Marzo 2020. Por: SEDNEY S. SUÁREZ GORDON.
En Revista Universidad de Antioquia.
Una familia en clave morse es el ganador de la convocatoria de estímulos a la creación 2019 Modalidad: Antioquia Piensa en Grande la Cultura y el Patrimonio. Se trata de un tejido de testimonios y exploraciones sobre la historia del telégrafo en Antioquia y el oficio del telegrafista, pero basado en la memoria familiar. Es la historia de siete hermanos, entre ellos la bisabuela del autor, Mamalola, que “fueron telegrafistas en distintos pueblos de Antioquia y Chocó durante el siglo xx” (p. 13). La llegada del telégrafo cambió la forma y el vehículo de la comunicación en todo el globo, pero también la vida íntima de una familia, los Trujillo Cossio.
La historia del telégrafo, hoy sustituido por el teléfono móvil, parece irrelevante. Aunque ahora nos resulta parte del paisaje, la comunicación por cables trajo nuevas formas de asombro, de extrañamiento ante lo milagroso que puede parecer dar cuenta de la vida a kilómetros de distancia. Para nada nos sorprende enviar un mensaje que cruce el océano, no nos parece mágico, ni mucho menos el acto de una fuerza superior. Antiguamente los ciudadanos de a pie desconocían la técnica y su funcionamiento “era un misterio, una forma de telepatía, el tejemaneje del diablo” (p. 26).
Justamente Una familia en clave morse recupera este asombro, la preocupación por las formas y los medios de comunicación. El ejercicio de esclarecer la historia del telégrafo y su relación con la historia de la familia del autor puede ser sospechoso. Algo de vanidad y autoelogio se esconde en el propósito. Pero el escritor precavido nos advierte: “los relatos de los siete hermanos telegrafistas […] se inscriben en un contexto más amplio: la historia de las comunicaciones en Antioquia y Colombia, la colonización de tierras del suroeste Antioqueño y del Chocó, el dinamismo del comercio, el establecimiento de redes entre pueblos, su contacto con el exterior y su inserción en la modernidad” (p. 15).
Una familia en clave morse se compone de fotos, carnets, telegramas, cartas, mapas, documentos históricos públicos, relatos orales e ilustraciones que se despliegan con medida precisión de telegrafista. El texto nos envía mensajes cortos y concisos sobre el acontecer nacional. En los pasajes largos y llenos de detalles nos narra la vida de los siete hermanos envueltos en acontecimientos singulares. Asistimos entre muchos eventos a la violencia partidista y a la posterior tragedia del campesinado por un Estado ausente y precario, sucesos que junto a la llegada de un telegrafista a un pueblo conservador dan el punto de partida a una familia de telegrafistas que se diseminó por las montañas.
En la medida en que avanza la obra, un lector incauto diría que avanza de ensayo histórico a crónica hasta llegar a un texto autoconfesional. En este caso los tres dispositivos están tejidos de una forma muy minuciosa y lograda que estimula el disfrute de la obra. Se entiende la filosofía de la comunicación, la brevedad y el pragmatismo de cada mensaje parece reducir la tragedia y la comedia. El oficio del cronista es trabajar en la conjunción entre historias. Juan Diego Restrepo, con rigor, que es su forma de memoria, traza vínculos, esclarece identidades y rescata personajes que están oscurecidos en medio de los espacios faltantes en cada telegrama.
La fotografía que abre el libro es una panorámica de la plaza de Urrao en 1934. Una fotografía a partir de la cual se deducen las jerarquías sociales y el lugar principal de la religión en la vida pública y privada de la Colombia de esa época. A partir de este primer elemento logramos ubicar a la familia Trujillo Cossio como habitantes de Urrao. A medida que pasa el libro y con el paso del tiempo, se convierten en testigos de un turbulento final del siglo xix y un incierto siglo xx. El precursor de los siete telegrafistas nos cuenta: “Ya era un hombre hecho y derecho cuando llegó a trabajar […] justo antes del cambio de siglo en medio de unas fiestas cívicas y religiosas que duraron un par de días.
