6 de julio de 2021. Por: Jaime Galarza Sanclemente.
En La Palabra .
Lo primero a decir sobre el último libro del escritor Fernando Cruz Kronfly, titulado Abismo de origen y editado por Sílaba de Medellín el año pasado año como un texto de poesía, lo encontramos de primera mano en la doble dedicatoria que este hace al futuro lector de su escrito. Es un libro sobre las sombras que constituyen para él, la palabra del hijo del hombre, en la tradición cristiana, el mismo Jesús de Nazaret y la poesía, cuyo único propósito es contemplar y extasiarse en esas sombras mediante la palabra. Y son palabras, en últimas, lo que van a encontrar quienes se aventuren por este paseo, que de la mano del poeta, expresará, por medio de imágenes sugestivas y metáforas deslumbrantes, la caída, ya no del hijo del hombre, sino del hombre mismo.
Por eso la única lectura recomendada para estos poemas es simplemente leerlos y apreciarlos como lo que son, pura poesía lírica, donde la anécdota del tema aparece difuminada en la verbalización propia de un lenguaje y un estilo literario que Fernando viene construyendo hace más de 40 años.
Pero así sea poesía, a la manera de los parnasianos y simbolistas franceses, el poema debe tener un referente. Y este poemario lo cumple a cabalidad. Sus temas son las sombras que desde el inicio de la cultura judeo cristiana ennegrecen nuestro devenir. A la base de la crisis de Occidente está, sin lugar a dudas, el componente judeo cristiano Los otros tres, el griego, el romano y el pagano de las tribus germánicas se pliegan al cristianismo y se integran a su cosmovisión. Las dos primeras civilizaciones por conveniencia de consolidación y reproducción de su poder; los terceros por cuanto el poderío de las falanges romanas y luego la magnificencia de las catedrales góticas invitan a que sus frentes besen el suelo de los templos del hijo del hombre.
Nuestra generación, independiente de los aconteceres políticos y económicos por los que atravesara, siempre se interesó por el hombre indeterminado de ideología o religión alguna; por cuanto, por encima de las banderías, veíamos cómo era machacada, destruida por la naturaleza, la sociedad y sus congéneres. ¿Dónde encontrar la clave que esclareciera tan doloroso castigo? No era suficiente la explicación de un pecado original que la mitología de las tres grandes religiones monoteístas nos ofrecía. El pecado original, por el cual fue expulsado del paraíso, no podía prolongarse de manera eterna. De una u otra forma, en el caso del cristianismo, la muerte de Jesús le abrió el camino a la humanidad para redimir el pecado de desobedecer a Dios. Pero la humanidad pensó que había sido perdonada. Vana ilusión. Los dioses abandonaron al hombre a su suerte. Y estos comenzaron a matarse entre sí, como Caín a Abel, y todavía continúan destruyendo seres vivos en el planeta. Si ello es así, ¿cuál es ese crimen fundante, cometido por el hombre para que se encuentre expósito, abandonado, tirado a la vera del camino? De allí que parece ser obligatorio dirigir la mirada de nuevo al origen mismo de la especie y a su discurrir por el planeta. No tanto en cuanto a la aparición de la vida sobre la tierra, ya que ese acontecimiento fue ante todo un proceso biológico. No vamos tan rápido. ¿Será que la biología del primate todavía anida en nuestra fisiología y contamina nuestra conciencia? ¿O tal vez no sea eso, sino el precio a pagar por la evolución de su psiquis? ¿O tal vez no estaría el hombre sacrificando su libertad primigenia por la tarea de crear un orden cultural que soportara esas formas de conciencia? ¿O será que acaso, por haberse erguido del suelo y poder examinarse a sí mismo, reconocerse, y de paso contemplar un panorama situado más allá de sus narices, significó perder su contacto con la naturaleza, verla como un objeto fuera de él y aun considerar a los otros miembros de su especie como sujetos diferenciados y encarnación de la competencia misma por los recursos de bosques y estepas? ¿Será que en ese orden cultural que él creó a través de normas reguladoras se encuentra la raíz de su castigo? Respuestas cada vez más urgentes de dar, por cuanto la humanidad, a pesar de etapas de reposo, por así decirlo, mantiene una pulsión permanente de destruirse a sí misma en medio de un inmenso dolor. Algunos se pronunciarán aconsejándonos