09 de noviembre de 2018 . Por: Roberto Sánchez Benítez .
En Milenio.
Laberinto
Ciudad de México / 09.11.2018 19:38:40
Roberto Sánchez Benítez
Jorge Bustamante García (Zipaquirá, 1951) no es solamente un reconocido traductor de la literatura rusa al español, además de ser un fino poeta que, a cuentagotas, si se quiere, consulta su alma trasvasada en cada una de las experiencias y rincones del mundo que ha tocado sino que, en Las calles de las ciudades ajenas (2018), define un interés por la prosa memorística que, gracias a una serie de personajes inolvidables, indaga en remolinos interiores que desprenden hojas del árbol del tiempo, o que transcurren en los reflejos diamantinos del cauce que crea la atención del presente sobre las huellas depositadas en sus riveras. Una maravillosa frase de Seifert, colocada al inicio del libro, pareciera indicar el horizonte hacia el cual el recuerdo nos aproxima pero solo para formular a posteriori el sentido de lo que en su momento fue un presente intempestivo, azaroso, incierto, descomunal, libre. Y es que es verdad que la vida no es solo para ser contada, como dijera Gabriel García Márquez, sino para ser recobrada en el recuerdo y, como quería Rousseau, disfrutada, por ello, doblemente. Cauces que formulan enigmas, en efecto: “Las redes y los atajos de la vida son siempre un misterio y a la indagación de ese enigma quisiera estar dedicada esta escritura”. Pero también son recuerdos para ser vistos quizá por última ocasión, como lo declara esa convicción con la que cierra el libro: “Y entonces supe que debía contarlo todo antes de que el palacio de los recuerdos se desmoronara lentamente, antes de que el olvido se apoderara de todas las cosas que aún sobreviven emitiendo sus últimos gritos”.
La novela, el testimonio, la crónica de una vida (¿cómo llamarle?) irrumpe en el silencio para poblarlo y llenar, en su inicio, la escena de un confinamiento en un cuartel militar, en un arranque que recuerda a La ciudad y los perros, pero igualmente a El muro, con vaivenes temporales a los que nos acostumbró Cien años de soledad. Experiencias de violencia, guerra, soledad impuesta en las que se enmarca el despertar de esa dimensión que conjuga el recuerdo y la ficción, como también le ocurrió a Cervantes o Sade. La escritura del recuerdo como forma de sobrellevar las condenas del presente y de abrir el grato paréntesis de la eternidad antes de que todo acabe disuelto entre el polvo de las estrellas. Pero también es un volver sobre sí mismo, “ensimismarse”, dice el autor, en donde la recuperación de sí es una acción resiliente que tiene por objetivo proteger al que fue, pero que sin embargo no deja de estar presente bajo la forma de la espectralidad, ese fenómeno del drama humano puesto con tanta evidencia por Shakespeare. ¿Qué es lo que entra en escena en el recuerdo? Quizá algunas formas de la verdad que, paradójicamente, hemos olvidado, como señala Jorge Bustamante: “Pero de la memoria fragmentada es de donde nacen las cosas que nos parecen ciertas”. Y es que el recuerdo es una forma ficcional de no estar en alguna parte.
Confinada, la voz narrativa cuenta la experiencia y las peripecias de un joven que decide estudiar en la Unión Soviética en los tiempos de la Guerra Fría, ahí donde el internacionalismo proletario había fincado sus expectativas de reproducirse por todo el planeta. La amistad, los a–dioses, el amor, la aventura, la solidaridad, el deseo, los riesgos bien fundados, el arrojo, el olvido, el dolor, la nostalgia, el recuerdo en el recuerdo, los encantamientos naturales y artificiales, los paisajes maravillosos de las estaciones soviéticas, los olores, las pieles de todas las sensaciones humanas, los cuerpos amados y fugaces, desfilan por las brillantes páginas de un arcano en que se convierte el libro, volviéndolo necesario en un tiempo despiadado. Estratos, sedimentos temporales que se abren en sincronía para unirse sin la discontinuidad de sus oscilantes ritmos: geologías de la memoria que se empatan con la búsqueda de palabras que condensen emociones, descubrimientos, el asombro de estar vivo: “La geología, en cambio, provocó otro tipo de cosas que tienen que ver con los lugares cortos, los paisajes remotos, el lenguaje mineral, las pasiones precisas y decantadas de los días verdes cuando no queda otra cosa más que acostumbrarse a la idea de que uno va a regresar de una expedición con la cabeza llena de visiones, de historias, de leyendas, de colores que se sobreponen infinitos en una suerte de memoria abigarrada que se basta a sí misma”. Exploraciones que se tocan, mapas, topologías minerales y del recuerdo, paisajes que existen en la naturaleza y en la imaginación. Desde que el autor decidió estudiar geología en las edénicas universidades soviéticas emprendió el viaje de los recuerdos que se encontraba creando, ahí donde nunca pudo saber que acabaría hablando de ello nel mezzo del cammin della nostra vita. Ese es el viaje que nunca terminará mientras sea capaz de recordarlo y de organizar sus piezas a manera de piedras preciosas en las incisiones que cavan hondo en la espesura de lo vivido: “La realidad, quizá, no sea más que un cuento: nos pasamos la vida queriendo entenderla, pero no es más que una ficción de infinitas aristas, igualita que la Divina comedia. Ahora pienso en todos esos lugares, en todos esos paisajes, en tantos instantes condenados al olvido, y es como si todos estuvieran sobrepuestos en el rumor del tiempo: se entrecruzan y parecen suspenderse en una vaga y extensa memoria evaporada”. A fin de cuentas, el palimpsesto de esta escritura, obligada por la premura de una verdad confesional que nunca se dice toda (la trama inicial del confinamiento a raíz de un hermano perseguido políticamente), acaba, cifrando en el recuerdo, esa verdad inatrapable, dejando en libertad la vida interior de alguien que sabe que su aventura nunca llegará a un fin y que todo fue estar en otra parte, en efecto: “Tendría que volver a inventar todo de nuevo, porque nada termina antes del fin, porque nada se muere antes de la muerte”.