Esos besos que te doy

23 de diciembre del 2016. Por: Santiago Jiménez Quijano .
En Gangas literarias.

I

Uno olvida que la literatura es una lucha contra el azar y el caos. Un esfuerzo por darle sentido y orden a algo que no lo tiene, y que incluso puede llegar a traspasar lo meramente escrito. Pero hay libros como Esos besos que te doy, del escritor Esteban Carlos Mejía, que vienen a recordárnoslo. Me ocurrió en sus páginas, mientras leía la muy bien contada concatenación de casualidades que componen su historia, y fuera de ellas, al recordar cómo llegué a él. Porque leer a un autor nuevo, al menos en mi caso, implica una alta cantidad de improbabilidades que se van eliminando, sin saber muy bien por qué ni cómo (1)

Sabía de Esteban Carlos Mejía desde los tiempos en que aún leía el periódico, por su columna en El espectador, una insoslayable mezcla de literatura y antiuribismo. Sabía que era paisa, un paisa antiuribista, vea usted, casi un oxímoron. Pero dejé de leerlo una vez se terminó la suscripción. Pasaron los años. De un momento a otro, empecé a usar con juicio una cuenta de twitter que había abierto desde un lejanísimo 2009. Un día, alguien retwitteó a Mejía y su tweet llegó a mi pantalla. Lo seguí de inmediato porque sabía quién era y él me devolvió el gesto sin saber quién era yo. Es lo que ocurre a veces en twitter. Pero entonces, a medida que pasaban las semanas, me di cuenta de Mejía retwitteaba casi todo lo que yo escribía. Hay mucha gente que hace eso, pero me fijaba en él más que en los demás porque yo lo había escogido, porque sabía que era escritor y en algún tiempo había disfrutados sus columnas. Entonces pasé del interés a sentirme en deuda con él. Y pensé que la única forma en que podía pagarle sería leyéndolo. ¿Cómo más se le agradece a un escritor?

El problema es que no solo soy un aspirante a escritor tardío, sino un lector quedado. Ahora que he arreglado mi vida para dedicarme la mayor parte del tiempo a escribir, intento al mismo tiempo ponerme al día en mis lecturas atrasadas por años, sabiendo que solo podré leer cuarenta o cincuenta títulos al año de los miles que quisiera haber leído. Este hecho me pone las cosas muy difíciles a la hora de escoger el siguiente libro a comprar (2). Es un verdadero dilema con múltiples variables en juego. Como regla general, solo leo libros de autores que ya conozco y me interesan y que creo que me van a servir en mi labor de escribir, más que otros. Es una regla que prácticamente excluye a los autores nuevos. A ellos solo llego por recomendación muy específica de algún amigo en cuyo criterio confíe o porque han sido recomendados por otros escritores que me interesan. Con Mejía no se daba ninguna de estas condiciones. Era solo una deuda que sentía en mí porque el tipo me retwitteaba. Entonces pensé que podría vivir con esa culpa hasta que se diera una oportunidad. Pero me engañaba.

Un día, cansado de esta situación, me animé y le pregunté si su último libro se conseguía en Bogotá. Me dio el nombre de dos librerías. Entré a la página de la primera. Lo vi. Costaba $48.000. El precio de los libros es otra de las variables que hacen de mi proceso de escogencia de libros a leer algo muy complicado. Porque, gracias a que ahora llevo una vida de escritor (inédito, para más señas), mis recursos son limitados y $48.000 es un precio que solo estoy dispuesto a pagar por uno de mis autores favoritos. Desanimado, descarté la idea de leerlo hasta encontrar un precio más favorable. Eso sucedió muy poco tiempo después, en el Black Friday que murió Fidel. El libro estaba en la página de la otra librería donde lo vendían, con un 20% de descuento. $38.400 seguía siendo un precio alto, pero me dije ahora o nunca.

Cuando el libro llegó, a los dos días, me llevé una sorpresa poco agradable: en la solapa decía que era la segunda parte de una trilogía llamada “De espaldas a Medellín”. Y, para rematar, que se trataba de un libro “donde se rastreaban misterios y corazonadas que quedaron pendientes en I love you putamente”, la primera parte (que no se consigue). De haber tenido el libro en mis manos en un almacén y haber leído esta información, no lo habría comprado (3). Pero el azar siguió jugando sus cartas: como lo había adquirido on line, no podía devolverlo. Tenía que leerlo. Y en esas me puse.

II

Los besos que te doy recuerda esa lucha contra el azar de la que hablé antes, porque se trata de una bien construida relación de casualidades. Cuenta la historia de Víctor Yugo, lector empedernido, publicista dueño de su propia agencia de publicidad, Cususmbos Solos, enamoradizo y arrecho (en el sentido que se le da a esa palabra en todos los lugares diferentes a Norte de Santander), y con muy buena suerte: se come a sus dos socias, las hermanas Bahamón, Lucía y Juliana; a Conoslata Amariles, con quien cree estar listo para practicar la monogamia (que es la forma del narrador de decir que está enamorado); y a Alabama Faulkner, seudónimo de Martha Catalina Santos, la modelo más sexy de Colombia, editora de The Flood, revista de música que le hace competencia a Rolling Stone. A Alabama la conoce en la fiesta de cumpleaños de su gran amigo Toñalzate, contrabandista homosexual a quien, también por casualidad, conoce en un evento del Maese di Lukauskis, gurú de la Transubstanciación Holística.

