Por: Luis Germán Sierra J..
En Revista Universidad de Antioquia.
Cuando tuve este libro en mis manos, sin ningún antecedente sobre él, y al ver, hojeándolo, que se trataba de textos muy breves, pensé que estos podrían ser algo al estilo de los minicuentos o microrrelatos o microficciones que suelo leer en autores como Kafka o Mrozek o Monterroso, o en autores contemporáneos, dado que estos géneros hacen carrera en la actualidad, a veces felizmente. Pero al empezar a leer sus primeras páginas supe que no era eso lo que pasaba allí, sino que, más bien, era un libro a la manera de Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, o de Manual del distraído de Alejandro Rossi o de Dietario voluble de Enrique Vila-Matas. O del mismo Pensamientos de un viejo de Fernando González. Es decir, que no se trataba de historias ficcionadas —cuentos mínimos—, sino de pequeños momentos (tal cual es el título) o anécdotas narradas tal y como ocurrieron. Esto último, claro, no quiere decir que dichos pasajes sean literales o que se propongan una fidelidad absoluta a la realidad o a la controvertible verdad de los hechos. El lenguaje, por supuesto, hace lo suyo.
Nora Arango es periodista, pero, sobre todo, es escritora, y es en la literatura donde se ha gastado gran parte de su tiempo y esto, a la hora de sentarse a escribir, se le nota. Aunque cuente pequeñas historias personales donde muestra su agudo sentido de observación y el olfato que le permite deducir dónde la realidad se tiñe con fragmentos de irrealidad o ficción, aunque esas pequeñas historias sigan siendo pura y dura realidad.
Cuando un escritor se detiene a narrar instantes de su vida, sin prácticamente ninguna otra pretensión, es porque cree o ha aprendido que muchos de los momentos comunes y corrientes de la vida común y corriente encierran en sí mismos un halo de poesía, es decir, un quiebre de la realidad, algo extraordinario. Y porque confía, claro, en que el lenguaje, como digo arriba, hace lo suyo.
Ribeyro dice que sus Prosas apátridas quieren parecerse a Le spleen de Paris de Baudelaire, ante todo en aquello del desorden, porque esos textos, en ambos casos, son “pies y cabeza a la vez, alternativa y recíprocamente”, dice el poeta francés. Y así son las páginas de Momentos: se pueden abrir en cualquier parte y continuar, o ir al principio y luego leer el último texto. Nadie ordena los momentos, ellos llegan como se van, aparecen en cada minuto. Si “los días, que uno tras otro, son la vida”, al decir cierto del poeta, hay que aseverar, también, que los momentos, uno tras otro, son el día.
El escritor es un observador selectivo y a veces en eso consiste el arte de lo que hace. En las elecciones, en los filtros, en la depuración de todo lo que llega hasta él. Si a esa característica añadimos la de la mirada que se desplaza igual que una cámara de cine o de video, entonces tenemos el tono de las pequeñas prosas de Nora Arango. La descripción que se desplaza silenciosa y lentamente por el objeto de su atención y nos da, de cuerpo entero, una situación, un personaje o un instante. Como en “Viejitos” (p. 27), cuando observa a la distancia un par de ancianos que parecen conversar airadamente, “arrebatándose” la palabra, pero al acercarse se percata de que en realidad cantan. En uno de los fragmentos de que se compone el libro citado de Ribeyro, este nos cuenta que a un ómnibus se suben varias “viejas y arrugadas”, y a continuación agrega que “se habían arrugado en el confort y la bonanza (…), sin grandeza, la vejez de la satisfacción”. Al igual que Nora Arango, Ribeyro agudiza y problematiza la observación, va con ella hasta el final.
El ojo de un observador se detiene en una situación así y el interés de un escritor se propone descifrar el misterio o la curiosidad que en principio inspira una escena de este talante. Por eso existe este libro, Momentos, y por eso existen los libros que he mencionado, además de muchos otros que bastaría con buscar para encontrarlos.
“Verano”, en la p. 39 comienza como si se tratara de un cuento: “A un bus casi vacío se subió una mujer de blanco que lloraba”. Ya está creada una atmósfera de misterio en solo una frase. El interés del lector está garantizado sin inventar nada, bastó saber empezar. Las dos páginas que siguen no defraudan a ese lector “picado”. Y casi no pasa nada, no hay movimientos que estremezcan nada, solo hay una pequeña narración con las palabras que son. Queda, eso sí, otra vez, una aguda observación.
Y es por todo esto que Juan José Hoyos dice en el comentario de la contratapa: “La fuerza de estas historias está más allá de la superficie. Su efecto delicado se apoya en una paradoja íntima, en una atmósfera, en una epifanía. Son, en realidad, iluminaciones. Momentos privilegiados en los que una mirada, un encuentro casual, un gesto, nos permiten vislumbrar el sentido más hondo de las cosas”.
Momentos de Nora Arango tiene el encanto de los libros que no se proponen nada, pero que, al estar hechos con la delicada sustancia del silencio que significan las palabras bien escogidas para narrar las deliciosas e irremplazables vicisitudes de la cotidianidad, es un libro que narra la superficie, es decir, el lado más hondo de la realidad.