20 de agosto de 2021. Por: Marcos Fabián Herrera.
En El Espectador.
Es en la interpelación sesuda de los referentes de la literatura occidental que Ricardo Cano Gaviria ha cimentado su obra. Como quien se asoma por entre los pliegues y no se resigna a la visión que le arroja su estrecho campo visual, él ha avizorado más allá de la frontera para construir su asidero en la savia fecunda que circula por los árboles de los bosques de diferentes latitudes.
La novela «Yo, Gustave Flaubert» se enfunda en cartas no como una salida socorrida para evadir los retos estructurales. Cada una de las misivas responde con fidelidad a un trasfondo cultural que obra como acicate del libro y que se advierte sigilosamente en la correspondencia.
Los horizontes creativos de los novelistas colombianos nacidos en la mitad del siglo XX oscilaron entre el realismo de apesadumbrada resonancia parroquial y las arriesgadas experimentaciones narrativas que imitaban estéticas sin la debida decantación que supone el diálogo entre tradiciones. Apartarse de esta aplastante disyuntiva equivalía al ostracismo y la marginalidad. Ensanchar los angostos firmamentos provinciales, fue, es y sigue siendo un camino tortuoso para el escritor colombiano. La resistencia a las fórmulas y a los arquetipos fue el sendero tomado por quienes conscientes del facilismo y la asfixia que aquejaba la literatura nacional, optaron por la exploración de otros universos.
La prevalencia de un exotismo caricatural y la sobrevaloración de lo inmediato, derivó en un chovinismo literario que constreñía al escritor en sus propuestas y lo convertía en portavoz de una pretendida y falseada cultura nacional. Desde esta perspectiva, la novela se entendió como un instrumento del folclore que replicaba y enaltecía manifestaciones idiosincráticas y desdeñaba exploraciones ecuménicas distantes de los modelos regionales.
Lo que para ciertos preceptores de la estética provincial constituye un artificio de erudición y una rutilancia extranjerizante, para quienes son conscientes de su potencial, es el pleno reconocimiento de la capacidad de inserción en el acervo universal cuando esta se origina en una necesidad de trascendencia y en un convencimiento ético. Asumida esta ruta, la concreción de la impronta literaria se propone superar el retrato costumbrista; lograr la legitimidad en el avisado lector que no valida tretas y sí valora la sinceridad en la apropiación de los recursos artísticos. ¿No hay mejor forma de enaltecer lo local que propiciando una simbiosis estimulante que fusione la esencia creadora de las distintas tradiciones ? ¿No es la vacía exaltación de lo autóctono un síntoma del aletargado ensimismamiento, que en no pocos casos prolonga filiaciones limitantes?
Ricardo Cano Gaviria decidió transitar una senda arriesgada, pero necesaria para la literatura colombiana. Su necesidad se fundamenta no solo en la infrecuencia de su propuesta. La diversidad de tonalidades y la amplitud de registros, son rasgos que enriquecen una tradición literaria. Entre más se explaya el abanico, más impetuoso será el viento que arrastra. Parapetado en la holgura de su formación intelectual, y sin prescindir de un arraigo con la historia del país en el que le fue dado nacer, la suya ha sido una obra elaborada por el sabio reconocimiento de una vocación universalista. Su visión deliberadamente extraterritorial, lo convierte en un transgresor, que en su aparente insularidad temática, se conecta con las corrientes más renovadoras y vitales de la literatura.
Es en la interpelación sesuda de los referentes de la literatura occidental que Ricardo Cano Gaviria ha cimentado su obra. Como quien se asoma por entre los pliegues y no se resigna a la visión que le arroja su estrecho campo visual, él ha avizorado – sin limitarse a la apropiación de recursos técnicos – más allá de la frontera para construir su asidero en la savia fecunda que circula por los árboles de los bosques de diferentes latitudes. No solo ha sido ambición, su estética entraña una ética que en cada uno de sus libros ha refrendado y que ha forjado su obstinado derrotero literario.
La novela Yo, Gustave Flaubert es una proverbial alegoría del Bovarismo tropical que en América Latina adquirió visos pintorescos en cierta clase social con devaneos intelectuales. La añoranza de los viajes iniciáticos a Europa, se sumó a ese estado de frustración y nostalgia que sobreviene en quien se siente insatisfecho y ansía un estado ideal. Aquellos diletantes que leían convirtiendo en espejismos la ficción, rivalizaban con la realidad, cuando al finalizar el trance y cerrar el libro, volvían a los prosaicos hechos de una rutina desprovista de toda trascendencia. En este caso, el Bovarismo se manifiesta como una repercusión perceptible y sensible del influjo de la lectura de Madame Bovary en un temperamento proclive y voluble por las ficciones literarias.
Carolina Tovar Merizalde es una osada dama santafereña a la que imaginamos presa del tedio en la incipiente república de la Nueva Granada. Su arrojo se concreta en la carta que decide escribir a Gustavo Flaubert el 10 de abril de 1858. Quiere huir, al sentirse retratada en Emma, de las estrecheces de su entorno. Quiere amistar con el autor que le ha permitido sustraerse del ambiente tumultuoso y agitado de un país al que el albor de su autonomía política le ha prolongado la guerra. La vieja aspiración del lector deseoso de conocer al autor y trabar con él una amistad, impulsa a la febril mujer que delira leyendo novelas francesas, a confesarle a Flaubert que su vida ha cambiado después de devorar su obra : “Cuando terminé, era tal mi exaltación que Ligoria se obstinó en ir a buscar a mi hermano para que me tomara la temperatura”.