Víctor Yugo recibe de Juan Esteban Téllez Anzoátegui, Juanete Anzoátegui, un hombre casi en la indigencia, un libro titulado Los misiles de Cock Hut o las mercedes de Dios. Obra inconclusa., escrito por él mismo, en un restaurante atestado de gente, cuando se ve obligado a compartir la mesa con este personaje al que nadie quiere acercarse. El libro es un mamotreto de 400 o 500 páginas, al que con solo darle una mirada el narrador califica como “la mescolansa más triplehijueputa”. A pesar de este concepto, Víctor lo lee obsesivamente, tal vez porque va encontrando en él coincidencias asombrosas con su propia vida. (4)

Por ejemplo, cuando Juanete entabla una pelea con Tolstoi, narra una escena de un personaje secundario de Anna Karenina que coincide con la visión que tuvo Conoslata en una regresión que le hicieron cuando pequeña. O en la historia de un trío que viaja por el golfo de Morrosquillo junto a la mamá y la viuda de un tal Yimmigarcía, boxeador que cayó en desgracia y murió a manos de un oso de mentiras en un circo. Porque Jimmy García es también un personaje de la realidad real, como diría Vargas Llosa, que murió en el ring defendiendo el título mundial y al que Bajo Tierra, un grupo de rock paisa, que también le encanta a una de las hermanas Bahamón para tirar con Víctor, le ha compuesto una canción que Alabama Faulkner estudia con obsesión, hasta el punto que decide salir en búsqueda del malogrado deportista, junto con Víctor, en un delicioso recorrido sexual por las sabanas de Quilitén.

La novela está llena de referencias literarias, directas y sutiles, pero sin ninguna pretensión de erudición (5). Incluso, el narrador se refiere a sí mismo como un lector de literatura de albañal, y con esto justifica el uso de un lenguaje que es a la vez oral y literario y que recuerda a Fernando Vallejo, aunque solo en la forma, porque el tono no tiene el desencanto del autor de El desbarrancadero. Este es un rasgo distintivo de la obra. Mejía parece apropiarse de elementos formales de varios autores al despojarlos de su tono serio, tremendista, trascendental y poniéndolos al servicio de un narrador que es todo lo contrario. Ahí está la idea de un libro dentro de otro, tan borgiana, pero sin la tremenda carga metafísica del argentino, sino como una herramienta narrativa para crear un juego literario con la mentada Transubstanciación Holística. O el viaje por las sabanas de Quilitén junto a Alabama Faulkner en busca de Jimmy García, esa idea, la de ir a buscar a un perdedor, tan Bolañesca, y que es a la vez una versión trastocada del viaje al final de Lolita, de Nabokov, pues el narrador de Mejía está en las antípodas de la locura progresiva de un Humbert Humbert atormentado por la culpa. Y como cada lector reescribe la obra mientras la lee, seguro que en este ejercicio azaroso cada uno encontrará muchos más de estos ejemplos para su disfrute.

Porque el mayor acierto de Mejía es haber logrado una obra que divierte, algo muy difícil de encontrar en la literatura colombiana, siempre tan trascendental, tan para leer con el ceño fruncido. En Esos besos que te doy uno se la pasa de risa en risa y de erección en erección (parolas, diría el narrador), lo cual no puede sino agradecerse. Algunos de los apartes de Los misiles…insertos en la novela son hilarantes. Los diálogos son fluidos, inteligentes, impredecibles. El buen humor recorre todas sus páginas, incluso en los momentos menos felices. Y no es que no haya reflexiones. Hay muchas, especialmente sobre el amor y el rebusque. Y están las historias de algunos personajes que tienen que ver con abusos, con la guerra y el dolor. Pero nunca se sobreponen al desparpajo del narrador, a su visión del mundo, tan del rebuscador, que es la de seguir adelante a pesar de todo. Seguir viviendo, seguir tirando y tomar de la vida lo que tenga para ofrecer, así sea en medio de la barbarie, o por eso mismo. Tal vez sea por esto que la trilogía de la cual este libro es el cierre se llama De espaldas a Medellín, una declaración del autor en el sentido de que hay que dejar de prestarle atención, así sea por un momento, a la truculencia de nuestra realidad que, entre otras cosas, ha sido y seguirá siendo tan explotada en nuestra literatura.

  1. En los siguientes cuatro párrafos me propongo narrar cómo llegué a este libro. Puede saltárselos para ir directamente a la reseña.
  2. No puedo leer en bibliotecas. Me deprime. Está bien, me puedo llevar el libro a la casa una semana. Lo que pasa es que si me gusta mucho me arrepiento de no haberlo comprado. Pero como ya lo leí, me parece un gasto excesivo comprarlo para dejarlo en la biblioteca.
  3. Las editoriales deberían pensar en realidad qué tan bueno es para el negocio empeñarse en poner que su libro hace parte de una trilogía apenas acaba de salir al mercado, al menos en un caso como este, donde el libro funciona perfectamente por sí solo.
  4. La única queja que tengo de la cuidada edición de este libro es que se hubiera tomado la decisión de poner los insertos de Los misiles de Cock Hut o las mercedes de Dios. Obra inconclusa en cursiva. La cursiva está bien para una o dos palabras. Incluso para una línea completa. Un párrafo ya es molesto. Pero decenas y decenas de páginas realmente dificultan la lectura.
  5. Es muy refrescante leer a un autor que escribe en colombiano, hablando de los autores que a uno le gusta leer. También, el hecho de que se mencionen otros autores colombianos, así sea para hablar bien de ellos. Es algo de lo cual adolece nuestra literatura.