El 3 de noviembre del 2017, cuando Óscar Hernández celebre los 92 años, lo primero que hará tan pronto se despierte será escuchar un tango. La lírica del arrabal y el fraseo del lunfardo han irrigado las arterias, a hurtadillas y en puntas de pie, de su poesía. Bien sea con Susana Rinaldi, Ignacio Corsini, Juan Carlos Godoy, Enrique Santos Discépolo, Carlos Gardel, Agustín Irusta o Alberto Arenas, la vida solo le es tolerable al compás de la música de algunos de estos cultores del género que canta en el fuelle de un bandoneón. “Se equivocan los que creen que el tango es música de lupanar y despecho. Afirmar eso es desconocer su quintaesencia. Es la plena decantación de la vida en verso. Es la poesía valida del sonido; es la aprehensión del fulgor existencial que casi siempre escapa a los que escribimos versos”.
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Óscar, Cioran creía que solo en el tango la filosofía se amistaba con la poesía…
Algo habrá de cierto en eso. Pero lo bello del tango es la falta de premisas moralizantes y de credos de capilla. En él solo se aspira a la belleza de la calle.
Es la misma aspiración de su poesía… la palabra sin abluciones ni fórmulas. El grito descarnado de la belleza originaria y esencial…
Sí. La poesía es otra cosa. ¿Quién la creyó asignatura en las academias? ¿Por qué la encorsetaron en los rituales del poder y las ceremonias de la simulación?
Seducidos por los manierismos que traían los vientos de corrientes foráneas, los coetáneos de Óscar Hernández cayeron de bruces en los códigos estéticos bañados en el hálito de lo nuevo. Discordante en su época, Poemas del hombre fue el canto de ruptura de un asceta que, en su afán comunicante, prefirió la desnudez a la vestimenta afectada. “Eva Manzano esa mitad entera / con su perdido paraíso a cuestas / y con su Adán de barro hasta que muera”. Cual evangelista, la suya fue una poética fundacional que, tamizando el oropel, concibió el catecismo de un creador y apartó la hierba para que el sol llegara al pliegue oculto del árbol y la oquedad de la tierra. “No creo en las campanas, no creo en el concepto ni en la idea, creo en el agua turbia de los ríos / y en la arena / y en la sangre del hombre. Creo en las manos sobre la cosecha, creo en el caminante y sus sandalias, creo en la muerte triste de las moscas / que ocultan sus cadáveres. No creo en muchas cosas y creo en tantas, y firmemente creo en las espigas / y en mi balcón de harina”.
Su imperturbable pulso, la esbeltez de funambulista, el tono de aforista y un proverbial sosiego de monje, no permiten sospechar que este hombre, en el fulgor de su mocedad, fue un boxeador presto y raudo. De ahí el verso certero, la frase culminante y la aridez sentenciosa. Por eso la distancia del tono melifluo y la oscuridad que turba. Como en un jab de derecha, la belleza se asoma de forma súbita en la lona con trucos de curtido prestidigitador. Sus versos son un silabeo de brujo que nos acercan a la gozosa perplejidad. “Protege a los que encienden / los negros trozos del carbón / para alumbrar el alba. Protege Dios, a las mujeres que por toda retórica / llevan entre labios / una inocente maldición”.
El café se ha servido. En su trastienda, por ensalmo y a petición de quienes lo asediamos en el atardecer del sábado, la bebida negra fue preparada para atemperar el palique preñado de añoranzas y sarcasmos. Las dos mujeres que me acompañan, como en un retozo de niños, disfrutan del flirteo de Óscar. La milonga, que llega asordinada, baña de melancolía el día que se despide con una luz macilenta. En Belén, un barrio de arboledas, fondas populares y niños intrépidos, la vecindad es obligada por la estrechez de las calles. Como los colonos que descuajaron la montaña, los residentes de este barrio, un peldaño en el faldón de un breñal que le ha robado una franja a la montaña, han llegado en estornudos citadinos a un paraje aún embebido de ruralidad. La tarde arroja las estridencias de una ciudad que se acerca a la noche. Lo veo apoltronado en su mueble y observo las fotografías en las que Óscar Hernández conversa con el patriarca de la plástica y el arte colombiano: don Fernando Botero, tan adiposo y plácido como las criaturas de sus cuadros y esculturas, vigila mi interpelación. Enseguida inquiero por su amistad con el filósofo que llenaba auditorios y dilucidaba a autores clásicos en jornadas pedagógicas memorables que magnetizaban a los escuchas.
Viví a diez metros de Estanislao Zuleta. Tomábamos cerveza en las tardes y comentábamos la realidad. La nuestra fue una amistad abierta y a prueba de sismos, por ser desintelectulizada. Mientras nos dedicamos a vivir y a hacer periodismo, Estanislao, que jamás pensó un libro, pensó filosofía. Lo que es más concreto que un libro. A los autores, él los amaba. Su memoria, felicísima y grata, le permitía recordar fragmentos exactos de los libros. Así, me decía: “Óscar, que final tan simpático el de El castillo de Kafka… concluye diciendo: ‘Mala madera, señor director’”. Le gustaba el inicio de una novela de André Gide: “Cuando el alma de un gran pueblo sufre, toda la vida está comprobada, y aquellos que tienen un noble corazón iluminado, van a hacer sacrificio”. Me la hizo aprender a mí. Es un gran libro que recomiendo a mis amigos. En él hay un reflejo tan diáfano y a la vez oscuro de lo que ocurre en Colombia. Zacha, un guerrillero, murió tiroteado por los custodios. Cuando la madre de Zacha se entera de su muerte, solo atina a decir: “Zacha, dulce hijo mío”.
