14 de julio de 2018. Por: Felipe Agudelo Tenorio.
En El Espectador.
Presentamos el prólogo del libro Las calles de las ciudades ajenas, del escritor Jorge Bustamante García, publicado por Sílaba Editores.
A la manera en que un experto minero encuentra y sigue el curso de una rica veta en los socavones más profundos de una mina, Jorge Bustamante, en esta delicada y estupenda novela, Las calles de las ciudades ajenas, extrae los cristales más preciosos de su memoria y, luego, no satisfecho con el hallazgo de tales materiales en bruto, decide con la paciencia de un hábil tallador cortarlos y pulirlos hasta revelarles todas sus facetas.
Sabemos que la memoria es la que le da consistencia al relato de todo lo vivido. Y esto viene al caso porque el autor avisa, entre líneas, que no es su pretensión contarnos un cuento, pues no está interesado en la invención. Su ambición es mayor y de otra estirpe: lo que busca es volver la vida misma un cuento. Lo que nos narra proviene directamente de la vida, que es lo más importante para él. Y este acto adquiere toda su validez al ser plasmado por la escritura. Pues escribir es, según lo informa el mismo personaje-narrador, “llevar los sueños al papel para que no se me mueran de frío”, “pergeñar palabras que no se sabe a ciencia cierta a dónde conducirán, quizás a la reconstrucción de la experiencia, tal vez a la destrucción del sueño”.
Según esta idea de lo literario, Jorge Bustamante se inserta en una larga tradición de autores que han querido aunar vida y sueño, obra y realidad. Inspirado, quizás, por la manera en la que el geólogo aprende a leer el paso del tiempo y la historia del universo en las rocas, el novelista adquiere la ambición de vislumbrar, al menos, “la tan anhelada e inalcanzable novela total […], una novela donde no se tiene una historia sino todas las historias posibles”.
Pero son los puros hilos de la memoria los que le permiten entretejer lo que nos cuenta. Y lo que nos cuenta es literatura, por supuesto, escrita en una prosa tersa pero densa, con las suficientes profundidades como para seducir, una prosa estudiada, diseñada o, mejor aún: respirada para narrar.
Barajando con habilidad el tiempo, lo que se nos ofrece es un relato en paralelo de un par de acontecimientos que transcurren en, al menos, dos pasados distintos. El primero trata de lo que le acontece a un hombre inocente que ha sido arrestado arbitrariamente, en el marco de una época muy precisa, en la que tales atropellos sucedían con toda impunidad, pues Colombia vivió durante décadas bajo estados de excepción que les permitía a las llamadas “fuerzas del orden” realizar arrestos y detenciones sin que mediara la orden de un juez o de alguna otra autoridad judicial. Un piquete de soldados podía, por cualquier motivo, arrestar a un ciudadano y confinarlo.
El segundo pasado se nos narra cuando, encerrado en un calabozo, el protagonista de esta novela no encuentra otra salida que la de sumergirse en sus memorias y escribirlas, no solo para conjurar y apaciguar el peligro y el horror que lo rodea sino para darle una sobria lección de humanidad a sus captores. Y esto lo hace, además, porque ellos así se lo ordenan, quieren que él escriba todo lo que sabe, todo lo que ha vivido. Sin parar, el joven escribe en las hojas en blanco que le entregan sus captores el relato de su vida, que por supuesto no es lo que esperan de él, pero sí es lo único que tiene: su verdad.
Y en ese escrito, Eddy, el personaje de esta novela, cuenta las peripecias de un joven colombiano que se va a estudiar geología a la entonces Unión Soviética, e inicia, sin saberlo, un viaje que no tendrá retorno. En el recuento de su experiencia vital el narrador nos pasea por distintas y lejanas ciudades, mientras se hace acompañar por los amigos y mujeres que encuentra en el camino, además de que va reflexionando acerca de los temas principales de su propia vida. Sin incurrir en una reflexión puramente racional, puesto que hace más bien un resumen existencial, una valoración íntima de lo vivido, por lo que las diversas ideas que toca nos son sugeridas, obsequiadas, sin someternos a ninguna imposición.