que no debemos preocuparnos por ese estado de cosas, ya que el hombre mismo, con su intelecto, creó las ciencias sociales y estas a su vez han venido descubriendo los factores asociados a esos fenómenos, que casi siempre están por fuera de la conciencia humana. Y lo más terrorífico: crean y determinan su comportamiento y evolución. Pero existen almas sensibles como los santos — esos ebrios de Dios en el decir del poeta — los locos y, sobre todo, los artistas y los librepensadores que han dudado que la explicación se deba a factores exógenos a su espíritu. Tenemos que concluir entonces que el devenir perverso de la humanidad se encuentra en el alma misma del hombre. Si es así, podemos pensar que la desventura humana, como ya en cierta medida lo aventuró el psicoanálisis, se encuentra en su psiquis. ¿Debemos buscar nuestra tragedia de fracaso como especie solo en las relaciones sociales de dominación y explotación que se presentan desde los mismos albores de los grupos humanos, o también debemos bucear en los balbuceos del alma humana por parecerse a Dios? En las pequeñas y grandes tragedias que esa emulación trae, en la perfidia con la cual se traicionan unos a otros. ¿Si por el contrario, el castigo a que estamos sometidos por la destrucción del planeta y de la especie, se encuentra en el abismo de nuestra misma fundación? Pues bien, esta es la exploración que a lo largo de su vida, como artista, emprendió Fernando Cruz Kronfly, y cuyos valles y colinas las encontramos a lo largo de su obra novelística, pero que ahora, en el año de la pandemia, ese nuevo azote de Dios nos la presenta más acabada y apretada, si así se puede llamar su esfuerzo de totalidad en uno de los lenguajes poéticos más elaborados y originales de la poesía contemporánea.
En esta breve nota de presentación de su libro Abismo de origen no puedo dar cuenta de la totalidad de un texto que he leído con dificultad, no por cuanto su lectura sea intrincada como una mirada apresurada pueda decir. Es por algo más grave para mí. La visión de la que me jactaba se ha esfumado y he vuelto a leer como los niños: palabra por palabra. Tal vez eso me permitió develar detrás de ese frondoso y metafórico lenguaje todos y cada uno de los “sucesos” que fueron moldeando al hombre, e intuí, a pesar de la imparcialidad del poeta, el porqué de su tragedia, en esta hora crucial de supervivencia de la especie.
El poemario no está dedicado a personas o suceso alguno en especial, como es la costumbre, sino a todos los hombres a nuestra más inmediata semejanza. Es un homenaje secreto al hombre abandonado que sin proponérselo luchó por lo imposible de la poesía, por la conservación de los bosques, las selvas y los lagos, por las epifanías, esas resurrecciones de los iluminados y a pesar de todo, hoy nos contempla desde las tinieblas de la existencia. Y es cuando la escritura, nombre de los librepensadores y poetas como él, nos va a decir su verdad.
Los temas de su poemario se refieren a las cosas nimias, elementales, que son el discurrir de la vida humana, pero que en el decir de José Asunción Silva, guardan secretos. Es también el inventario de logros y caídas del hombre; un inventario cargado de una simbología sobrecogedora, donde se van fijando las imágenes a la manera de una colección de daguerrotipos ordenados indistintamente en una galería de corredores y pasillos.
Y muy a pesar, que a lo largo de su existencia, esta criatura hizo de su paso por el mundo una gesta memorable, es también cierto que muchos de los universales que lo persiguieron por los corredores del tiempo fueron causa y efecto de su propia perdición. Pero también es un dialogo con Babilonia como origen de la civilización, cuna del hombre recién nacido. Babilonia, “que pese los avances y progresos que trajo consigo para la humanidad, carga con el lastre de ser considerada la ciudad del pecado y la tiranía, la herejía y la opresión, la lujuria y la maldad.”. Babilonia, la que se comparó con Dios. Babilonia, la señora del tiempo. “Babilonia la grande, madre de rameras y horrores de la tierra”. Babilonia, quien está detrás de los jinetes del apocalipsis. En fin, Babilonia como la gran metáfora que le da eje al poemario, ya que es la clave que puede iluminar la traición del hombre a su propia condición.
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