Junio 19 de 2015. Por: Rafael Baena.
En Arcadia.
Hace mucho, mucho tiempo, este era un país donde las emisoras de radio molían un bolero tras otro y los pocos noticieros se apretujaban en medio de bloques de baladas perpetuas. Las cámaras de televisión apenas podían movilizarse unas cuadras más allá de la sede de Inravisión en la calle 26, y la punta de lanza del periodismo la constituían los periódicos, que junto con alguna revista semanal, imponían su agenda informativa.
En aquel tiempo el principal objetivo del oficio era imprimir noticias lo más rápido posible, hacerlo bien, con buena letra y mejor ortografía. Y cuando un reportero lograba que sus textos tuvieran cierto valor agregado, ese ‘algo’ que trascendía las urgencias de la hora del cierre, era convertido en cronista. Los medios impresos promovían dicho tránsito, porque un periodista con esas características, además de cubrir noticias de forma eficaz, podía y aún puede ir más allá de lo obvio, buscando contextos, haciendo escuchar las voces de sus protagonistas y, en últimas, narrando con buena sintaxis, honradez profesional y sin involucrarse como protagonista, único modo de evitar que el remolino de los hechos lo devore.
Entonces, desde el principio de los años ochenta, entraron a la ya inestable ecuación de la democracia colombiana inopinadas variables, y las exigencias de la economía transformaron los medios, dejándoles cada vez menos espacio para imprimir historias de largo aliento. Afincadas en su desarrollo tecnológico, la radio y la tv cambiaron los paradigmas, pero los cronistas no desaparecieron del todo y algunos se aferraron al periodismo literario, aunque debieron recurrir a una visión más cosmopolita para poder permanecer fieles a su concepción del oficio. Toda una generación de reporteros vivió dicha metamorfosis, y este libro, ahora reeditado, que viera la luz por primera vez hace dos décadas, es un excelente compendio que permite entender las razones por las cuales, según se lee en alguno de sus apartes, Colombia se convirtió en un lugar en que el ladrido de los perros es lo último que oye un campesino antes de que algún matón de uniforme lo asesine, sometiéndolo previamente a sufrimientos inenarrables que, sin embargo, Juan José Hoyos consigue narrar con maestría.
Publicadas en varios medios, pero sobre todo en El Tiempo, las crónicas abarcan un período de nuestra historia reciente durante el cual aparecieron los gérmenes de lo que vendría después, esta mezcolanza tropical de sangre y babas que nos deshonra a diario, imponiéndonos una guerra peleada principalmente por muchachos defraudados por la sociedad y sin ningún futuro distinto a ser manipulados para avasallar a civiles inermes, ya no solo en el campo sino también en las barriadas.
Pero no todo es plomo y machete. También transitan por estas páginas personajes que van desde Guillermo Zuluaga ‘Montecristo’ hasta Manuel Mejía Vallejo, pasando por textos que podrían describirse como poesías de lo cotidiano, coplas al heroico y perspicaz carácter de aquellos colombianos que logran conservar la dignidad y el buen humor a pesar de su condición de excluidos. Y asimismo pasajes con menos vuelo literario cuya principal cualidad es evocar información que en su momento fue muy reveladora. Porque la perspectiva del tiempo otorga a las crónicas de Hoyos una pátina que no deslustra sus virtudes sino que las potencia, pues son una cátedra del mejor periodismo, recomendable para todo aquel que quiera refrescar su memoria y para quien aún piensa que la guerra es un pleito ajeno que ocurre por allá lejos, en otro lado.