Luego estalló la guerra de los mil días y las líneas telegrafistas fueron cortadas por el ejército liberal, que se revelaba contra el conservador” (p. 36). El oficio era peligroso antes y ahora pues comunicar es pensar políticamente y esto puede poner en riesgo la vida. Registrar los males sempiternos del país, a través del telégrafo, era tan delicado como divulgar el comienzo de una guerra.
Leyendo desde otras coordenadas encontramos inserto en los datos históricos la noticia del primer telégrafo, la masacre de las bananeras, el final incierto de un busto de Uribe Uribe, la creación de la vía que comunica a Antioquia con el Chocó, El Bogotazo, la Primera y la Segunda guerra mundial. Los personajes no solo acceden y se dejan llevar por el oleaje de la historia, sino que reaccionan, sienten, se vuelcan y luchan por insertarse en la narrativa de su tiempo: “Entre los archivos que guarda Lily está el telegrama que le envió a Mariano Ospina Pérez […]. Tras El Bogotazo, ella le había escrito una carta en la que le expresaba su solidaridad al presidente” (p. 83). No nos sorprenden entonces las narraciones orales que describen seres humanos luchando contra el embate de la historia: “Doblé por Gómez Ángel –digo por El Palo– y me dirigí hasta la calle Ayacucho” (p. 106). Apartado que señala cómo la estirpe de los Trujillo Cossio, resabiada a los tiempos y a las costumbres, continuó llamando a la carrera popularmente conocida como El Palo por el nombre que tenía cuando ellos llegaron a habitarla después de llegar de Urrao a Medellín. Ahonda un poco más en las emociones y la forma como se compartían en ese tiempo, leemos un lacónico telégrafo: “Amote” (p. 38), un telegrama para decir Te amo. Eran tiempos difíciles, pero aun así había aire y espacio para amar, para pedir la mano y casarse.
Al escuchar y leer en voz de los que quedaron para contar las historias percibimos cómo el cronista va encontrando su propia traza, quizás de lo que está hecho su voz. Ante una foto y un juego familiar, Juan Diego, se detiene y medita: “Los telegrafistas de pueblo relataron sus vidas como si se tratara de un cuento, con recuerdos vagos, de manera no lineal, con anécdotas que han perdido el tiempo y el lugar […] sus historias cayeron en el olvido y buscan quien las narre a la próxima generación” (p. 29). El autor hace parte de los herederos de la estirpe. Ante la muerte del primo amado que inició la investigación, le es preciso ayudar a narrar: “Le dije que tenía urgencia de escribir la historia antes de que se me borrara, que cada hallazgo me comprometía más” (p. 64).
Esta crónica cumple ese compromiso, no solo con la historia sino con un asunto fundamental: el papel de la mujer y los roles de género en la edificación de la sociedad Antioqueña. No es en balde que de repente en medio del juego del fandango el narrador, ya como personaje, nos diga “¿Qué habrían decidido las mujeres que me precedieron de poder escoger su camino? ¿Cuántos hijos habrían tenido? Mi hermana dice que no quiere tener, mi madre tuvo tres, mi abuela cinco” (p. 90). Así nos cuestiona sobre la forma cómo la historia de las mujeres ha sido oscurecida, vilipendiada, subyugada al papel de esposas y madres. Cuando Juan diego se ubica como el nieto de Mamalola, se pregunta por la voluntad de ella y su progenie, trazándose a sí mismo como el bisnieto, el nieto, el hijo, el hermano. Restaura la voluntad y la facultad de nombrar el mundo desde la feminidad.
Cuestiona y anula la capacidad que tiene la genealogía patriarcal de eliminar a la mujer narrada y narradora. Así, la obra se torna una conversación por iniciar, un continuo destejer para tejer.