A esta exultante mujer le contesta Flaubert un 8 de junio de 1858, desde Crosiset. Así se dará inicio a un envío de misivas que cruzarán el atlántico para revelar los entresijos comportamentales y creativos de un escritor, que en la cima de su genialidad, revela las afugias de su proceso escritural. También permitirán revelar los antojos y veleidades de una mujer empeñada en remediar sus vacíos existenciales con el cumplimiento de caprichos. Cada una de las cartas va entreverando los perfiles de Gustave Flaubert y Carolina Tovar Merizalde: el primero, un literato consagrado, que a medida que su cuerpo caía en la decrepitud, su talento se hacía excepcional y sus libros alcanzaban el rango de obras maestras; la segunda, una mujer que se refugia en la lectura de libros y en la escritura de cartas dirigidas al mayor novelista de la lengua francesa, en las que propone desde temas para sus libros hasta exhortaciones para emprender una insólita visita a la confederación neogranadina.
Para aquel momento, Flaubert experimentaba una fascinación por los arcanos del mundo oriental. Sus viajes al África y sus recorridos por el río Nilo, agobiaban su cuerpo pero enardecían su mente. Consagrado a la escritura de su novela Salambó, la ciudad de Cartago se iba armando como el escenario de su mayor ficción histórica. Esta ciudad de guerreros y dioses adquiría forma mientras el divertimento y entretención de las cartas con su corresponsal en la extraviada ciudad del nuevo mundo tomaba rumbos risibles pero decisivos. La porfiada lectora es quijotesca desde la acepción enfermiza del adjetivo cervantino: la perturbación mental que le genera la lectura de novelas y el dislocamiento de su realidad, obedece a un reordenamiento derivado de su indistinción del mundo fáctico del orbe imaginario.
Al querer incidir en el proceso creativo del novelista francés, se refleja la intrepidez de la lectora Carolina Tovar Merizalde. Cuando Flaubert le cuenta del aturdimiento experimentado después de su viaje a Túnez, y del desespero creativo al comprobar la inutilidad de lo escrito hasta ese momento, ella responde con la epístola más atrevida. Lo invita a visitar la confederación neogranadina y solazarse en la contemplación de los parajes de su hacienda familiar en el Cauca. Cree que esta coordenada que se debate entre la ruindad política y las convulsiones inherentes a una nación maltrecha y bisoña, plagada de mandatarios ambiciosos y desaforados, lo alentará con más ímpetus que las lejanas dunas de oriente. El novelista explicará sus absorbentes tareas y le agradecerá con la prosa epistolar nada distante a la de sus catedrales novelísticas. El desdén será elegante; el desdén será flaubertiano.
En Una lección de Abismo conocimos el probado dominio de Ricardo Cano Gaviria en la escritura de novelas epistolares (¡memorable cruce de cartas entre los primos Robert y Jasmin! ). Ahora, en Yo, Gustave Flaubert, la novela se enfunda en cartas no como una salida socorrida para evadir los retos estructurales. Cada una de las misivas responde con fidelidad a un trasfondo cultural que obra como acicate del libro y que se advierte sigilosamente en la correspondencia. Es un propósito soterrado que finalmente sobreviene en el lector como un haz de luz en el punto final. Una epifanía, similar a las que se experimentan cuando se descifra un enigma o se desentraña una verdad reveladora. Con un paralelismo, construido con lograda filigrana literaria, se confrontan dos mundos, dos ópticas y dos cosmovisiones. Es una Europa envanecida en el siglo de las luces que construye su tradición novelística decimonónica con los cultores cimeros del género que florece al amparo de la apetencia burguesa. Es América, con países trizados que dan tumbos con sus experimentos republicanos y lectoras peregrinas que se liberan en solitario con la lectura de novelas que llegan del viejo mundo.
El Flaubert autor de estas misivas abomina en una de ellas la creencia de que la literatura es un medio de ilustración. Este escepticismo en el arte como posibilidad de ennoblecimiento intelectual será compartido con ardorosa fe por los mayores escritores de occidente. Será una paradoja convertida en impronta por los hacedores de las novelas canónicas y un dogma indestronable para los que se alimentan de las letrinas de la realidad. En el libro que compila las conversaciones que Ricardo Cano Gaviria sostuvo con Mario Vargas Llosa, El Buitre y el Ave Fénix, el nobel peruano le explicará el credo del novelista francés, el mismo que él ha profesado desde que fuera el autor de La Ciudad y los Perros.
» …Flaubert marca una época, señala una especie de frontera en la historia de la novela, ya que es el primero en razonar con plena lucidez acerca del problema de la autonomía novelesca. Lo cual no quiere decir que esta última comience con Flaubert, eso sería un disparate total. Simplemente, él es el primero en plantearse en términos teóricos la existencia de algo que ya se daba en la obra de todos los grandes novelistas, de todos los novelistas dignos de ese nombre, anteriores a él. Para que la realidad ficticia, y del mundo narrativo, tenga una vida real, eso que yo llamo poder de persuasión – para que convenza al lector de su verdad, de su realidad, de su vitalidad – debe ser autónoma, debe ser un mundo cerrado, que se regula según unas leyes específicas y que guarda una coherencia interna”.
Los preceptos de este mundo soberano perturbarán a Carolina Tovar Merizalde. También le permitirán a Ricardo Cano Gaviria hacer gran literatura. Yo, Gustave Flaubert lo confirma.
Deje un comentario