sabiduría del periodista al servicio del público es abandonar la imparcialidad, entonces hay que tacharla de la lista de los valores esenciales del periodismo.
Todos tienen derecho a conocer los papeles públicos
Fue Alberto Donadío, afirma Serrano, quién dio un primer gran paso desde el periodismo por la transparencia de los asuntos públicos. Rescató un artículo de una ley pionera de 1913 y dio la pelea jurídica para establecer la tradición colombiana, hoy bastante arraigada, de acceso a la información del Estado. Y no sería exagerado decir que debe ser uno de los periodistas que más han escrito a las autoridades pidiendo información. Cada respuesta oficial, sacada a veces con tirabuzón, le dio pistas para revelar un asunto de interés ciudadano que alguien quería ocultar.
Preservar la transparencia es otro de esos elementos esenciales que considero indispensables para que la disrupción tecnológica no acabe con el periodismo. Hay medios que rigiéndose aún por los cánones de cuando la información era escasa insisten en esconder el origen de los datos o de las fuentes, pensando que así evitan que otros medios se los “roben”. Pienso que la era digital demanda una lógica distinta, más parecida a la que ha defendido Donadío. Una audiencia activa y participante exige saber de dónde sale la información para confiar, y es cuando la gente cree en los medios que estos derrotan a la competencia.
El concepto de ofrecer información traslúcida se ensancha cuando toda la información del mundo está a la mano. Hay que darle a la audiencia todos los ingredientes con los que se cocinaron las historias: que puedan descargar los documentos, ver los vínculos a las fuentes digitales, ubicar los lugares de los que hablamos, y, por supuesto, salvo por razones de seguridad, revelar con quiénes hablamos. La transparencia es la madre de la credibilidad. Si la gente sabe de dónde sacamos la información, es más probable que hoy, en tiempos de una generalizada pérdida de fe en los medios, crea un poco más en la autenticidad de una historia que cuestione su manera de pensar.
Se puede ser apasionado y tener la “elevada capacidad de indignación que es lo esencial que debe exigírseles a los buenos periodistas de investigación”, como dice Samper de Donadío. Se puede, incluso, perder la compostura periodística, siempre y cuando el lector sepa que al reportero lo mueve revelar una injusticia o la convicción de la gravedad de un problema que es público. Incluso si tiene un conflicto de interés y lo publica abiertamente, eso no le resta puntos. Más que la subjetiva objetividad, creo que la transparencia, además del trato justo, son valores por excelencia para estos tiempos de ruido informativo.
Si se trabaja sin agendas escondidas, al periodista le queda más fácil conseguir la colaboración de funcionarios o empresarios honestos, pues, al fin y al cabo, como dice Donadío, “obran movidos por los mismos propósitos […] a saber, sacar a la luz lo torcido, investigar los entuertos y aplicar la ley, sin esguinces, ni contemplaciones”. Así fue como Hernán Echavarría Olózaga, fundador del consorcio industrial Corona y “uno de los pocos millonarios lúcidos que ha habido en el país” le explicó los trucos que estaba urdiendo el banquero Jaime Michelsen, cuyo grupo económico era por entonces dueño de más de cien empresas. De la misma manera, el superintendente bancario del gobierno de Betancur, Germán Botero de los Ríos, les abrió a Donadío y a la Unidad Investigativa las puertas de la entidad de par en par, para que le ayudaran en su labor de destapar los abusos de Félix Correa al frente del Banco Nacional.
Hoy también abundan las personas correctas que quisieran ayudarles a los periodistas a construir justicia y proteger el erario. Fue una de esas personas, cuyo nombre aún no se conoce, quien le filtró al periódico alemán Süddeutsche Zeitung los documentos de Mossack Fonseca, la firma panameña que facilitó miles de operaciones a clientes que, cobijados con el manto protector del paraíso fiscal, evadieron impuestos, lavaron dinero o escondieron sobornos. Luego, como ya se sabe, y pronto lo veremos en cine, el periódico alemán se alió con el ICIJ y centenares de periodistas de todo el mundo para procesar y ordenar los datos y encontrar las historias que le dieron la vuelta al mundo.
En Colombia me he encontrado a personas sin cuyo apoyo yo no hubiera podido descubrir las patrañas para adjudicar a dedo el estudio del Metro de Bogotá bajo la administración de Samuel Moreno, las irregularidades de Termorío, o las sospechosas condiciones en que InterAseo terminó manejando las basuras de Soledad y de Santa Marta, entre otras investigaciones. El periodismo siempre ha tenido este recurso, pero ahora tiene la enorme ventaja de poder recurrir a todos, funcionarios estatales y ciudadanía, para que denuncien un delito o le ayuden a investigar un caso.
En muchos lugares del mundo los medios están sacando provecho de esa nueva posibilidad. El centro de periodismo investigativo húngaro Atlatszo, por ejemplo, creó un servicio para que la gente pueda hacer, por intermedio suyo, peticiones de información a las entidades estatales y publicar las respuestas. Así, ellos invitan a los ciudadanos a que se unan a su esfuerzo por hacer que el gobierno rinda cuentas. Una alianza de medios y organizaciones mexicanas montó Mexicoleaks, una plataforma segura donde los funcionarios públicos honestos, y cualquiera al que le conste irregularidades y abusos, pueda denunciarlas y subir allí mismo los documentos que lo prueban. Esto lo hicieron con el patrocinio del gobierno holandés y el apoyo técnico de la organización holandesa Free Press Unlimited, que ha contribuido a montar plataformas similares en su país, en Indonesia, en Nigeria, entre otros.
