Por: Rubén Vélez.
En Sílaba.
Todos eran codiciosos. Tacha eso, táchalo, pues haría que el lector, de entrada, detestara a esos pescadores. Para la mayoría de las personas la codicia es un pecado capital. No se han detenido a considerar que esa gran falta ha causado grandes cambios. Si nos hubiese faltado ese motor, ¿en dónde estaríamos ahora? ¿En qué estadio de la prehistoria? Son palabras detestables y trilladas. Pero no las pienso tachar. Si lo hiciera, este párrafo se vería flacucho y flácido. ¡El primer párrafo! Al lector le entrarían ganas de renunciar al resto del cuento.
Todos esos pescadores tenían un sueño de cuento. En el fondo de la red, una vieja botella sin abrir, y en esa botella… Amo, mande usted. ¿Quién no ha tenido ese sueño? ¿Quién no se ha sumergido en las aguas de un mar de Oriente? Todos, menos Nebur, y nadie se explicaba esa falta de… poesía. Nebur era un pescador todavía joven que no siempre pescaba. Una economía siempre a punto de ahogarse. El hombre más raro de Basora: botella que caía en su red, botella que en el acto era devuelta al fondo. Hasta los poetas lo encontraban incomprensible. Joven, se comporta usted como un anciano. Joven, qué mal ejemplo… ¿No tienen los ancianos sueños de cuento? Hasta los poetas se equivocan.
—¿No me sobrevendría algo terrible si no se solucionara cuanto antes el enigma del pescador que carece de agallas?
—Señor, el sentido común nos aconseja que no le concedamos ninguna importancia a los enigmas que plantean los pobres de espíritu.
Al final de su vida, a Nebur se le metió que debía una explicación, y escribió en un papel que olía a pescado unas cuantas palabras sobre su extraño caso. Pero no se las leyó a nadie, ni siquiera a su sombra. Esperemos que un día de estos, querido lector, esa posesión del fondo del mar caiga en tus manos y te atrape.