1 de octubre de 2020. Por: Diego Aristizábal.
En El Colombiano.
Hace varios años leí un libro muy bonito de Lucía Donadío que se llama “Alfabeto de infancia”, una serie de relatos que deslumbran por la mirada curiosa de alguien que sabe muy bien que palabras como aurora, orilla, jardín, llanto, mesa, prohibido, destierro, entre muchas otras, merecen más que los simples significados del diccionario. Pero digamos que hay una palabra que me gustó más que las demás: Barcos. “Desde el barco soñabas con una casa, una mujer y unos hijos. No hallaste rascacielos ni dólares, como imaginabas”. Debe ser porque de manera implícita trae una aventura, una incertidumbre o porque ahora que vuelvo a leer la historia de esa palabra, la relacioné con la más reciente novela que publicó Lucía, y que me gustó mucho porque en ella están la nostalgia, el amor, el dolor y la dicha, la familia y la soledad, la vida y la muerte.
“Adiós al mar del destierro”, publicada hace pocos meses por Sílaba Editores, es tal vez la novela más bonita que he leído este año. La historia, es la historia de aquellos que cruzaron el océano Atlántico por aquellos años cuando Europa no era un lugar seguro para vivir. Es la historia de quienes buscan una nueva patria mientras tratan de entender qué es la nostalgia y desean construir algo propio en este lugar donde todo resulta extraño, hasta la lengua. “Desconocer el idioma es peor que ser huérfano de padre y madre, es habitar el país de la incertidumbre, es intentar adivinar los gestos y las miradas para darles sentido a los sonidos que no encuentran eco en la memoria”.
Y así, el narrador de “Adiós al mar del destierro”, Bruno Cottaneo, el joven calabrés que emigra a Colombia, nos muestra muchas vidas, otros personajes, el universo de varias mujeres que son muy importantes en estas páginas, las familias que se añoran y las que se van construyendo. Los que emigran tienen que buscar cómo solucionar la ausencia de la familia, y a veces, la patria puede ser un baúl. “Cuando la ausencia de los míos se volvía inmensa, acariciaba el baúl como si fuera mi madre, mi padre, Nicola, Enrico, Marco y mi pueblo entero. Amaba ese trozo de patria que había traído conmigo”, dice Bruno.
Lucía tardó 20 años escribiendo esta novela. “Uno escribe internamente sin escribir para ir procesando materiales, la escritura es mágica, tiene un ritmo que yo no puedo controlar, me dejo llevar por las olas del mar, que van y vienen”, me contó hace poco. La nostalgia de Lucía es pura dulzura, y las palabras que dejó sobre el papel son la definición de la belleza