Es brillante y elegante la manera como presenta la experiencia carcelaria, pues la trata de una manera diferente, despojada de rencores, de dramatismos, de quejas, de falsos heroísmos, negándose inteligentemente a la victimización de su circunstancia y, por ello, saliendo intocado de la prueba, pues, para asegurarse, la ha teñido de un fondo de humor, de un gesto de rebeldía sin poses, sin heroísmo y sin consignas, manifiesto en el abstenerse de tomar demasiado en serio a sus captores, en negarse a entender su lengua y sus códigos… a más de un guiño de burla a esa que llaman, a pesar de ser una contradicción en sus términos, inteligencia militar. Como el cautivo no es capaz de recordar lo que se le pide, con el objetivo de que cometa una delación, su memoria se niega a someterse a la orden y en cambio se dedica a recordar lo que le place: “Me contaba historias a mí mismo para sentir menos miedo”.
Recordar morosa y amorosamente permite contactar con esos poquísimos eventos que, por alguna razón misteriosa, preserva nuestra memoria, únicos y definidos, entre el infinito número de eventos en los que estamos involucrados. ¿Por qué razón determinadas cosas, personas, eventos, paisajes, situaciones, frases se nos graban y se transforman en lo inolvidable? ¿Qué tenía de especial esa botella de vodka, ese pan, esas salchichas, las conversaciones de aquella noche? Puesto que no son necesariamente los momentos más dramáticos o cruciales de nuestra vida los que se nos graban, no, a veces son cosas pequeñas, como la forma de las pestañas de una muchacha que nos miró en una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera, un día cualquiera y a la que nunca jamás volvimos a encontrar ni a olvidar.
Acertadamente, la voz que nos habla lo hace en un tono de confidencia, el de alguien que nos cuenta trozos de su vida o de quien se los cuenta a sí mismo, como si fuera una hoja en blanco: “[…] contarlo todo antes de que el palacio de los recuerdos se desmoronara lentamente, antes de que el olvido se apodere de todas las cosas que aún sobreviven emitiendo sus últimos gritos”.
Las calles de las ciudades ajenas es una novela de memorias, corta y bella, poco usual en nuestro medio, cargada de una grata densidad que nos planta no solo frente a una historia particular, sino delante de un conjunto de ideas sugerentes en torno a temas como el viaje, el exilio, la poesía, la amistad, el amor, el alcohol, la ciencia, las traducciones, las caminatas, el paisaje, el tiempo, el arte, las ciudades… Temas todos que enriquecerán a quien se adentre en sus páginas y se deje seducir por una voz que tiene qué decir y sabe decirlo, pues se expresa desde la verdad sin abandonar la belleza ni ceder a ninguna estridencia. Finalizo con otra cita de esta novela: “Siempre creemos que hay que vivir más y más para vivir, sin sospechar siquiera que los pocos instantes que valían de verdad la pena los dejamos pasar sin darnos cuenta”.
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Jorge Bustamante García (Zipaquirá, Colombia, 1951) Geólogo, escritor y traductor. Ha publicado poesía, ensayo, crónica, cuento. Entre sus libros, aparecidos principalmente en México, destacan Invención del viaje (1986), El desorden del viento (1989); El caos de las cosas perfectas (1996); Henry Miller: entre la desesperanza y el goce (1991), Literatura rusa de fin de milenio(1996), Diez modos de contemplar un río (2004), El viaje y los sueños (2013). En 1994 recibió el Premio Estatal de Poesía de Michoacán, México. Ha publicado sus traducciones de poetas y escritores rusos en México, Colombia y España. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México, en traducción literaria. Mantiene inédito Año 2030(poesía) y La poesía y la tabla de Mendeleiev (ensayo). Prepara el segundo volumen de su trilogía narrativa Memorias del rumor del tiempo.