A nuestro regreso de Europa nos separamos por razones de oficio. Me dediqué al periodismo con ardor y consagración ejemplar. Estanislao se dedicó a leer. La risa y la lectura fueron sus únicas tareas. Su risa era continuada. Conservo una anécdota que explica el sentido del humor a flor de piel de Estanislao. Estando en la estación del tren de París, prestos a viajar a Madrid, caminé hasta un restaurante a comer algo. Al regresar a la estación comprobé que había perdido la cartera en la que guardaba el pasaporte y el dinero. Desesperado, volví al restaurante y no encontré nada. De nuevo en la estación, compruebo que el tren ha partido con Estanislao adentro. Estaba en una estación de tren de París a las nueve de la noche y sin un peso. La desolación me abrumó. En ese momento me acompañaba Uriel Ospina, un amigo que fue redactor de El Tiempo por muchos años. Mientras conversábamos, un policía que advirtió nuestra situación nos pidió que esperáramos un tren que partía en media hora. Así fue. Salí junto a Uriel rumbo a Madrid. Al ver los gestos, los mohines tan singulares y el mutismo de nuestros acompañantes, comprobamos que viajábamos en un vagón con enfermos y discapacitados. Enseguida acordamos con Uriel simular una enfermedad cuando nos pidieran el tiquete. Con un improvisado histrionismo, nos mimetizamos entre la decrepitud humana y aparentamos ser unos valetudinarios más. Al llegar a Madrid corrí a buscar a Estanislao y lo encontré en el último vagón de su tren con una botella de vino y riendo a carcajadas. Estanislao era un ser entrañable.
Al otro lado de la línea telefónica nos responde Delimiro Moreno. Es un amigo al que Óscar no ve hace 20 años. Compartieron oficios, utopías, lecturas, creencias y una gélida celda en la que fueron encarcelados por protestar contra el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla. Fue el imprescindible Alberto Aguirre, magistrado del Tribunal Superior de Medellín en ese momento, quien abogara para sacar de la mazmorra a este par de díscolos reporteros. El poeta católico que ha logrado que en su ideario el socialismo se abrace con las comunas de San Pedro, saluda al historiador y periodista que vive en Neiva, Huila, hace más de cuarenta años. “¡Hola, ex convicto!”. Los papeles abundan en el escritorio de Óscar. Poemas en hojas ajadas, manuscritos de cuentos y viejas cartas cruzadas con amigos extraviados en la bruma del tiempo. Mientras conversa con Delimiro, busca el listado de libros que publicó su sello editorial llamado Papel Sobrante.
–¿Vos te acordás de Adolfo León Gómez, el jefe de redacción de El Correo de Medellín? Pregunta Delimiro con la dicción antioqueña que ha perdurado a pesar de la distancia con su tierra originaria.
–El maduro juvenil.
–Era más malgeniado que el putas. Actuaba como un dictador.
Delimiro y Óscar fueron los primeros traductores de la France Press en Medellín. Descifraban el alfabeto morse y vertían al español, ayudados por diccionarios, los cables internacionales de noticias. Muchos hechos que marcaron virajes en el mundo, que abrieron los umbrales para el tránsito de nuevos aires en nuestra época, fueron reseñados por ellos y difundidos para los diarios nacionales. Despedido Delimiro, y pactado el envío de un libro, Óscar recuerda un pasaje bíblico que leyó la noche anterior. Es una alusión directa, asegura él, de San Pablo a la política. En ese fragmento, el apóstol de las naciones y figura cimera del cristianismo primitivo habla de izquierda y derecha, de altruistas y avaros.
Si es así, Pablo de Tarso se anticipó a los gobelinos y cortesanos de la Revolución francesa…
Se anticipó a todos. Te recuerdo que San Pablo era un genio. Leerlo ilumina. Cuánto le serviría a nuestros políticos beber de su palabra.
¿Se han derrumbado las utopías?
No. El Socialismo no ha fracasado. Miente quien asevere eso. Me da grima escucharlo. Han fracasado los hombres que han liderado los proyectos. Ellos han fracturado los principios éticos. En Rusia se renunció a la construcción de la quimera que hace dignos a los hombres. No ocurrió una debacle que confirmara la imposibilidad del sueño socialista. Es tan alta la exigencia moral del socialismo que se necesita seres humanos a prueba de fuego.
Óscar, el hijo de Don Luis María Hernández, un filólogo autodidacta nacido en el campo que compuso uno de los manuales de gramática con el que muchos escolares aprendieron los intríngulis de la lengua, es un socialista utópico. No ha divorciado, como la mayoría de sus compañeros de generación, la Biblia de los católicos de El Capital de los marxistas. Esos dos libros canónigos han sido su brújula para construir su ideario y trasegar la vida. Porque para él mantenerse en pie en sus premisas creadoras y haber hecho de la poesía un apostolado alejado de los aplausos, no ha sido un deliberado sacrificio. Solo ha leído las señales inequívocas en la vida de los hombres. Las mismas que le han enseñado a conjugar las virtudes de los diversos oficios que ha ejercido para componer con retazos de existencia un tango. Con el olfato del reportero, la paciencia del editor, la presteza del boxeador, la versatilidad del actor de cine y la minuciosidad del novelista, Óscar Hernández se ha hecho poeta. Al salir de la casa, observo a una muchacha de cabellos largos que pasa en una bicicleta por la estrecha calle, y con peripecias cuida con una mano las viandas guardadas en un canasto. En el cielo de Medellín unas nubes con ribetes púrpuras le sirven de preámbulo a la noche.