Libro publicado en julio de 2012. Por: Jaime Orrego.
En el libro: El destino es el regreso.
Me diagnosticaron trastorno obsesivo-compulsivo y ansiedad a la edad de dieciséis años. La determinación de llevarme al psiquiatra fue debido al nivel de agotamiento que llevó a mis padres el hecho de que yo no podía salir sin revisar varias veces que las diferentes puertas de la casa estuvieran bien cerradas. He estado tomando medicina por los últimos quince años. Comencé con 25 mg de Zoloft diariamente; después de seis meses me subieron la dosis a 50 mg, y luego de mi primer ataque de pánico comencé con 100 mg. Además de Zoloft, he tomado Paxil, Luvox y Celaxa. Sólo fue hasta después de mi divorcio que comencé a tomar Prozac. Cuando esto sucedió tuve que tomar una licencia médica de dos meses en mi trabajo porque no podía concentrarme. Estaba obsesionado en cómo mi divorcio afectaría la vida de mi hija. Siempre había leído artículos que destacaban cómo la vida de hijos de padres divorciados era afectada permanentemente por la separación. Durante mi terapia, mi psiquiatra me repetía constantemente que primero tenía que recuperarme y cuidarme yo mismo antes de preocuparme por mi hija, pero por más que lo intentaba, no podía dejar de pensar en ella.
Conocí a la madre de mi hija en un taller sobre los usos de tecnología en el salón de clase. Ella era la directora de la sala de computación donde fue el taller y yo era el presentador. Las semanas después de la presentación, por cortesía, intercambiamos unos cuantos correos electrónicos, nos suscribimos a los blogs que escribíamos, y luego de que ella me invitara nuevamente a dar una presentación, decidimos juntarnos en un café para precisar algunos detalles. Lo demás, como el dicho, es historia. Nuestra hija nació dos años después de nuestro matrimonio. Ese fue el día más feliz de mi vida. Yo estaba presente para verla nacer y cortarle su cordón umbilical. Más tarde la cargué y le dije lo mucho que la quería. Recuerdo que, mientras estaba en su cuna, le dije que siempre la iba a querer, y que nunca la abandonaría. Nuestro matrimonio comenzó a tener problemas cuando la medicina que estaba tomando fue criticada en un artículo en The New England Journal of Medicine. Me demoré cerca de un mes para acostumbrarme a la nueva medicina, pero esto fue demasiado para mi esposa. Ella ya estaba cansada de su trabajo, de corretear a nuestra hija por toda la casa, de mis manías normales, y las que se crearon con la nueva medicina. El fracaso en nuestro matrimonio se debió, según mi ex esposa, a que no podíamos comunicarnos de una manera inteligente; y para ella, si no podíamos hablar, no deberíamos estar juntos.
Yo pienso que ella se cansó de mis obsesiones y manías, pero si se lo preguntáramos ahora, ella siempre diría que nuestro divorcio no tiene nada que ver con mi condición. Yo no se lo creí en el momento, y mucho menos ahora. Cuando nos separamos, yo pasaba horas doblando y redoblando ropa, además nuestras mesas estaban llenas de recibos, cuentas de servicios (pagadas), colillas de entradas al cine, composiciones de mis estudiantes, y de todo tipo de papeles que yo tenía la necesidad de conservar, pues me daba cierta seguridad poder verlos. No tuve ningún motivo para luchar por la custodia, entonces acordamos que nuestra hija viviría durante la semana con su mamá y los fines de semana conmigo. Debo decir que las cosas funcionaron bien los primeros meses. Mi ex y yo teníamos una relación decente, y mi hija no parecía estar muy afectada por la situación. Así mismo, disfrutaba muchísimo tener a mi hija solo para mí los fines de semana. Todo comenzó a desmoronarse cuando mi ex comenzó a salir con uno de sus compañeros de trabajo. Cada fin de semana mi hija me contaba lo mucho que le gustaba jugar con Bill cuando él iba a cenar. Mi doctor incrementó mi dosis, y fue entonces cuando mis sueños se volvieron más absurdos. Las emociones que experimentaba eran más intensas, más reales que en un sueño normal. Era como si estuviera despierto mientras miraba lo que sucedía en el sueño. Eran increíblemente reales, tanto así que aun no estoy seguro de si eran sueños, alucinaciones o eventos que en realidad ocurrieron.
Una vez soñé que estaba en un bar tomando una cerveza con un muy buen amigo de la universidad, y después de que salimos le puse un revolver en su cabeza y le disparé dos veces. Él no tuvo tiempo de reaccionar. Simplemente me miró mientras caía al suelo. Le disparé a sangre fría, sin ningún tipo de remordimiento. Su muerte se convirtió en un problema cuando no sabía qué hacer con su cuerpo ni con mi ropa llena de sangre. Lo arrastré mientras buscaba desesperadamente un lugar para deshacerme de él, o por lo menos esconderlo. Fue entonces cuando me desperté. Inicialmente no sabía dónde estaba. Después de un par de minutos pude darme cuenta de que estaba en mi apartamento y me dolían todos mis músculos. No podía entender por qué estaba tan adolorido. El sueño aun parecía tan real que comencé a caminar por mi apartamento con el temor de encontrar el cuerpo, pero para mi fortuna no lo encontré. Intenté comunicarme con el amigo de mi sueño varias veces, pero él no respondió ni a mis llamadas ni a mis correos electrónicos.
Dos noches después tuve la continuación de mi anterior sueño. Me encontraba en el mismo bar, solo que esta vez no tenía el cuerpo de mi amigo, entonces deduje que, de alguna manera, me había deshecho de él. Estaba sentado en una mesa con tres hombres a quienes nunca antes había visto en mi vida. Nuestra conversación era bastante extraña. Estábamos planeando algo que parecía muy claro para todos, menos para mí. Nuestra conversación fue interrumpida cuando un hombre entró en el bar y comenzó a disparar a todo el mundo. Yo me escondí debajo de una de las mesas y, en medio de lloriqueos, pedí ayuda. Paré de gritar cuando me di cuenta de que alguien, quien me parecía conocido, me tenía agarrado de los hombros y me sacudía. Él no paraba de repetir: “Soy Héctor Abad y no debes preocuparte. Vas a estar bien. Ya por fin pude encontrar un final que me satisface”. Fue entonces cuando recordé dónde lo había visto. Mi papá tenía sus libros en la biblioteca, y una foto de los dos en su escritorio.