30 de enero de 2018. Por: Pablo Montoya.
En Boletín cultural y bibliográfico del Banco de la República.
Una altísima calidad literaria caracteriza el vuelo negro del pelícano, la segunda novela de Felipe Agudelo Tenorio. Novela insular si se piensa en el mapa de la nueva narrativa colombiana, vapuleado por los contornos periodísticos y las temáticas criminales. Escrita con un sabio pulso de precisión poética y con la certeza de que, en palabras de Onetti, solo se recuerda lo que está destruido; o en las de Nietzsche, solo lo que ya está muerto en el corazón humano, es merecedor de las palabras.
Estas consideraciones, como las de tantos otros escritores, aparecen en una especie de anexo que, al final de la novela, ayudan al lector a darse una idea más cabal de lo sucedido en la vida del doctor Fabián Martel, personaje principal de estas páginas. La importancia del anexo, hecho de 99 reflexiones o pasajes y que funciona como un último capítulo o un epílogo, es crucial porque, de un lado, en él se nos precisa el duelo amoroso de Martel, y de otro, surge una cartografía literaria que le otorga densidad y hondura a la novela.
Felipe Agudelo muestra, mediante un itinerario de cronológico rigor, lo avatares de una conciencia y un cuerpo, los de Fabián Martel, que se saben sumergidos en el desamparo de una pérdida amorosa. La novela inicia una noche, en una taberna de marineros, a las 09:54:10, y culmina al alba siguiente, en una playa cercana adonde van a morir los pelícanos, a las 04:59:57. Son siete horas en las que un narrador, en cierta medida cómplice con las desventuras amorosas del protagonista, nos ayuda a entrar en las divagaciones de este, un hombre que frisa en los cincuenta años. Hay solo dos nombres en la novela: Fabián Martel y Alicia, su amada distante. Lo demás, son sombras humanas que pasan por la taberna y un montón de pelícanos que mueren cerca a la casa de Martel.
Al modo de las novelas de Onetti, asistimos a un desmoronamiento personal que no grita su desgracia, sino que parece ahondarse con la soledad y el licor bebidos en medio de la gente. De hecho, casi toda la novela ocurre en una taberna de un puerto del caribe colombiano. En esta consolación, otorgada por el alcohol a un abandonado sin remedio, la novela evoca igualmente al Malcom Lowry de bajo el volcán. Así, bajo la sombra tutelar de estos escritores y de la mano de la poética escritura de Agudelo, se asiste a la culminación de un duelo.
Hay una atractiva y lograda mezcla de narración en tercera persona que se impregna de las formas undívagas del monólogo interior. El lector reconoce que ese mapa desolado de la condición existencial de Martel se le muestra desde una ventana externa. Sin embargo, en los momentos más intensos de la disección que se hace al personaje, pareciera que fuera el propio Martel el que estuviera hurgando en sus miserias.
Es diversa la riqueza interpretativa que suscita el vuelo negro del pelícano. Leída desde sus respectivos ángulos, es una novela de la derrota o de la infelicidad; o una novela de la soledad y el abandono; o una novela de la embriaguez; o una novela sobre la enfermedad y la muerte; o, finalmente, una novela sobre el amor y el desamor que, en definitiva, es más o menos lo mismo. Pero, con todo y aquello que pudieran significar los acontecimientos narrados, lo cierto es que transcurren en medio de la luminosidad de un mar que, aquí y allá, en el pasado y en el futuro, actúa como el símbolo de lo que alguna vez se vivió con plenitud y ahora está muerto.
Son tres las virtudes principales de esta novela de Felipe Agudelo. En primer lugar, está el hondo conocimiento del amor que despliega el autor, desde el ámbito inicial de la seducción erótica, hasta los pesados meandros de la ruptura. Los peligros del lugar común que usualmente se desprenden de la literatura amorosa se superan de manera admirable. Es también eficaz la forma en la que las citas de obras literarias van articulando este fragmentado discurso sobre el amor. Y, por último, el modo en que se abrazan una larga noche beoda y la historia de los pelícanos le otorgan a la novela una redondez convincente. Estas aves, que viven entre 30 y 50 años, que van perdiendo la vista a causa de sus vertiginosas jornadas de pesca, son quienes ayudan a que Fabián Martel logre finalizar su proceso afectivo. Así, acompañado del último de los pelícanos que espera a que la borrasca de la muerte lo pulse de la vida, Martel deja que la oscuridad y el mar le amainen el dolor de lo irremediablemente perdido.
Por la perfección de su trazado y por la forma, sin truculencias ni extremismos, en que se trata el tema del amor infortunado, el vuelo negro del pelícano representa, sin ningún ruido de campaña publicitaria, uno de los mejores momentos de la actual narrativa colombiana.
Montoya, P. (2018). De la narrativa como forma del duelo. Boletín Cultural Y Bibliográfico, 51(93), 166.