Un último elemento fundacional del periodismo que emerge claro de la lectura de este libro y que vale la pena destacar, es la idea de trabajar en equipo con otros profesionales. Esta práctica multidisciplinaria siempre le dará ventaja al reportero investigativo para entender mundos complejos y apalancar su fuerza narrativa. Donadío mismo es abogado y su conocimiento legal le ha dado sustento y vuelo a su periodismo, desde la Unidad Investigativa de El Tiempo con sus compañeros Reyes y Samper hasta el día de hoy. En tiempos de Internet, sumar esfuerzos con colegas de otras profesiones se convirtió en una necesidad. Los medios investigativos digitales más sobresalientes actualmente suelen tener, como mínimo, periodistas, desarrolladores de software, diseñadores, científicos de datos, abogados y expertos en mercadeo de redes. Todos contribuyen con sus saberes a buscar la información, a sistematizarla, a encontrar los patrones, a complementarla con fuentes humanas, a diseñar la historia, a verificarla, a distribuirla y a completar el circuito virtuoso de enganchar al público para que participe y ayude a completar las verdades que revela
¿La investigación periodística para qué?
La intensa exploración de Serrano por el periodismo de Donadío no solo permite descubrir aquello que por lo auténtico y primordial le da norte y seguridad a este oficio que tambalea en la cuerda floja por la turbulencia digital. También pone al descubierto que los dilemas éticos del periodismo no tienen respuesta fácil, ni antes ni hoy. Si acaso, se han vuelto más complejos. El banquero Mosquera, de los autopréstamos, le espetó a Donadío cuando este le pidió explicaciones: “Ni usted les ha prestado el dinero, ni usted es juez”.
¿Cuál es el papel de la prensa? Si antes, cuando la prensa tenía el rol protagónico de pedirle cuentas al poder, era difícil que la gente aceptara el gaseoso papel de “defensor de lo público”, ahora sí que es mucho más complicado. ¿Cuánto debe empecinarse un periodista en que se haga justicia o que se desmonte un abuso de poder? ¿Debe solo informar, y después que la justicia o la policía se encarguen?
Estas preguntas no tienen respuestas fáciles. Hay periodistas en el Reino Unido que trabajan en llave con activistas para documentar los crímenes de guerra en Siria, avizorando el día en que el caso llegue a la Corte Penal Internacional. Organizaciones militantes como Greenpeace o Witness producen denuncias periodísticas en llave con colegas alrededor del globo. Y medios como ORB, en alianza con medios internacionales, han lanzado tal cantidad de historias sobre los riesgos de tomar agua en botella plástica, que más parece una campaña de ambientalistas que un esfuerzo periodístico.
También fueron periodistas expertos los que montaron Transparentem, una organización no gubernamental que investiga violaciones de derechos humanos y daños ambientales producidos por proveedores de las grandes tiendas de ropa y de comida de los países más ricos. Su particularidad es que trabajan con estas distribuidoras para ayudarles a mejorar las prácticas de sus proveedores o a reemplazar proveedores poco éticos. Producen información muy valiosa, su labor investigativa se parece mucho a la de un reportero; pero al convertirse en asesores empresariales ¿practican periodismo? Ellos reconocen que no. Yo diría que hoy no llamamos a eso periodismo, pero ¡quién sabe mañana! El cambio profundo de los supuestos sobre los que se ha basado hasta ahora el periodismo está en desarrollo y eso hace aún más complicado navegar el mar revuelto que es la ética de este oficio.
También surge de este libro la disyuntiva sobre cómo, en su intento por vigilar al poder, el periodismo debe encontrar ese punto de equilibrio: ni tan cerca que lo queme, ni tan lejos que no lo alumbre. Esa tensión, que describe Serrano, se sintió en ocasiones entre Samper, más cercano al poder, y sus colegas Donadío y Reyes, más lejanos. Si Daniel Samper no hubiera sido socio de El Tiempo, quizás no hubiera conseguido el espacio para esa Unidad Investigativa. Y sin la distancia crítica de Reyes y Donadío, quizás la Unidad no hubiera llegado a ser tan efectiva en destapar abusos de personajes muy influyentes. La mezcla funcionó bien.
Para cerrar, va una última idea dirigida sobre todo a los lectores jóvenes. El camino del buen periodismo está trazado aquí por los pioneros como Alberto Donadío y sus colegas de diversos tiempos, gracias a la excelente tarea que hace el autor, Juan Serrano, en reconstruir su historia. Ellos inauguraron el periodismo investigativo en Colombia y lo siguen ejerciendo con una lucidez que nos guía ante la incertidumbre. La tecnología permite que ese mismo periodismo investigativo lo practique cualquier ciudadano que se indigne con la arbitrariedad, los atropellos y la injusticia. Solo tiene que armarse de la curiosidad de excavador disciplinado, la transparencia auténtica que dé confianza, una agenda desinteresada y una combinación de método y ayuda del público. Eso será suficiente para embarcarse en la emocionante tarea de defendernos a todos los demás ciudadanos de poderes mentirosos y atrabiliarios.