07 de abril de 2022. Por: Sara Jaramillo Klinkert.
En El Colombiano.
Crecimos hablando con un fantasma, cada noche le decíamos que se nos apareciera y luego nos moríamos del susto de solo pensar que nos hiciera caso. Así aprendimos que los fantasmas no hacen caso. Nos girábamos contra la pared, nos tapábamos la cara con la cobija, llorábamos pasito y no sabíamos si era por miedo o por tristeza. Pasamos años hablándole a una foto, mirándola hasta que nos derrotaba el cansancio o el temor de gastarla. ¿Las fotos se gastan de tanto mirarlas? Ignorábamos si un muerto puede oír; aún así, le contábamos cosas, le pedíamos favores, le hacíamos preguntas que jamás tuvieron respuesta. Le escribimos muchas cartas, pero nadie nos dijo nunca adónde enviarlas. Ambas fantaseábamos con cosas absurdas como que un día sonaría el timbre y nuestro padre entraría así como si nada y encendería el televisor y se sentaría en el sillón de la sala a tomarse un vaso de leche. Desde niñas comprobamos que las balas matan de verdad y no solo en las películas. También comprobamos que los muertos nunca regresan. Necesitábamos que alguien nos asegurara que nuestras mamás no iban a morirse y entonces las sacudíamos con fuerza si acaso se dormían en la misma posición por demasiado tiempo o les poníamos un dedo bajo la nariz para comprobar que estuvieran respirando. Pasamos horas enteras mirando por la ventana e imaginando qué haríamos si algún día no llegaran. Ya sabíamos que morirse era demasiado fácil: un día tienes papá, luego suena el teléfono y ya no tienes papá. Al mío lo mataron tal vez a la una. Al de Mónica lo mataron tal vez a la cinco. Ambos se desplomaron por culpa de una bala, a plena luz del día, en plena calle. En ninguno de los dos crímenes hubo culpables porque en este país a nadie le conviene encontrar culpables. Antes de conocernos y descubrir que nuestras historias eran semejantes, Mónica y yo pasamos demasiado tiempo inventado al papá que nos arrancaron; inventando conversaciones que jamás existieron; inventando situaciones que luego ya no supimos si eran reales o ficticias. No es raro que ambas nos hayamos convertido en escritoras. No es raro que el personaje principal de nuestros primeros libros haya sido nuestro padre.
Tal vez a las cinco es el título bajo el cual Mónica Quintero Restrepo reunió una selección de poemas que nos recuerdan que, si bien existen diferentes formas de ausencia, todas duelen de la misma manera. En la cubierta aparece la foto de ella junto a su padre y, gracias a eso, ahora sabemos que no, que las fotos no se gastan por mirarlas. Podrán haber matado a nuestros padres, pero nadie nos roba el derecho a seguir hablando con ellos. En uno de mis poemas favoritos, Mónica lo resume de forma cruel, bella e, incluso, redentora:
Perdonamos al que disparó,
también al que mandó a disparar.
Nos levantamos cada día,
estudiamos, trabajamos, seguimos.
Vivimos, papá.
Y, sin embargo, cuántos muertos
que podrían estar en casa.
Vos, por ejemplo.
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