30 de enero de 2018. Por: Cristian Soler.
En Boletín cultural y bibliográfico del Banco de la República 51(93), 118-119.
Hace algunos años, un cantante y compositor colombiano solía subirse a todos los escenarios con una camisa negra en la que se leía: “SE HABLA ESPAÑOL”. Esta consigna, tomada de aquellos negocios y locales en Estados Unidos que atienden a una población latina, era, con toda su ironía y resignación, una reacción contra el creciente fenómeno de artistas latinos que decidían cantar en inglés para entrar a un mercado internacional.
Una profesora de filosofía me comentó, también hace un tiempo, que mientras adelantaba en Estados Unidos sus estudios de doctorado en esta disciplina, la universidad en la que estudiaba le exigió la certificación de dos idiomas aparte del inglés. Su idea fue certificar el francés que aprendió en el colegio y su español nativo. Sin embargo, el departamento de filosofía no aprobó este segundo idioma argumentando que no “tiene una tradición filosófica” y le planteó como alternativas estudiar alemán, latín o griego. En este caso y en el del compositor, pareciera que defender un idioma es defender también una manera de pensar.
Publicado primero en Francia en 2013 y posteriormente en Colombia en 2015, el Pequeño tratado del libre pensador, del filósofo colombiano Freddy Téllez, tiene como objeto de discusión el pensar mismo, mediante una figura que el autor denomina “libre pensador”. En este libro, que vio la luz en idioma francés y luego su propio autor lo tradujo al español, se reflexiona en torno a esa figura por medio de un género eminentemente filosófico: el aforismo.
Este libro se divide en seis partes y en ellas, el autor trata los elementos que conforman al libre pensador, como su relación con la vida, la sexualidad o la razón. Cada parte se encuentra dividida a su vez en aforismos, de manera que el autor nos brinda esbozos de esta figura filosófica, como una forma de huir del carácter sistemático y densamente académico que suele identificar a los tratados.
En el primer capítulo, Téllez nos aporta dos personajes de la filosofía que sirven de guías, de maestros y de precedentes: Schopenhauer y Nietzsche. Ellos son quienes le otorgan al libre pensador su actitud escéptica, desapegada y apartada de cualquier fanatismo; los que le enseñan a expresarse con el aforismo, a reírse de las verdades absolutas y a ser crítico de los demás y de sí mismo. Es por medio del ejemplo de Schopenhauer y Nietzsche que el libre pensador se mueve por fuera y a veces a contracorriente de las instituciones hegemónicas.
En el desarrollo de su carácter escéptico, el segundo capítulo nos muestra la relación del libre pensador con la razón y la forma en la que, por medio de esta, se opone a la religión. Esta oposición la resuelve el autor de la siguiente manera:
El tipo de argumentación que permite creer en la inexistencia de un Dios mayúsculo, no es el mismo estatuto (…) que supone la creencia opuesta. Del lado de la primera se halla la ciencia, del lado de la segunda, solo la religión. (p. 33)
Aun así, en el desarrollo de esta contradicción entre ciencia y religión, Téllez parece dejar de lado su escepticismo y ve la ciencia como algo que incluso puede entrar a resolver disputas teológicas. Como bien lo dice él, no se puede “negar la superioridad de la racionalidad científica” (p. 33).
La sexualidad es otro asunto importante en el desarrollo de la figura del libre pensador. Es mediante ella que se relaciona consigo mismo y con los demás. En su relación consigo mismo, el libre pensador amplía y reconoce con autonomía su sexualidad. De esa manera, esta figura, que hasta el momento parecía ser solamente masculina, también se puede reconocer a sí misma como mujer, homosexual, heterosexual, transexual, etc.
Con respecto a relación con los demás, Téllez encuentra que la sexualidad es aquello que permite conformar parejas y sociedades, sin que ella se restrinja al acto reproductivo. Hay también en la sexualidad una cierta orientación hacia el placer, incluso, hacia el dolor. Por lo tanto, el libre pensador se mueve entre la dicha y el sufrimiento, entre la vida y la muerte y encara estos hechos. La figura que nos presenta Téllez no niega la muerte inventando consuelos extraterrenales, sino que la acepta como un evento que forma parte de la vida misma, como un horizonte insuperable que se presenta ante la existencia.
En la discusión sobre la muerte, el capítulo quinto contrapone dos seres, centrales en los albores de la tradición occidental y que se entregaron a ésta: Sócrates y Jesús. Si bien ambos se caracterizan por un desprecio hacia la vida, Téllez encuentra entre ellos una diferencia primordial. Sócrates fue modelo para sí mismo, su ejemplo es el de un individuo que construye su propia vida sin imitar a otros, su legado es entonces la individualidad, el ser inimitable. Jesús, por su parte, busca que su ejemplo sea seguido, él pretende crear una sociedad y una religión, tener fieles seguidores.
Con Jesús, podemos entrar al capítulo final y más extenso del Pequeño tratado del libre pensador. En esta parte, el autor cuestiona dos hechos que tienen sus raíces en el siglo XX: el desarrollo de la energía nuclear y el totalitarismo, producidos en un contexto de grandes masas de gente fanática que no cuestiona su entorno, ni el tipo de energía que consume, ni los líderes a los que sigue. La reflexión sobre estos hechos es un ejercicio de filosofía práctica que Téllez desarrolla en su libro. Él pone la reflexión sobre el libre pensador en función de hechos presentes.
Si bien el libro de Freddy Téllez explora la figura del libre pensador apelando a varias reflexiones filosóficas, a personajes como Schopenhauer o Nietzsche y a otros que son centrales para Occidente como Sócrates y Jesús, o reflexiona sobre problemas contemporáneos, queda la sensación de que esa figura no deja de ser nunca una representación demasiado teórica, anacrónica y nada plausible.
Lo que retrata Téllez parece un pastiche del caminante solitario de Caspar David Friedrich que va cubriendo con su mirada la totalidad desde una alta montaña, se detiene un instante en Fukushima y Chernóbil, pasa de reojo por Chávez y Venezuela y se siente muy atraído por Lenin, el Gulag y Auschwitz. Parece alguien que es autónomo, diría que algo aristocrático; irónico como Sócrates, escéptico y, una vez más, firme en su fe en “la superioridad de la racionalidad científica” (p. 33).
Heredero del legado occidental, el libre pensador puede muy seguramente hablar y escribir en español, lo que no necesariamente quiere decir que piense en español, un idioma que no “tiene una tradición filosófica” y que por ello no hace parte de su genealogía, ni aporta autores a su bibliografía; tampoco quiere decir que detenga su mirada en estas tierras o las llegue a considerar materia de reflexión.