21 de julio de 2021. Por: Diego Firmiano.
En Papel pixel.
“¿Cuál es el sentido de la vida?… Los astrónomos nos han enseñado que toda la historia de los hombres no es más que un momento de la trayectoria de una estrella.”
André Maurois
La primera vez que tuve noticia de la escritora Marcela Villegas fue gracias a su premiado libro Camposanto (2016). Una obra que a decir del cronista Gustavo Colorado Grisales, “está tejida con una suma de evocaciones que van de los recuerdos personales a la historia colectiva, en un ejercicio poético en el que los milagros de la ternura y el deseo suelen preceder al acaecer de la catástrofe.” Impresión justa de una obra inicial que ya nos señalaba el estilo de una narradora que acostumbra a dejar el alma en cada párrafo, que teje historias con imágenes sencillas pero profundas, y cuyo segundo y reciente libro, La conmoción de los encuentros (Sílaba, 2021), nos confirma lo dicho por Horacio Quiroga sobre el cuento, a saber, que la autora siente con intensidad lo narrado, atrae la atención del lector, y comunica con energía los sentimientos humanos.
Elementos que caracterizan las creaciones de Marcela Villegas desde Camposanto, y que ahora, al sumergirnos en este nuevo título narrado en primera persona, nos traspasa el alma al conocer la historia de Laura Echeverri, su esposo Daniel, y sus dos hijos, Luciana y Mateo, quienes extranjeros en Estados Unidos, deben sortear varias situaciones como familia. Y no me refiero al choque cultural, sino a la visión de la vida que nos plantea la autora, quien, en su capacidad narrativa, nos ilumina de un modo novedoso y significativo, aspectos esenciales del trasegar humano. ¿Qué significa, pues, leer un relato donde reconozcamos que lo que en él sucede es igual de “verdadero” a lo acontecido en la vida real?
Es decir, que la línea entre no ficción y relato sea difusa, y que se corra el riesgo de confundirse la una con la otra. Vamos despacio, porque hay varios matices que debemos dilucidar en La conmoción de los encuentros, pues desde la estructura clásica de un cuento tipo «una historia gira alrededor de un deseo» o «en todo cuento hay un personaje que quiere o busca algo», este libro contiene una tensión narrativa cuya caída textual nos sorprende y arroba. Situaciones narradas que se abren paso capítulo a capítulo, sin que nada sea previsible, antes bien, los personajes y las voces magistralmente logradas de Marcela Villegas, nos embargan de diversos sentimientos, y nos llevan de la mano para descubrir la realidad que se esconde detrás de lo irónico del destino o de lo confuso de las relaciones humanas.
Así entonces, entiéndase bien, el eje del deseo planteado estructuralmente por la autora es difuso, e incluso no existe el conflicto entre los personajes, pues Laura Echeverri, editora y traductora, (alter ego de Marcela Villegas), vive día a día los acontecimientos tal como se presentan, sin que los elementos nucleares y familiares se desestabilicen:
Hace nuevas amigas en un parque, conoce dos ancianos que hacen cisnes de origami, ayuda al jefe de su esposo a consolidar una relación amorosa, gesta su segunda hija Luciana, participa de un taller de escritura creativa para adultos mayores, visita la casa de Ernest Hemingway, se enfrenta a la intolerancia de los vecinos hacia una bandada de pavos reales, solventa a un solitario indigente, y lucha con valentía contra un cáncer benévolo.
Actos que nos confirman la naturaleza fugitiva de la felicidad, y que, con madurez, lleva al lector a apropiarse de la idea de que en la vida siempre hay algo de extinción. ¿Por qué?, pues porque diariamente morimos un poco, y los hechos cotidianos no son nada más que una forma de vivir en la memoria de los vivos cuando ya no estemos. Y Laura Echeverri, tras escenas y diálogos, nos presenta esta verdad existencial, además de resaltar el valor intrínseco de cada personaje que se cruza en su camino, ya que todos, al igual que ella, desean sobrevivir y superar el escándalo o drama personal que supone vivir en sociedad.
Con todo, el domingo de la vida de esta obra se nos refrenda en la imagen tierna, pero angustiosa, de Mateo, el hijo de Laura, que luego de perderse, es encontrado en un riachuelo recolectando cisnes de origami, lanzados desde un puente por una pareja de ancianos japoneses. O el cuadro de una invasión de pavos reales en Miami, y las técnicas empleadas por los vecinos para mantener a rayas esas exóticas aves. O el viejo escritor que, olvidado, ha dejado morir la pasión por publicar y ser reconocido. Y en escenas como estas, y otras más, es que se puede experimentar la doble percepción literaria de ver y sentir, porque a decir de Martín Franco, Marcela… tiene la rara capacidad de dibujar personajes entrañables en pocas líneas, que deja al lector flotando en un tejido minucioso que nos revelan profundas verdades sobre la condición humana.
Por consiguiente, nada del hilo narrativo tejido por la autora es trenzado al azar, porque el alma de ella es el lenguaje, y su estilo aparece allí donde terminan los datos, es decir, en el momento en que aflora el sentimiento real que hace afectivo y expresivo un libro de esta envergadura. La vida hacia atrás, son pensamientos, hacia adelante, son hechos, y en La conmoción de los encuentros, el plano lineal nos deja ver solo una parte de lo que es verdad, pues un millón de pequeños hilos están ligados a las decisiones que toma Laura, la protagonista, o los personajes secundarios, que siempre aparecen y desaparecen.
En fin, esta obra es una prolongación del alma de Marcela Villegas, y todo este cuento de 107 hojas es una cristalización del amor familiar. Ese milagro llamado núcleo social, que, sobre un instinto muy simple, el deseo de prolongar la especie, construye edificios narrativos (o recovecos) de los más complejos y con los más delicados sentimientos. Así pues, hacer una concesión con un libro supone ver realizada las expectativas lectoras como una forma justa de retribución, y en este argumento, La conmoción de los encuentros salda su deuda, ya que la sinceridad, el amor, la amistad, los libros, son también una prueba contra el cáncer del tiempo, y mientras vivamos solo para ellos, viviremos humanamente conmocionados.
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